Yo soy el violinista que tocaba los domingos en el parque de Luxemburgo, está a punto de decir Franz Müller al preso cuyo nombre no sabe, pero llegará un día en que perturbará la tranquilidad de su sueño, cuando suena la campana y el hombre que había sostenido una foto de su prometida se levanta como un resorte a pesar de su endeblez y se marcha. Se queda mirándolo, la boca abierta pero sin haber dicho nada todavía, y hasta que el preso no se ha alejado ya unos cuantos pasos no es capaz de articular palabra y murmurar, ahora para sí, que él es el violinista.
Yo soy el violinista, se escucha decir, muy bajito, como si también se hablara a sí mismo en lugar de contárselo al preso, como si al decírselo pudiera encontrar un significado a esta piruleta caprichosa del destino que lo había llevado a compartir unos minutos con un hombre que no recordaba haber visto nunca y que no sabía que él era el mismo músico que le había alegrado las mañanas de aquella primavera de 1940 en París.
Deja escapar un largo suspiro Franz Müller, y cuando se pone de pie ya ha salido el resto de los músicos del barracón. La comida ha terminado, pero él sigue sin tener hambre.
Basta una firma en un papel o una orden, un sello del ejército de los estados Unidos para que Anna sea de las pocas privilegiadas en Berlín que tiene permiso para circular por la ciudad después del toque de queda, pueda justificar llevar unas medias bonitas y un traje elegante comprados en el economato del ejército norteamericano o disfrutar de ser invitada a tomar una Coca-cola en cualquiera de los bares a los que a la mayoría de los berlineses no les está permitido ir, ni podrían aunque quisieran, porque haber perdido una guerra y haber estado en el bando de Hitler, además, suponía que el único horizonte posible no fueran más que unas magras pensiones y los cupones de las cartillas de racionamiento con las que las amas de casa alemanas habían de hacer malabares para poner un plato de comida decente a sus familias en la cena.
Hazte visible, le había dicho Bishop después de abandonar el despacho de Marlowe, hacía una semana ya, cuando llegaron a Berlín. Déjate ver. Nunca se sabe quién puede estar mirando. Palabras repetidas a las que le había escuchado cinco años atrás, antes de cruzar los Pirineos para ir a visitar a la familia de Rubén en Sevilla. Aún era demasiado pronto para encontrarse con nadie, para que él supiera que ella estaba en Berlín. Que Müller la encontrase o no era como jugar a la lotería, igual que lanzar bolas al aire. Y para que a uno le tocase la lotería había que comprar varios billetes, jugar con constancia infinita. A ella no le gustaban los juegos de azar, pero sí iba a dejarse ver por los mismos sitios donde Müller había sido visto. Y, si no lo encontraba allí, ella sabría donde hacerlo. Pero no se lo iba a decir todavía. Bishop iba a pedírselo de todos modos, y ella experimentaba un placer perverso al adelantarse a sus órdenes.
Cuando llegaron a Berlín, había un coche esperándolos en la puerta de la estación, pero antes de subir Anna no pudo evitar una punzada en el estómago, un escalofrío incómodo ante la estampa que había delante de sus ojos. Durante su huida de Francia con la Wehrmacht había visto muchos pueblos destruidos, lugares abandonados en los que ya no quedaba nadie, porque no eran más que un montón de escombros, calles enteras que dejaron de existir porque las habían borrado los bombardeos, pero por mucho que había tratado de pensar cómo sería, no había sido capaz de hacerse una composición de Berlín cuando la volviese a ver.
