Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Es de noche ya cuando la mujer de Frank Ziereis ordena a los camareros que recojan los platos, los vasos, las mesas y las sillas que han montado en el jardín. Los músicos ya han dejado de tocar, y ahora toman el último vaso de limonada antes de marcharse.

– Esta noche vamos a quedarnos a dormir en el campo -les anuncia el jefe después de hacer un aparte con uno de los oficiales-. Se espera una incursión aérea y se ha cancelado el tren a Unzo No es seguro viajar de noche en camión tampoco. Nos han habilitado un barracón solo para nosotros.

Y a Franz Müller lo que menos le seduce es la idea de tener que pasar la noche allí. En cuanto que se ha ido el sol, el lugar ha dejado de parecerle una de esas imágenes de postal que tal vez sería si no hubiera en lo alto de la colina un campo de prisioneros. Hay mentiras que ni siquiera la noche puede disfrazar.

– Seguramente nos podremos ir mañana. Ya veremos si en tren o si un camión nos llevará de vuelta a Linz.

Todavía están recogiendo los bártulos cuando ya se han marchado casi todos los hombres de uniforme y las mujeres. Es tarde para los niños. El único que aún sigue allí es el crío que ha cumplido once años hoy, la Luger sin balas enfundada en la cartuchera que se ha colgado del cinturón, el gesto serio, como si llevar pistola significase también que habría de adoptar la misma expresión firme, incluso dura, de un militar. Tal vez el destino del niño estuviera ya escrito en su rostro antes incluso de que un oficial amigo de su padre le regalase una pistola, y su vida no pudiera tener otro rumbo que aquel que lo llevase a convertirse en un militar cuando creciera.

Franz Müller se hubiera quedado allí, pensando muchas cosas, si no hubiera visto también a los camareros recoger apresuradamente, pero también con la mayor diligencia posible, los restos de la fiesta. ¿Y ellos? ¿Qué pensarían? A lo mejor les bastaba con sobrevivir otro día, solo un día más que sería un día menos de sufrimiento o una fecha tachada en el calendario que los acercaba tal vez a la libertad. Y esa foto que lleva guardada en el bolsillo no deja de sacudirlo por dentro. Si acaso, lo único bueno que tiene pasar la noche en el campo, piensa, es poder devolver aquel retrato a su dueño, tener unos minutos quizá para poder hablar con aquel prisionero que lo había visto tocar el violín en París. Pero cómo va a ser posible poder hablar con él, si ni siquiera sabe su nombre, si todos los presos son iguales dentro de los muros de Mauthausen. Esto también lo sabe Müller, pero siempre ha sentido debilidad por los sueños imposibles, y pensar que podrá volver a encontrarse con el preso que se ha sentado junto a él esta tarde no va a ser la mayor de las quimeras a partir de ahora.

No lo sabe aún, pero por la mañana volverá a tocar el violín el solo, y luego se marchará a Berlín, y viajará a París, varias veces. Pero, antes de volver al campo, deseará de nuevo no haber estado nunca allí. Todavía no han terminado de recoger los bártulos y los músicos vuelven las caras por un estrépito desigual, metal que suena contra metal, cristales que se rompen, el sonido desagradable de una vajilla rota. Uno de los camareros con la cabeza rapada ha tropezado con una bandeja repleta de copas sucias. Desde el suelo mira a los músicos, las órbitas de los ojos a punto de salirse de las cuencas, los cristales en el suelo, la bandeja más allá, la mano que cubre el codo dolorido por la caída. Tal vez se ha hecho daño porque no se levanta inmediatamente, antes de que alguno de los soldados uniformados que todavía no se ha marchado de la casa vuelva al jardín y la emprenda a palos con él, por haber tropezado, por haber roto las copas y abollado la bandeja de plata, por haberse manchado la chaqueta blanca de vino y de chocolate.

