Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Lo que quiere Franz Müller es ser un turista más, caminar hasta la plaza del Trocadero y colocarse bajo la sombra de la torre Eiffel aunque ese día haya amanecido nublado en París.

A mediodía da un largo paseo hasta Montmartre. Lleva toda la mañana andando, pero se siente tan bien que piensa que sería capaz de seguir haciéndolo todo el día. Durante algunos momentos le parece que ahora es antes, que otra vez vuelve a ser joven, que no hay guerra en Europa y ha podido cumplir su sueño de vivir de su música, que tiene toda la vida por delante.

En una terraza de la plaza de Tertre, mastica despacio una barra de pan caliente. Le gusta el sitio. La pensión donde se había alojado cuando pasó aquella temporada en París, en la rue Norvins, aún sigue allí. Antes ha pasado por la puerta, pero no ha querido entrar. No le gustaría que alguien lo reconociese y le preguntase qué había sido de él durante estos años. Pero es en un barrio como este donde a Franz Müller le hubiera gustado vivir, un sitio donde los artistas encontraban refugio, como fue hace años la Kurfürstendamm en Berlín.

Luego baja las escaleras del Sacré Coeur. Aún es temprano, y a él lo único que le apetece es seguir paseando. Tal vez lo mejor de haber venido hasta París haya sido esto, poder olvidarse de todo por tres días, y aún le quedan otros dos en la ciudad. Camina hasta el centro, sin prisas, perdiéndose por el barrio Latino, y ya es de noche cuando deja atrás la Íle de la Cité y la catedral de Notre Dame, y está otra vez frente al monumento al Catorce de Julio. Y otra vez le sobreviene esa sensación tan extraña, el imán que lo ha atraído hasta aquí, pero que ahora que está tan cerca, igual que ayer parece que empieza a repelerlo, una fuerza invisible que lo empuja a marcharse, a salir corriendo, volver al hotel o quizá hasta la estación para no pisar nunca más la ciudad, sacar la fotografía de la cartera y sin ni siquiera mirarla hacerla pedazos y tirarla al Sena. Pero también sabe que no lo va a poder hacer, que muchas veces la única forma de acabar con una obsesión es llegar hasta el fondo de ella, y Franz Mülller sabe que no va a poder hacer otra cosa salvo llegar hasta el final.

Respira hondo, la vista al frente, directo hasta la rue Lappe de nuevo. Hoy no se detiene en la esquina, hoyes el soldado valiente que nunca ha llevado dentro cuando emboca la calle y camina despacio, fijándose detenidamente en cada portal, en los números, en las pocas mujeres con las que se cruza. Ninguna es ella. Por la otra acera vienen dos soldados de la policía militar alemana. No es imposible que le den el alto. Ahora lo único que quiere es que lo dejen tranquilo. Los dos soldados pasan de largo, apenas lo miran de soslayo. Su presencia no representa ninguna amenaza. Además de la foto de la mujer a la que busca, también lleva un carnet falso que lo identifica como capitán de las SS. Dieter Block se lo dio en Berlín, por si necesitaba que lo sacase de algún apuro. Es una temeridad llevarlo, pero él va de paisano y no es imposible que le den el alto, y aunque Franz Müller solo tendría que enseñarles la documentación para avergonzarlos, ponerlos firmes incluso, no le gustaría, porque lo único que quiere es que lo dejen tranquilo y no meterse en líos, pasar desapercibido en París, ser un ciudadano anónimo, un tipo vestido de calle que puede pasear tranquilamente sin que ningún francés lo mire mal.

Termina de darle la vuelta a la manzana, y diez minutos después se encuentra de nuevo en la plaza de la Bastilla, frente a un café. Cruza la puerta, decidido, como si fuese el hombre de acción que jamás ha sido, dispuesto a pedir algo de comer y de beber, esperando ver pasar al otro lado del cristal a una mujer francesa que no puede quitarse de la cabeza.

