Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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El otro sonrió. Se metió la mano en el bolsillo. Anna dio un paso atrás. No era imposible que sacase una navaja. Nunca se sabe. Y ella había sido -y tal vez lo seguía siendo- una agente de la OSS, pero a pesar de que fue adiestrada en la lucha cuerpo a cuerpo nunca tuvo que enfrentarse físicamente con nadie durante sus tiempos de agente doble en París. Y desde aquel entrenamiento había pasado mucho tiempo. Si un tipo borracho le sacaba una navaja lo único que se le ocurría era salir corriendo. Esa era su última opción. Salir corriendo. Quitarse los zapatos de tacón que Bishop le había procurado en un economato del ejército norteamericano para que fueran idénticos a los que llevaban las mujeres berlinesas que podían permitírselo y tratar de llegar hasta un lugar concurrido para pedir auxilio. No iba a resultar sencillo, en realidad estaba convencida de que era prácticamente imposible llegar hasta la avenida. Pero era lo único que podía hacer.

Anna entornó los ojos un instante. Suspiró, para tratar de relajarse antes de echar a correr. Lo hizo despacio, procurando que el suboficial norteamericano beodo no se diese cuenta, más por su borrachera que por la falta de disimulo con que ella había podido esbozar el gesto.

Ya había abierto los ojos y estaba dispuesta a dar la primera zancada hacia la avenida cuando el hombre ya había sacado la mano de la guerrera. Bien mirado, pensó, en otras circunstancias aquello incluso podría haber resultado divertido. Hasta podría haberse echado a reír. Lo que el soldado había buscado con manos torpes no era una pistola para apuntarla o una navaja para rebanarle el cuello, sino una chocolatina perfectamente guardada en su envoltorio, sin abrir todavía. Pero un hombre no sale al frío de la noche detrás de una mujer y la persigue durante tres manzanas con la única intención de rega1arle una chocolatina.

Si había pensado en reírse por la situación, enseguida se puso furiosa. No le agradaba en absoluto la idea de que aquel sargento bebido hubiera pensado que podría acostarse con ella solo por enseñarle una chocolatina. Se quedó mirándolo, y ahora ya no pensaba en huir, sino en darle una bofetada y caminar despacio y con dignidad hasta la puerta de Brandemburgo mientras el suboficial borracho se preguntaba qué le había ocurrido, por qué una muchacha alemana no se dejaba sobar un rato ante la posibilidad de probar la golosina de un soldado del ejército que había ganado la guerra.

– También tengo tabaco -le escuchó decir, y por la forma insistente en que sacudía el paquete de Chesterfield pensó que ya se lo había dicho hace un momento pero que ella, ocupada como estaba primero en calmarse para escapar, luego en darse cuenta de que le ofrecía una chocolatina y más tarde en controlar la rabia que le producía que la quisieran comprar de una forma tan burda y humillante, no se había dado cuenta de que lo que había hecho el sargento era añadir como pago a sus favores, además de la chocolatina, un paquete de tabaco rubio norteamericano.

– Está sin empezar -y el militar parecía tan seguro de su ofrecimiento que había agarrado una mano de Anna para entregarle el paquete-. Anda, preciosa. Cógelo. Aunque no fumes, seguro que podrás cambiarlo por algo que necesites.

Anna retiró el brazo con un movimiento brusco, y el sargento se quedó mirándola un instante, desconcertado.

– Déjame en paz.

Anna había levantado la voz. Se dio cuenta al ver la expresión del soldado. Primero frunció el ceño, al cabo de un instante la miró con asco, justo el tiempo que tardó en comprender que lo despreciaba. Luego se volvió a guardar el paquete de tabaco y la chocolatina en la guerrera, en el orden inverso al que los había sacado. Ella ya se había dado la vuelta y encaraba el trayecto de la calle que le quedaba hasta la avenida, donde tal vez hubiera gente y le resultase menos embarazoso salir airosa del encuentro.

Pero no iba a ser tan fácil. De eso estaba segura antes de dar la vuelta y seguir con su camino.

Primero sintió la mano sobre su hombro. Pesaba tanto que fue como si el sargento hubiera echado todo su peso encima de ella.

