Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Robert Bishop seguía ignorando su sarcasmo.

– Y también me han dicho que salisteis juntos a la calle.

– Eso es una forma muy simple de verlo. Yo salí primero y el salió después.

– También me aseguran que os vieron atravesar la plaza.

Anna se encogió de hombros.

– Es posible, pero no íbamos juntos.

– Más te vale.

– ¿Por qué?

– Porque lo han encontrado muerto.

Anna respiró y aguantó el aire dentro unos segundos.

Aquellas clases de relajación que había recibido en Inglaterra cinco años antes habían terminado sirviendo para algo. -Vaya, lo siento -dijo.

– Al sargento Borgnine se lo han encontrado muerto esta mañana. Le habían aplastado la cabeza con la tapa de un contenedor de basura que estaba tirado en el suelo y lleno de sangre también.

– Parecía un hombre pendenciero. Pero ya te digo, lamento que lo hayan matado.

– Anna, ¿qué pasó ayer cuando saliste del club?

Ella se encogió de hombros y levantó las manos como si quisiera disculparse o de verdad ignorase lo que había sucedido. -Lo que te he dicho. Salí a tomar el aire, me puse a caminar un poco y me encontré a Rubén.

– Ya… y, ¿dónde te lo encontraste?

– Bueno, ya sabes que no es fácil orientarse en Berlín, a oscuras y con la ciudad en ruinas. No sé qué decirte. No muy lejos de Die blaue Blumen.

– ¿Y qué pasó con Borgnine?

– ¿Con quién?

– El sargento que hemos encontrado muerto. ¿Aún iba contigo cuando te encontraste con Rubén?

Anna negó con la cabeza, con firmeza, para desdeñar esa posibilidad sin que hubiera ninguna duda.

– Al tal sargento Borgnine me lo quité de en medio enseguida.

Se quedó callada, pero la expresión de Bishop no dejaba lugar a dudas. Quería saberlo todo.

Anna improvisó.

– Le dije que trabajaba para la OSS, y que si no quería verse metido en ningún lío tendría que dejarme en paz. Le dije que era francesa, y no una de esas mujeres de Berlín a las que muchos americanos creen que pueden encandilar con una tableta de chocolate y una sonrisa.

Bishop seguía mirándola.

– También te mencioné a ti. Le dije que trabajaba en tu despacho. Que bastaba con que te dejara caer su nombre para que volviera a ser un soldado raso y le quitaran las medallas que lucía en la solapa. No me irás a decir que sospechas de mí -lo siguiente iba a ser más arriesgado, pero Anna ya no estaba dispuesta a echarse atrás-. O de Rubén…

Bishop parpadeó, y Anna no estuvo segura de si de verdad sospechaba de Rubén, que tenía razón sin saber la verdad. Era mejor seguir adelante.

– Me gustaría que vieras a Rubén. No debe de pesar más de cincuenta kilos. ¿Conocías al sargento Borgnine? Tendría al menos una cuarta más, de estatura que tú. y parecía muy fuerte. Sí sospechas de Rubén es porque tienes mucha imaginación, Robert. Quizá deberías dejar el servicio secreto y dedicarte a la literatura.

– Tenemos que encontrar a Franz Müller. y tenemos que hacerlo cuanto antes.

Robert Bishop había cambiado de tema inopinadamente, pero Anna no estuvo segura de haberlo convencido. Al verlo ahí, sentado, mirándola, con esa incapacidad suya de sonreír o dejar entrever alguna clase de sentimientos, no podía dejar de preguntarse hasta qué punto lo había convencido la historia que le había contado, aún más, si, cuando se levantó para despedirla, se habría creído alguna de las patrañas con las que lo había estado entreteniendo. Ya estaban de pie cuando volvió a insistirle en lo de Franz Müller.

– Recuerda que estás en Berlín para eso, para ayudarnos a encontrar a Müller. Para convencerlo de que sea uno de los nuestros.

– Uno de los nuestros -Anna copió en un murmullo las palabras de Bishop.

– Uno de los chicos buenos. Encuéntralo.

– Haré lo que pueda. Pero debes dejarme que lo intente yo sola.

– Eso no puede ser. No es seguro. No sabemos quién es ahora Franz Müller. y tampoco sabemos en lo que está metido. Han muerto tres ingenieros en los últimos dos meses, ya lo sabes.

