Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Intrusos sobrevivientes, pensaba, mientras esperaba fuera de la sala de operaciones. Y se me ocurrían otros. Jugaba a que se me ocurrieran otros. Para no pensar en la operación de Ronie, ni en Juani que seguía sin atender el teléfono. Un stent, un marcapasos, alguna prótesis sofisticada traída especialmente de los Estados Unidos o de Alemania. Un DIU. No, un DIU no, porque en caso de ser una mujer mayor no tendría puesto uno, y en caso de ser una mujer en edad fértil me daba tanta impresión pensarla dentro de una tumba que rechacé el ejemplo. Me preguntaba si siendo cosas de valor como un marcapasos o un stent, antes de enterrar al muerto se los quitarían. Una especie de reciclado. Me extrañaba que nadie me hubiera mencionado ese negocio en La Cascada. Yo no dejaría que le quitaran los clavos a Ronie. Las siliconas también, me di cuenta. Las siliconas son intrusos con posibilidades de supervivencia. Resistirían el entierro, el cuerpo que se vacía de carne, la tierra húmeda, los gusanos. En mi tumba alguien va a encontrar algún día dos globos de silicona. Para lo que sirvieron… En las de casi todas mis vecinas van a encontrar globos también. Me imaginé el cementerio privado donde enterraran a las mujeres de Altos de la Cascada, sembrado de globos de silicona huérfanos de pechos, a unos pocos metros bajo ese césped inmaculado. Huesos, barro y silicona. Y dientes. Y clavos.

Salí al jardín a fumar. Prendí un cigarrillo. Otro. Y otro. Uno más. Llamé otra vez a Juani. No atendió. Tenía que estar en casa. Estará profundamente dormido y no escucha el teléfono, pensé. Quería pensar que estaba profundamente dormido. Pero también podía estar todavía dando vueltas. O estar tirado en alguna parte. O haber llegado y dormir pesadamente, pero no de sueño. De alcohol. O de aquello otro. Me cuesta nombrarla. Marihuana. Cannabis, decía en el informe del American Health and Human Service De partment que me acercó Teresa Scaglia al poco tiempo que supo "del difícil momento por el que están pasando". No, eso no, él me había prometido que no y yo "tengo que creer en mi hijo, porque él puede lograrlo". Eso dijeron los especialistas que contrataron en Altos de la Cascada para apoyar a las familias con "hijos en riesgo", que teníamos que creer en nuestros hijos. Pero ése no era el problema, ellos qué saben. El problema era creer en nosotros mismos.

La operación fue un éxito, según me informó el cirujano. Me habló en el mismo pasillo, con la bata puesta, mientras se quitaba los guantes de látex. Esperé que trajeran a Ronie a la habitación y que volviera de la anestesia. Llamé a casa y esta vez atendió Juani. Le expliqué. Se notaba raro, alerta, era evidente que no dormía. "¿Pasa algo?", le pregunté. "Nada, me duele la cabeza." "¿Qué pasó? ¿Comiste algo que te cayó mal?…" No contestó. "O tomaste algo…" "¿A qué hora volviste?" "Basta, mamá", me interrumpió. "Cualquier cosa, llámame." No llamó.

