Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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A las ocho menos diez apagó la computadora y fue a desayunar. Teresa, en bata, le servía el café con leche a los chicos. Del desayuno se ocupaba siempre ella, mientras la empleada daba vueltas alrededor por si faltaba algo. "¿Alguien quiere una tostada más…?" Nadie respondió, pero Teresa puso igual dos rodajas más en la tostadora. Se acercó a la mesada y tomó un folleto. Una promoción para viajar a Maui, hotel cinco estrellas, all inclusive, opcional una noche en Honolulú. El Tano miró el folleto. No leyó, sólo vio. Celeste y verde. "Pedile a tu secretaria que nos averigüe un poco." "Okey." Guardó el folleto en su portafolio. "Estaría bueno… ¿no? La otra es que vayamos otra vez a Bal Harbour o Sarasota, pero me da ganas de conocer algo nuevo. ¿Cuántas veces fuimos a Miami ya?"

Los chicos subieron al Land Rover. El Tano los dejó de pasada en el colegio y siguió para la oficina. Como todas las mañanas. Un camión había volcado sobre la mano contraria, la que va hacia provincia. Ambulancia, grúa de la autopista, dos coches estrellados contra el camión, la policía, alguien que se agarraba la cabeza. La curiosidad de los que compartían con él la mano hacia Capital lo obligó a disminuir la velocidad y le llevó veinte minutos más que lo habitual llegar a la oficina. Dejó el auto en la calle. Ya no lo subía a la cochera, demasiado trámite por un par de horas que estaba en la empresa. Además le habían cambiado su cochera por una lateral, junto a la caldera. El auto entraba demasiado justo en ese espacio, la pared mostraba los raspones de quienes lo habían intentado. El Tano no. Y estaba el custodio de Troost, el que levantaba la barrera para que los autos entraran o salieran, que lo seguía mirando raro, como no lo miraba antes, pero no se atrevía a ponerle nombre a esa mirada. Prefería el estacionamiento de cortesía, sobre la vereda. Aunque fuera para visitas. Cerró el auto y entró. Caminó los cincuenta y ocho pasos que le tomaba recorrer el camino que se abría frente a él, desde que empujaba la puerta de entrada, hasta que llegaba a su nueva oficina. Esa más chica, pero digna. La que le habían asignado después de su retiro. Cincuenta y ocho y unos dedos. Los había empezado a contar poco después del día que dejó de ser el Gerente General de Troost. Nunca antes en su vida de adulto había contado sus propios pasos. Cuando era chico sí, sabía exactamente los pasos que separaban su cuarto de cada lugar de la casa. Pero de grande no, nunca. Antes tenía demasiado en qué pensar mientras caminaba, las finanzas de la empresa, los due diligence con la casa matriz, las regalías que les iba a girar a los holandeses, los bonos con que los holandeses le agradecerían las regalías. Sin contar que siempre se le cruzaba alguien en el pasillo con papeles para firmar, alguna consulta impostergable o un llamado en espera. Pero después de su retiro todo cambió. No fue el primer día, ni el segundo, algunas cosas cambian sutil y paulatinamente. Pero hubo un cierto día en que el Tano abrió esa puerta, miró, empezó a caminar esos pasos que todavía no había contado, y fue distinto. Buscó casi con desesperación en su cabeza, como si fuera un fichero, algo, un tema pendiente, un reproche, una reunión que debía cancelar, una reunión a la que no podía faltar, una preocupación concreta. Las fichas estaban en blanco, la gente a su alrededor hacía lo suyo, algún saludo al paso, una sonrisa, una mirada. Bajó la suya y se encontró con sus zapatos. Cincuenta y ocho pasos y cuatro dedos exactos, incluida la escalera. En esos últimos meses, sentado en su nuevo escritorio, mientras esperaba que el teléfono sonara, que alguien entrara e interrumpiera su paciente espera, o que un mail le dijera que otra vez era necesario para alguien, quien fuera, se preguntó muchas veces cuántos pasos habrán sido los que dio cada día de los últimos años desde que entraba en la empresa hasta el escritorio de su otra oficina, la que ya no era suya, la de Gerente General. Especuló que deberían ser más de sesenta y cinco y no más de setenta y uno. Sobre un papel, unos días atrás, había dibujado en escala la oficina completa y calculado los pasos aproximados. Pero no los había caminado. Porque ahora su camino, el que estaba andando esa mañana, llevaba a otro lugar. En el paso cuarenta y seis estaba el escritorio de Andrea, su ex secretaria, que hablaba por teléfono con alguien evidentemente muy insistente. El Tano la saludó, y en su afán de no interrumpirla ni interrumpirse, clavó la mirada en sus zapatos, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y no se dio cuenta de que Andrea, sin dejar de hablar al tubo, trataba de detenerlo con gestos que se perdían en el aire. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Frente a la puerta de su nueva oficina, el Tano abrió su portafolio y buscó la llave. Revolvió entre sus papeles, era una de esas llaves chiquitas que no están pensadas para dar seguridad sino intimidad, y de la que Andrea tenía una copia. Tocó algo de metal, tal vez la llave pero no llegó a sacarla. La puerta se abrió desde adentro y le dio en la frente. El portafolio cayó al piso y se desparramaron los papeles. " Oh, sorry!", dijo alguien en un inglés aprendido. La puerta quedó abierta y el Tano pudo ver adentro a otros tres hombres instalados en su escritorio. El escritorio estaba lleno de papeles desplegados. Pocillos de café. Calculadoras. Una note-book. Los hombres trabajaban. Alguno dijo algo en holandés, y los otros rieron. No hablaban de él. Ni siquiera lo habían visto. Sólo el que lo había golpeado. "I'm so sorry." El Tano se agachó a juntar los papeles y se chocó con Andrea, que ya los estaba juntando detrás de él. "No tuve tiempo de avisarte." El holandés también se agachó a ayudarlos. Los tres quedaron en cuclillas. "Son los nuevos auditores de Troost en Holanda, y me pidieron de Casa Central que los ubique en una oficina." "Niceplace", dijo el que lo había golpeado mientras levantaba del piso el folleto de Maui y se lo alcanzaba al Tano. "Yo les dije que no había ninguna libre, pero insistieron, y llamó el abogado, dijo que te diga que habían arreglado por unos meses y pasó más de un año… tengo tus papeles en una caja… Si tenes que hacer llamados te dejo un rato mi escritorio. En serio, mira que no hay problema."