– Si Franz Müller me ve con vosotros, será mucho más difícil que pueda hablar con él, peor todavía, a lo mejor lo único que conseguimos es espantarlo, y entonces ya no lo podréis encontrar jamás. No sé, si encontrarlo es tan importante como dices, estoy segura de que no te importará arriesgar la vida de una agente, perdón, ex agente, prescindible, como yo.

– El Werwolf no es ninguna broma.

– Ya lo sé. Tal vez fueron algunos de estos que se niegan a rendirse los que mataron al sargento.

– Lo estamos investigando. Es una posibilidad.

Anna no quiso ahondar más en el asunto para no darle la oportunidad de que sospechase más de ella o de Rubén, si es que acaso Bishop albergaba todavía alguna duda aunque no se lo había dicho.

– ¿Cuánto tiempo necesitas? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para llevarnos hasta Franz Müller.

– Hay un sitio al que debería ir, ya te lo he dicho. Tal vez allí pueda encontrarlo. Pero debo ir sola. Es la única condición que te pido.

– Anna, tú tampoco estás en situación de pedir condiciones. No deberías olvidarlo.

Ahora sí le sostuvo ella la mirada. Le iba a decir lo que pensaba.

– Pero yo ya no tengo nada que perder. Tú tampoco deberías olvidar eso si quieres encontrar a Franz Müller y ofrecerle una casa con jardín, un coche y un puesto de profesor en una universidad de tu país.

Bishop se quedó mirándola, pero Anna no movió ni un músculo de la cara. Estuvieron así unos segundos, como si fuera una partida de póquer en la que los dos jugadores quisieran añadir más tensión a la timba retrasando el momento de enseñar sus cartas. Pero ella no iba de farol ahora, y esto Bishop lo sabía. En esa apuesta iba a ir a por todas. O lo tomaba o lo dejaba. Si la dejaba actuar por su cuenta y riesgo, a lo mejor encontraba a Franz Müller. Si no lo hacía, tal vez no lo encontraría nunca. Robert Bishop aún aguantó las cartas ocultas un instante, pero, antes de ponerlas en la mesa, Anna ya sabía la respuesta. Nunca había jugado al póquer, pero estaba claro lo importante que, por alguna razón que no alcanzaba a entender del todo por mucho que le explicaran, era Franz Müller para los norteamericanos y, a estas alturas de la partida, sobre todo porque era verdad lo que le había dicho, que a ella no le quedaba nada que perder, ya sabía que a Bishop no le quedaba más remedio que aceptar sus condiciones.

– De acuerdo -lo escuchó decir, y no quiso reprimir una especie de sonrisa apuntada en los labios, el gesto que seguramente a aquel hombre estirado al que jamás había llegado a conocer del todo nunca le habían enseñado-. Tienes hasta mañana por la tarde. Ve donde quieras, haz lo que quieras. Pero cuando vuelvas por aquí quiero que me traigas a Franz Müller. Si no lo haces -ahora Bishop la apuntaba con el índice, y Anna estuvo segura de que en ese momento tampoco iba de farol-, te devolveremos a París sin rehabilitar tu nombre y tendrás que vértelas con tus antiguos compañeros de la Resistencia. Estoy seguro de que estarán encantados de saber que has vuelto.

Anna se dio media vuelta sin decir nada más, y cerró la puerta del despacho, bajó las escaleras del edificio y salió a la avenida. Antes de cruzarla podía haberse vuelto hacia la ventana.

Estaba segura de que él la estaba mirando desde arriba, como si hubiera sido tan tonta -y Robert Bishop sabía que no lo era- como para que alguien a quien él estuviera interesado en encontrar la estuviera esperando tan cerca de las oficinas de la OSS en Berlín. Lo más probable era que hubiera una persona encargada de seguir sus pasos por la ciudad, un militar o un hombre de paisano. O quizás una mujer. Pero a ella también le habían enseñado cómo despistar a alguien que la seguía. No era de las cosas más difíciles que había aprendido, y también estaba convencida Anna de que Robert Bishop no era tan estúpido como para pensar que ella no se habría preocupado de no darle tantas facilidades para encontrar a Franz Müller.

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