Se acomoda en la barra, pide una copa de vino y un sándwich. De repente se da cuenta de que tiene hambre. El café está vacío, y desde dentro se puede ver casi toda la plaza de la Bastilla, la columna que conmemora la revolución francesa, las terrazas del bulevar Beaumarchais al otro lado. Se acomoda en un taburete y se gira para no perder de vista a la gente que pasa por la calle. Arranca un trago al vaso de vino, y piensa que tal vez debería haber pedido ayuda a Dieter Block, sin darle explicaciones. Eran amigos y tal vez lo habría ayudado sin hacer demasiadas preguntas. El nombre de una mujer cuyo prometido estaba preso en el campo de Mauthausen. Había preferido ser discreto, pero el tiempo se le terminaba. Dentro de tres días tendría que regresar a Berlín, y tal vez el viaje hubiera sido en balde. Quizá llamaría a Dieter Block por la mañana, pero estaba convencido de que ya sería demasiado tarde, que bucear en los archivos no sería tan sencillo, aunque tal vez podrían arreglárselo desde París. Pero no está seguro, lo único que le pasa es que a medida que se acerca el momento de regresar a Berlín se siente más frustrado. Puede que esa mujer ya no viva allí, que se haya mudado a otro sitio después de que a su prometido se lo hubieran llevado detenido. O que se haya hartado de esperar y se haya casado con otro, como el preso temía. Cualquier cosa era posible, incluso que aquel tipo se lo hubiera inventado todo y que la historia del violinista del parque de Luxemburgo se redujera a una casualidad, una coincidencia de esas que ocurren y que a veces uno acaba confundiéndola con el Destino. Seguro que él no era el único músico que había tocado durante la primavera de 1940 junto al estanque del palacio de Luxemburgo. Le había dado tantas vueltas al asunto que estaba temiendo volverse paranoico, que al final alguien terminase por encerrarlo en un sanatorio hasta que se le pasase aquella obsesión absurda por una mujer que ni siquiera sabía si existía.

Arranca un bocado al sándwich y se hace a un lado para dejar sitio a un teniente de la Wehrmacht que se ha acoplado también en la barra. Antes, al abrir la puerta del café, lo ha visto tambalearse, pero no es hasta que el soldado se sienta a su lado cuando ya no le caben dudas de que ha bebido demasiado. Con malos modales, le pide al camarero un vaso de vino. Franz Müller ha retirado el taburete un poco de la barra para poder seguir teniendo una vista amplia de la plaza de la Bastilla. Ha oscurecido hace un rato y la mayoría de la gente se encamina hacia su casa. Espera que el trayecto de la mujer de la fotografía también pase por allí delante. Ni siquiera sabe si trabaja, o su horario. Si hubiera permanecido un rato más aquel preso junto a él tal vez sabría más de su vida, pero también es cierto que, a lo mejor, la foto de su prometida no se habría quedado perdida en la tierra del campo de Mauthausen y él no estaría allí ahora mismo.

Da el último bocado al sándwich despacio mientras el teniente despacha el segundo trago de vino, de un sorbo tan ruidoso que Franz Müller a duras penas tiene que contener una reprimenda. No tiene ningún apego por las cuestiones militares, pero nunca ha soportado los malos modales, y lo poco que sabe de asuntos militares le dice que el comportamiento grosero es impropio de un soldado alemán.

Se levanta y deja un billete en la barra. Va a salir a la calle y tal vez le dé la vuelta a la manzana por última vez, esta sí que va a ser la última, se dice, cuando coge el sombrero que había dejado en un taburete que estaba vacío y se dirige a la puerta. Y es entonces cuando la ve atravesar la plaza, y se queda parado y duda entre sacar la fotografía de la cartera para comprobar si es ella o buscar el servicio para esconderse. Quiere creer que es la misma mujer. Ahora lleva el pelo suelto, no recogido en un moño como en el retrato, pero le gustaría que fuera ella. Entorna los ojos, como si fuera miope o como si al hacerlo pudiera estar seguro de su identidad, y abre la puerta. Piensa que lo mejor es no moverse de donde está, porque ella parece encaminarse precisamente al café. Saca un paquete de tabaco y enciende un pitillo para que tenga una excusa que le permita quedarse allí unos segundos. Aunque no hay viento, hace hueco con las manos para proteger la lumbre, pero en realidad el gesto es para ocultar su rostro cuando la mujer pase y poder mirarla de soslayo. Es ella. Tiene que ser ella porque la fuerza del imán que ahora lo repele es tan fuerte que ha de clavar los pies en la acera para no salir corriendo. No ha hecho nada malo, pero se siente un delincuente, un estafador, un mentiroso. Ya ha encendido el pitillo cuando la mujer pasa junto a él. Le gusta como huele. Se pregunta qué sentiría el preso que perdió o dejó su fotografía abandonada si percibiera ese olor. El recuerdo de los olores a veces es tan intenso, que de repente es como si se pudiera volver atrás en el tiempo, y un hombre no puede olvidar fácilmente el perfume de una mujer de la que ha estado enamorado.

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