Su primer impulso fue gritar, pero pensó que lo único que iba a conseguir era que el otro se enfadase todavía más.

– Déjeme en paz. Por favor.

Se había dado la vuelta, pero la mano del sargento todavía seguía sobre su hombro, una tenaza que la apretaba cada vez más.

– Por favor…

El militar la seguía mirando. Anna se preguntó si sacaría de nuevo la tableta de chocolate y el paquete de tabaco para convencerla, pero lo hacía para no pensar lo que temía, que ahora tal vez no sería tan amable como la primera vez. Le pasó la mano que tenía libre por la cara, le apretó una mejilla, luego le recorrió los labios con los dedos, como si quisiera borrar el resto de carmín. Era como un amante torpe y desconcertado que no sabe cómo tratar a una mujer.

Correr no era una opción posible ya. Anna miró por detrás del hombre por si veía el coche que la había seguido cada noche desde que llegó a Berlín. Qué mala suerte que el mismo día que había conseguido darle esquinazo se hubiera encontrado con aquel tipo.

– Tengo prisa -le dijo, tratando de darse la vuelta-. Me esperan.

La mano del sargento había bajado hasta el escote. Le acarició un seno por encima de la chaqueta. Anna no recordaba haber sentido tanto asco nunca al ser tocada por un hombre. A medida que los dedos se cerraban sobre su pecho el gesto del tipo se iba transformado en una sonrisa torva. Apretaba cada vez más fuerte. Le hacía daño. Ella le agarró la muñeca y trató de echar el cuerpo a un lado para zafarse de él, pero el brazo era como una barra de hierro enorme que no podía mover. A Bishop le había visto una vez hacer algo parecido, en Francia, para escaparse de un colaboracionista que quería retenerlo hasta que llegase la Gestapo, pero acababa de comprobar que no era tan sencillo. Y aquel tipo que la sujetaba y estaba tan furioso pesaba por lo menos cincuenta kilos más que ella.

Estaba a plinto de pedir socorro -la única opción que le quedaba- cuando sintió una bofetada que la hizo tambalearse. Luego el otro la agarró por la chaqueta y Anna sintió cómo se le saltaban un par de botones al tirar. La otra manaza, enorme, maloliente, estaba en su boca. La apretaba para que no pudiese gritar.

No podía concebir que un hombre pudiera tener tanta fuerza. Sin aparente esfuerzo la arrastró hasta un portal oscuro. De un manotazo le arrancó los otros dos botones de la chaqueta que tenía abrochados. Anna le mordió la mano que le sujetaba la boca, pero lo único que consiguió fue enfurecerlo aún más. La segunda bofetada casi la dejó inconsciente. Pero no iba a resignarse a dejarse hacer sin pelear. Ya que había sobrevivido a los nazis en París, a la guerra, y había vuelto a Berlín, no se iba a dejar ganar la partida así como así. Fingiría que se relajaba, y cuando el otro se confiase le clavaría las uñas, le arrancaría la lengua de un mordisco o le aplastaría los testículos. Relajarse era lo único que podía hacer ahora mismo, como si estuviese dormida, relajar los músculos y conseguir que el otro pensara que se dejaba hacer, que disfrutaba incluso.

Cerró los ojos. El sargento la había empujado contra la pared. Escuchó cómo se bajaba la cremallera del pantalón con urgencia. No quiso pensar en su miembro erecto dispuesto a meterse dentro de ella. Tenía que tranquilizarse, como si fuera otra la que estuviese allí, apoyada la espalda en la pared helada y húmeda de un callejón, helada de frío y muerta de miedo. Tenía que dejarlo que se confiase, que estuviera seguro que ella no se iba a resistir.

Ahora le tocaba los pechos por encima del sujetador, y lo escuchó jadear, con más intensidad, más rápido todavía. Con un poco de suerte, tal vez el tipo incluso llegaría al orgasmo antes de penetrarla. A lo mejor así se calmaba y la dejaría en paz. Sintió la manaza de él manipular con torpeza los botones de su falda. Anna tragó saliva. No quería abrir los ojos. Prefería pensar que no era ella, que lo que pasaba era como una película o una novela, y que dentro de un momento la protagonista conseguiría salvarse, o que de pronto aparecería el héroe que la sacaría de aquel apuro.

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