La última frase iba cargada con intención. Bishop no se molestó en disimular que la seguía.
– Estarás bien vigilada. No te preocupes. Nadie podría hacerte daño. Tú sal a la calle. Seguro que al final habrá alguien que te reconocerá, y que luego se lo contará a otra persona y tal vez esa información llegue hasta Franz Müller. Cuando sepa que estás aquí, seguro que querrá verte y hablar contigo. Entonces tal vez puedas convencerlo de que colabore con nosotros.
Ahora los ojos de Anna se ensombrecieron. Que Franz Müller quisiera hablar con ella no estaba tan claro. Habían pasado tantas cosas durante el último año, que ella no podía estar segura de nada, y no iba a contárselo a Bishop. A él menos que a nadie.
Pero era su misión y la iba a cumplir. Para eso había venido a Berlín, para acabar con todo de una vez. La noche de su octavo día en la ciudad era viernes. Después de caminar un rato bordeando Tiergarten, por el sector británico pero a menos de un tiro de piedra del sector soviético, pensó que no le quedaban muchas opciones ya, que incluso Franz Müller podría estar muerto, que Bishop le había mentido otra vez, como entonces, y que la razón por la que estaba en Berlín era otra diferente a aquella por la que la habían traído. Rodeó la Puerta de Brandemburgo, y poco antes de llegar a las ruinas del Reichstag embocó la Luissenstrasse después de cruzar el Spree.
Como en la mayoría de los bares de Berlín, en el club Die blaue Blumen, apenas podía verse a ningún ciudadano alemán, sino una mancha de uniformes marrones del ejército de los Estados Unidos de América. También, a veces, según le había contado Bishop, al club acudía gente que estaba dispuesta a vender secretos. No era imposible encontrarse a Franz Müller allí si estaba dispuesto a entregar su alma al mejor postor. El local estaba en el vértice de las zonas soviética, británica y norteamericana. Y eso significaba que habría homólogos de Bishop acodados en la barra, pescadores pacientes que aguardan que la presa muerda el anzuelo.
Se quedó quieta frente a la cristalera del local, sin decidirse a entrar, buscando una cara conocida. Se sentía como la niña a la que no han invitado a una fiesta, pero aún así no se resiste a ver el bullicio que hay donde no la dejan entrar.
Esa noche no había mucha gente dentro. Cinco hombres de uniforme y uno de paisano. Del tiempo que había pasado en París trabajando para Robert Bishop, conservaba ciertas actitudes de las que sabía que tal vez no podría despojarse nunca, reflejos antiguos. Antes de entrar en el café, volvió a recorrer con la mirada el interior, los rincones menos iluminados, las posibles puertas que daban a cuartos cuya existencia tal vez no podría adivinarse desde la calle, otra salida por si tenía que marcharse a toda prisa sin que nadie pudiera seguirla.
Estaba segura de que si Franz Müller frecuentaba aquel club o la veía por allí no se acercaría a ella, no la abordaría si había un oficial de la OSS tras sus pasos todo el tiempo. Por eso, aquella tarde, quiso cambiar su recorrido, sin mirar, de improviso, para así tener una oportunidad de encontrarse con Franz Müller a solas, sin que hubiera testigos molestos o que en cuanto se encontrase con él algún agente norteamericano se lo llevase para interrogarlo y encerrarlo, y puede que no por ese orden.
Luego estaban los asuntos personales. Su vida. Su propia vida. Las vidas de los dos. Aunque se decía que lo había hecho porque Robert Bishop la había obligado, en el fondo no podía sino reconocer que, llegado un momento, todo lo que sucedió fue por voluntad propia. Esa era la verdad, la única verdad, aunque procurase recordar las palabras de Bishop en París dos años antes, como una rara y pesada letanía, que la disculpase falsamente: un ingeniero alemán del que hay que estar cerca. Se ha fijado en ti. Se comporta a veces como un adolescente enamorado, y eso es algo que no podemos desaprovechar, Anna.