Sin embargo, la gente parecía caminar por la calle como si no hubiera pasado nada. Era por la mañana temprano cuando fueron a las oficinas de la OSS, y los berlineses se dirigían a su trabajo como si muchas calles de la ciudad no fueran otra cosa que un montón de cascotes. En autobús, en coche, caminando, incluso de las bocas de metro veía entrar y salir a la gente Anna. Pero lo que más la alegraba era no encontrarse águilas imperiales ni cruces gamadas. Bastaba un parpadeo para sentir las pisadas de las botas militares sobre el asfalto de la avenida Unter den Linden al desfilar, la voz inflada de gloria del Führer cantando la supremacía aria sobre el resto de las naciones, el odio a los judíos, a los comunistas, a los homosexuales. Ahora solo había banderas norteamericanas, británicas, francesas y soviéticas, y al descubrir algún cartel gigantesco con el retrato de Stalin no pudo evitar preocuparse por el futuro. No era muy descabellado pensar que las cosas podían también no cambiar para mejor.
Bishop se bajó y le abrió la puerta del coche al llegar. Antes de hacerlo miró a un lado y a otro, como si temiese que alguien pudiera seguirlos. Pero antes de salir del tren le había pedido que se colocase un pañuelo en la cabeza y que se pusiera unas gafas.
– Es mejor que nadie te vea todavía. Que no te reconozcan. Póntelos, por si acaso.
Ahora se mostraba más amable. Por las ojeras y el cansancio de su rostro Anna estaba segura de que, a pesar de los cuatro o cinco vasos de bourbon, no había pasado una noche de sueño apacible.
La acompañó hasta la tercera planta del edificio. Un oficinista vestido de uniforme los recibió y les pidió que se sentasen un momento.
Acomodados en unas sillas, los dos miraban al frente, a la puerta del despacho donde alguien los iba a recibir. Anna aprovechó para quitarse las gafas y el pañuelo. En el edificio solo había uniformes norteamericanos. No había civiles. Tal vez ella fuera la única. El ordenanza les indicó que ya podían pasar.
Marlowe estrechó su mano. El saludo a Bishop lo resolvió con un leve movimiento de cabeza. Les indicó que se sentasen.
– Supongo que el comandante Bishop la habrá puesto al corriente de todo.
Se tomó un segundo antes de contestar. Comandante. En otras circunstancias, le habría dedicado una mirada cómplice para felicitarlo por su ascenso, pero no era el momento, y entre ellos ya no era posible ninguna clase de camaradería.
– Espero que sí.
Sintió revolverse a Bishop, incómodo, en su asiento. Marlowe le tendió un dossier abierto desde su lado de la mesa.
Anna miró la foto que estaba encima de los documentos. Algo más delgado que la última vez que lo había visto, era él. De eso no había duda.
– ¿Sabe quién es este hombre?
Ella asintió, tragó saliva, y luego subrayó el gesto: -Desde luego que sí.
– ¿Puede decirme su nombre?
– Franz Müller.
Marlowe la miró. -¿Está segura?
– Absolutamente. Si no fuera así no se habrían tomado ustedes la molestia de ir a buscarme.
El jefe de Bishop le entregó un sobre.
– Ábralo.
Dentro había unos documentos.
– Todavía falta su fotografía, pero eso lo arreglaremos enseguida. Como puede ver, los papeles llevan su nombre, Anna Petersen, con el apellido de su madre. Ni siquiera va a tener que adoptar una identidad secreta.
Anna sonrió por dentro, irónica. Como si lo que fuera a tener que hacer resultase más sencillo.
– En cuanto le hagan la foto y la coloquen en los documentos, podrá moverse sin problemas por Berlín.
– ¿Cuánto durará la misión?
Marlowe se encogió de hombros brevemente.
– Eso dependerá de muchas cosas. Hasta que no se encuentre con Franz Müller y empecemos a averiguar lo que necesitamos no podremos saberlo.
El superior de Bishop se levantó. No había duda de que daba por concluida la entrevista. Pero Anna todavía seguía sentada. Bishop se estaba incorporando, pero se quedó a medio camino. La actitud de Anna lo había cogido desprevenido, aunque tampoco le sorprendía. Estaba seguro de que ella todavía tenía algo que decir, y también estaba seguro de lo que era antes de que abriese la boca.
Читать дальше