Franz Müller suelta la funda del violín y da un paso para ayudarlo a levantarse antes de que nadie lo vea, recoger los restos de cristal y esconderlos en algún sitio, pero el niño por cuyo cumpleaños han sido contratados los músicos se le adelanta, y el violinista primero piensa que se va a poner a dar voces para llamar a su madre y que vea lo que ha sucedido, pero también espera que el chiquillo al final lo que haga será ayudar al preso que está en el suelo. Pero en los dos razonamientos está equivocado: el crío no va a llamar a su madre para chivarse y tampoco va a ayudar al camarero a levantarse y a esconder los cristales rotos para que no lo castiguen. El niño se ha quedado mirando al camarero, muy serio, la cartuchera en la funda y las piernas ligeramente abiertas, como si fuera uno de esos vaqueros de las películas americanas. El violinista se queda quieto, no quiere creer que lo que ha pensado vaya a suceder, pero desde donde está ve sacar al chaval la Luger, tan grande en sus manos de niño que la estampa se le antoja grotesca, ridícula, y el preso que todavía no se ha levantado, la mano aún en el codo dolorido, los ojos clavados en los del crío que le apunta a su cabeza que él mueve ligeramente, como si al negar pudiera evitar que lo encañonase aunque todavía no sabe siquiera disparar, que le pegue un tiro por haberse tropezado y haber roto la vajilla de su madre. Trata de levantarse el camarero, pero por culpa de los nervios y del vino derramado se cae de nuevo y vuelve a lastimarse el codo. El chiquillo ya tiene el dedo en el gatillo, y Franz Müller lo que quiere es gritar antes de que sea demasiado tarde, empujar al niño, quitarle la pistola y luego darle una bofetada. En ese momento no piensa que, si lo hace, tal vez esa misma noche acabe vistiendo uno de esos trajes de rayas que llevan los presos en el campo, que si le da una bofetada al hijo de un hombre poderoso ni las influencias de su viejo amigo Dieter Block podrán librarlo de un castigo. Pero no piensa en eso cuando ha decidido quitarle al crío la pistola, no piensa en el castigo, sino en que una bala se le escape y dé en el blanco. Pero está demasiado lejos, seis o siete metros al menos, y cuatro o cinco zancadas no pueden ser más rápidas que el dedo que aprieta un gatillo, aunque sea el dedo de un niño.

Sin levantarse aún del suelo, el preso se ha puesto las manos delante de la cara, como si pudiera protegerse así de una bala. Pero el chiquillo ya ha apretado el gatillo, y Franz Müller está gritando, antes de escuchar el estampido, le ha gritado que no al niño, le pide por favor que no dispare y se lamenta por no haberse dado cuenta antes de lo que iba a hacer, por no haber llegado a tiempo. Está a punto de coger al crío por el cuello y tal vez estrangularlo porque ganas no le faltan cuando se da cuenta de que no ha escuchado nada, y el chaval sigue apretando el gatillo, y ahora que está justo detrás de él ve cómo el martillo de la Luger se abre y se cierra en un chasquido siniestro, la pistola sin balas que dispara una y otra vez a la cabeza de un camarero torpe que se sigue cubriendo la cabeza con las manos, preguntándose tal vez por qué todavía sigue vivo o es que a lo mejor ya está muerto y es por eso por lo que no puede escuchar el estampido de los disparos que le han reventado la cabeza.

El crío se ríe. Es lo primero que ve Franz Müller cuando llega a su altura y ha de cerrar las manos muy fuerte para no cogerlo por las solapas y zarandearlo y abofetearlo. Sigue disparando la pistola sin balas y se carcajea, el pequeño diablo, los ojos brillantes, la pistola sujeta ahora con las dos manos, como si de verdad tuviese balas y no quisiera errar ninguno de los tiros. Cuando se da cuenta de que el violinista está a su lado, sigue haciéndolo. Le hace gracia que un hombre que está tirado en el suelo se tape la cara con las manos para que no le alcancen las balas, como si aquello no fuera sino un juego en el que todos participan -todos, incluso el violinista que ahora está a su lado- porque es su cumpleaños.

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