Cada vez que las recordaba, era como si algo le ardiera por dentro, el odio que sentía hacia Bishop se acrecentaba por haberla empujado a hacerlo, y cada vez tenía más calor. Era como arder dentro del abrigo que la protegía del frío de la noche de principios del otoño en Berlín, y ahora más, porque no podía evitar recordarse junto a Franz Müller y, en lo más hondo de sí misma, en un rincón en el que jamás dejaría entrar a nadie, un lugar al que ella misma le costaba visitar, no le quedaba más remedio que reconocer, por poco honesta que quisiera ser consigo misma, que había llegado a estar enamorada de aquel ingeniero.
Tanto se había perdido en sus pensamientos que no había visto salir al hombre del café hasta que estaba en la puerta, a su lado. Llevaba un uniforme marrón, del ejército de los Estados Unidos, un cigarrillo suspendido en los labios y la miraba, muy fijo, desde la entrada.
Se dio la vuelta, procurando no parecer asustada ni dar la impresión de que tenía prisa.
– ¿Adónde vas tan deprisa, preciosa?
Por el modo que arrastraba las palabras supo enseguida que el soldado estaba borracho. No hacía falta que le oliese el aliento ni que viera cómo se tambaleaba al caminar detrás de ella.
No le contestó. Se alejó unos pasos. No había nadie en la calle, pero tampoco tenía por qué pasar nada.
– Espera, no corras.
Anna no corría, pero tampoco esperó. Siguió su camino como si no fuese con ella, pero los pasos del otro la seguían. Lo mejor era no volverse, no hacer nada, como si no se hubiera enterado de que le hablaba a ella. Esperaba que pronto se cansara y volviera dentro del café para resguardarse del frío de Berlín. Pero tal vez el tipo estaba demasiado borracho como para darse cuenta de que hacía mucho frío o le daba lo mismo. Seguía tras ella.
– Espera -lo escuchó decir otra vez, pero ella siguió con su camino, como si nada.
Ahora había apretado el paso un poco. Seguro que el otro se había dado cuenta, porque él también caminaba más deprisa: lo sentía cada vez más cerca.
Podría dar media vuelta y volver al café. Allí dentro había varios soldados. Aunque en los brazos del hombre que la seguía había visto los tres galones de sargento, era posible que ninguno de los militares que estaban en el local tuviese una graduación mayor que el que la seguía. Pero tampoco eso le garantizaba que pudieran o quisieran ayudarla. Podría ser peor, podrían incluso querer divertirse un rato con ella. Embocó la Luissenstrasse para cruzar el Spree de nuevo y llegar hasta la puerta de Brandemburgo. Esperaba que allí, al menos, hubiera más gente, o quizá sentirse más segura por la presencia de otros soldados. Se habría reído si le hubieran dicho alguna vez que sucedería, pero ahora le gustaría tener a Bishop cerca. Pondría firme al hombre que la seguía y le soltaría una reprimenda, con voz autoritaria, tal vez incluso haría que lo encerrasen en un calabozo. Pero Bishop no estaba allí. Estaba ella sola, así que no podía pedir ayuda a nadie.
Respiró hondo Anna. Frenó en seco. Ya no iba a correr más. No le quedaba más remedio que lo que iba a hacer. -Déjame en paz -le dijo al volverse, muy seria. La voz firme, los ojos que echaban fuego.
El sargento estaba a menos de un metro de ella, pero no se detuvo. Todavía se acercó un poco más, hasta que sus cuerpos casi se rozaron.
– Déjame en paz -dijo Anna otra vez, sin que le temblase la voz.
El militar la miraba con los ojos turbios. Era moreno, más cerca de la madurez que de la juventud, tenía el pelo rizado y una panza incipiente se le empezaba a derramar por encima del cinturón.
– Qué bien hablas mi idioma. Tranquila, muñeca, que no te vaya hacer daño.
– De eso puedes estar seguro.
Ella era la primera que no creía en la frase que había soltado. Pero esperaba ingenuamente que tal vez surtiese efecto.
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