"Niceplace", volvió a insistir el holandés con el folleto de Maui todavía en la mano.

31

La primera invitación formal de los Llambías a los Urovich fue poco después de que Beto Llambías se enterara de que Martín estaba desempleado y con graves problemas económicos. Los invitaron a comer un chivito que él mismo había hecho traer del campo para la ocasión. Y los Urovich fueron puntuales: nueve y media estaban tocando el timbre de una de las casas más grandes y llamativas de Altos de la Cascada, con dos grandes columnas en la entrada, escalera de mármol que se ve a través de la puerta vidriada, y balaustrada en todas las ventanas. El chivito lo hizo un asador, y durante toda la noche dos empleadas acercaron y retiraron cosas de la mesa con la naturalidad de un actor que repite la misma obra durante varias temporadas. "Mario es un fenómeno", le dijo Beto aquella vez señalando al señor que trabajaba en la parrilla, "por cincuenta pesos te hace el mejor asado que hayas comido en tu vida, y vos no te tenés que preocupar ni por prender el carbón, ¿no es cierto, Marito?". Y Llambías levantó la copa hacia la parrilla pidiendo un brindis. "Que cada uno haga lo que sepa hacer, ¿no te parece?", y esta vez brindó con Martín.

A aquella primera invitación siguieron muchas, de todo tipo y costo, todas las imaginables. Torneo de Copa Davis en el palco oficial, salir a volar en el ultraliviano de los Llambías, recital de algún cantante extranjero, el que fuera, fin de semana en Punta del Este. Martín no estaba de acuerdo en aceptar tantos programas que ellos nunca podrían retribuir, pero Lala insistía, "hay que dejarse querer", decía, y esas salidas la ponían de tan buen humor que él terminó aceptándolas casi sin cuestionar. Así fue como los Urovich experimentaron por un tiempo la fantasía no sólo de que nada había cambiado sino de que su situación estaba mejor que nunca. A los pocos meses los dos matrimonios, más que amigos, parecían parte de una misma familia. Los Llambías ya no tenían hijos pequeños que vivieran con ellos, pero nunca tuvieron problema en integrar a los hijos de los Urovich cuando el programa lo aceptaba. Siempre les sobraba alguna empleada que se podía ocupar de ellos. Hasta les habían armado en su casa un cuarto con televisión y video para que los chicos no molestaran.

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