Entre la anestesia y los calmantes Ronie durmió el resto de la mañana. Yo dormité en un sillón junto a él. Pasado el mediodía bajé a almorzar algo. No llamé a nadie para avisar lo que había pasado. Ni a un cliente. Ni a un amigo. Sonó mi celular varias veces pero verifiqué que no era Juani y no atendí. En un momento pensé en llamar a la guardia del club para avisar dónde estábamos, pero enseguida me di cuenta del sinsentido. Tal vez más que un sinsentido fue un presentimiento. Porque cuando estaba terminando mi almuerzo entró al bar del sanatorio Dorita Llambías, que acababa de visitar a una amiga. Se acercó a mi mesa meneando la cabeza. "¡Qué barbaridad lo que pasó, Virginal ¡Qué me contás!" Agarró mi mano por encima de la mesa y la apretó fuerte. Me di cuenta de que no estaba hablando del accidente de Ronie. "¿De qué me estás hablando, Dorita?" "¿Cómo, vos no sabes nada?", dijo y noté en su voz cierta excitación por ser la portadora de la noticia. Se acercó para hablar. "Anoche hubo un accidente en casa de los Scaglia, un problema eléctrico. El Tano, Gustavo Masotta y Martín Urovich aparecieron ahogados en la pileta. Ahogados no, en realidad electrocutados. Parece que se electrocutaron con un alargue." No terminé de decodificar sus palabras, parecía como si todo lo que nos rodeara se estuviera moviendo alrededor de nosotros. Me agarré de la silla para no caerme. "¡Vos podes creer, gente grande, mojados, andar agarrando cables!" "¿Se electrocutaron los tres?" "Sí, parece que el cable cayó en la pileta y murieron al instante." Como una película en cámara rápida, pasaron por delante de mí las escenas de la noche anterior. La heladera abierta frente a mí, Ronie entrando a casa después de abandonar la cena de todos los jueves en lo del Tano, la escalera, la terraza, la reposera junto a la baranda, mi reposera junto a la de él, el silencio, las luces en la pileta de los Scaglia, los hielos que se caen al piso y se deslizan, el jazz que suena entre el llanto de los álamos, más de su silencio, mi fastidio, su enojo, la caída en la escalera, su llanto. "Pobre Teresa, y los chicos, ¡quién se vuelve a meter en esa pileta ahora!", dijo Dorita. Pensé en Ronie huyendo de esa casa esa noche como si intuyera la tragedia. Ronie, otro intruso sobreviviente. Ronie como sus clavos. "Cuando Dios no está presente, no está, no hay nada que hacerle, mira qué forma estúpida de venir a morirse, ¿no?" "Muy estúpida", le contesté, y me fui a buscar a mi marido.

44

A Ronie le dieron el alta a la misma hora en que los cadáveres de sus amigos marchaban en caravana por la Panamericana hacia el cementerio privado. Por los pasillos del sanatorio Virginia arrastraba sin ayuda la silla de ruedas sobre la que trasladaba a su marido enyesado. Así lo había pedido, que nadie los acompañara. Los caminos del jardín del sanatorio hasta el coche le servirían para prepararse a enfrentar lo que se venía, pensó. Cuando estuvieron delante del auto trabó la silla, se puso delante de Ronie, se agachó de cuclillas frente a él y le agarró las manos. "Tengo que decirte algo." Ronie escuchaba sin decir nada. "Anoche hubo un accidente en la casa de los Scaglia." Ronie negó con la cabeza. "El Tano, Gustavo y Martín murieron electrocutados." "No", dijo Ronie. "Fue un accidente lamentable." "No, no fue…" Ronie intentó pararse, pero cayó inmediatamente sobre la silla. "Tranquilízate, Ronie." "No, no es así, yo sé que no es así." Lloró. "El jardinero los descubrió ayer a la mañana en el fondo de la pileta." Ronie intentó pararse otra vez, Virginia se lo impidió. "Ronie, no podes apoyar la pierna, por la…" "Llévame al cementerio", la interrumpió. "No te va a hacer bien." "Llévame al cementerio o voy caminando." Esta vez se paró. Virginia apenas pudo conseguir que no caminara. "¿Estás seguro de que querés ir?" "Muy seguro." "Entonces vamos juntos", dijo. Ayudó a subir a su marido al auto, luego metió la silla en el baúl, se sentó al volante junto a Ronie, lo miró, le acarició la cara y arrancó a cumplir con su pedido.

45

Era un día de sol. La primavera se había instalado en los tulipaneros todavía sin hojas pero repletos de grandes flores violeta. Algunos estacionamos sobre la banquina. Quince minutos antes de la hora anunciada el estacionamiento interno ya estaba completo, por lo que habían dispuesto guardias al costado de la ruta para que pudiéramos dejar nuestros autos con tranquilidad. "No te había reconocido. ¿Cambiaste la camioneta?" Estábamos todos. Si es por nombrar, es más fácil enumerar a los ausentes. Los Laurido, de viaje por Europa, "encontras ofertas tiradas con esto que pasó con las Torres Gemelas, la gente quedó paranoica, te tiran los hoteles a precios increíbles, hay que aprovechar"; los Ayala, de visita en lo de su hijo, en Bariloche; Clarita Buzzette, que acababa de salir de una neumonía. Había ido también el plantel completo del personal administrativo de Altos de la Cascada, los profesores de tenis, el starter de golf. Nunca nos había pasado algo semejante. Nunca tanta desgracia junta adentro. "No se puede creer…" "Pobre Teresa…" "Fue una descarga eléctrica, ¿no?"

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