Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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No hubo fiesta de despedida. El Tano no quiso. Además, él seguiría vinculado a la empresa como asesor externo un par de meses. Podría usar el teléfono, imprimirse nuevas tarjetas reemplazando el "Gerente General" por "Asesor", o Chief Staff, lo que él prefiriese, pedirle pequeñas tareas a la que había sido su secretaria, instalarse part time en una de las oficinas. No en la suya, en otra, más pequeña pero digna, para evitar dobles mensajes al personal que quedaba, según le dijeron. Desde allí manejaría su reinserción en el mercado. Todo eso fue también parte de la negociación. "Es más fácil conseguir trabajo teniendo trabajo", dijo el abogado. Y el Tano sabía que era así, siempre fue así. Él mismo, cuando tenía que elegir a alguien para su empresa, desconfiaba de los que no tenían trabajo, se preguntaba sobre los verdaderos motivos de su renuncia o despido, más allá de la versión oficial. Su padre, un inmigrante que llegó a tener una fábrica metalúrgica de cierta envergadura, siempre decía: "No consiguen trabajo los que no quieren o los que les falta capacidad". Y el Tano era capaz, y había estudiado muy duro, y le gustaba su trabajo. Era ingeniero industrial. Su padre lloró por primera y única vez delante de él el día que le dieron el diploma. Y ésta era la primera vez en la vida del Tano en que dejaba un trabajo sin tener otro. Y que sentía ganas de llorar. Él. Pero no lloró.

Sacó el Land Rover de la cochera y recorrió el camino hacia la rampa como había hecho los últimos ocho años. Cuando llegó a la barrera de salida, el custodio lo saludó. "Que tenga buenas tardes, ingeniero Scaglia", dijo. El mismo saludo cordial de siempre. Pero el Tano lo sintió diferente. Quizá fue la mirada. O el tono. Tal vez apenas una respiración diferente. No sabía qué. Lo que sí sabía era que fue distinto, fue otro. No podía no ser otro. Porque ese custodio tenía algo que él ya no tenía. Y los dos lo sabían.

Como todas las tardes, tomó Lugones, General Paz, Panamericana, y recién ahí sintió que el aire empezaba a cambiar. Pasó por todas las FM y no se enganchó con la música. Cambió a la AM. "El presidente declaró estar muy preocupado por las inundaciones en Santiago del Estero y Catamarca." El Tano cambió el dial y lo sintonizó en las apreciaciones de un analista político sobre las futuras elecciones para la jefatura del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Recordó que en pocos días tendría que votar; a pesar de que hacía años que vivía en La Cascada, nunca había hecho el cambio de domicilio, seguía votando en Caballito, como toda la vida. Escuchó las declaraciones de un ex ministro de Economía en carrera para ocupar ese puesto. El Tano pensó que lo votaría. Los capitales extranjeros le tienen confianza, pensó, y a él eso le convenía porque tal vez entonces su empresa, o la que había sido su empresa hasta esa tarde, volvería a apostar a esta plaza. Y si no era esa empresa, podía ser otra, lo importante era que afuera siguieran creyendo en el país, siguieran invirtiendo. Estaba seguro de que no le llevaría demasiado tiempo conseguir otro trabajo. La cosa no estaba fácil pero él tenía muchos contactos, un master afuera, un curriculum impecable y una edad todavía manejable: cuarenta y un años. Apretó un botón y otra vez el analista político, pero ahora entrevistando a un candidato que todas las encuestas daban como seguro perdedor. El Tano se quedó pensando en él. Alguien seguro de su fracaso, fingiendo. Lo pensó con su mujer y sus hijos si los tuviera, no sabía si los tenía, lo pensó queriéndose dormir y no pudiendo, lo pensó yendo a votar, lo pensó hablando en algún programa que no hubiera conseguido a un candidato con más posibilidades, simulando ignorar la certeza de su derrota.

Todavía no le diría nada a Teresa. No hacía falta, si la realidad era que él seguiría yendo a la empresa, casi como hasta entonces. Si esperaba un tiempo hasta podría decírselo con una oferta de trabajo concreta, o quizá con un trabajo nuevo. Teresa se altera de nada, pensó. La indemnización les permitiría mantener la misma vida que habían llevado hasta entonces sin tocar sus ahorros. Tampoco era bueno que se enteraran los chicos. Y Teresa no sabía guardar ese tipo de secretos. Otra vez tocó el dial. "El presidente dijo que la situación en las zonas inundadas es muy grave." Buscó cualquier música en una FM.

Cien metros más adelante ya se veía la entrada a La Cascada. Puso la tarjeta frente al lector de la barrera, que se abrió dándole paso. Saludó al guardia de seguridad apostado en la entrada. Y ya adentro, se sintió relajado, por primera vez en la tarde. Por primera vez desde que escuchó: "I'm so sorry but… business are bu siness". Los árboles seguían de un color verde intenso, a pesar de que era otoño. En pocos días, la arboleda que recorría lentamente con su Land Rover enrojecería y se mancharía de amarillo. Bajó las ventanillas y se sacó el cinturón para disfrutar más aún de esas cuadras que lo separaban de su casa. Era una tarde serena y cálida. Antes de cenar saldría a correr, como todos días. Y no le diría nada a Teresa. Era lo mejor. Avanzaba por la calle principal bordeando la cancha de golf sobre la que empezaba a caer la tarde, algunos adolescentes paseaban en bicicleta, una empleada luchaba con un chico que no quería pedalear en su triciclo. Se cruzó con Carla Masotta, que salía del club. A Gustavo tampoco le contaría por el momento. A nadie. Tal vez en unos días, Gustavo estaba relacionado con algunos head hunters y era un buen contacto a quien tirarle un par de currículums. Pero por el momento no. Dejó perder su vista en el verde que lo rodeaba a un lado y al otro del camino. Supo que allí nada había cambiado. La Cascada era la misma que había dejado esa mañana, cuando salió para ser Gerente General de Troost SA por última vez.

Definitivamente, no tenía por qué contarle a nadie.

24

En otoño la hierba bermuda se pone amarilla. No se seca, no se muere, sólo se guarda en reposo para el verano, cuando el pasto se pone verde otra vez, y se reinicia el ciclo. Mientras tanto hay dos opciones. Al menos en Altos de la Cascada manejamos dos opciones. La primera es buscar el color en otro lado: liquidámbares dorados y rojos, robles amarronados, ginkgos biloba amarillos, rhus typhina color fuego. Pero si el intento no logra ser más que eso, y es vano, y es estéril, si la mirada se posa una y otra vez sobre la bermuda descolorida y eso altera a quien contempla, lo irrita, o hasta lo deprime, entonces no cabe la primera opción. Y la segunda es el ryegrass, un pasto que dura una temporada, de un color falso de tan intenso, como las manzanas de frigorífico, o los pollos engordados a fuerza de luz eléctrica. Pero impecable; más que pasto, una alfombra.

Ese año no era un año para el ryegrass en casa de los Urovich. Avanzaba el 2000, habíamos cambiado de presidente. En diciembre de 1999, en su discurso de asunción del cargo, según dicen el primer discurso que le escribió uno de sus hijos, había puesto énfasis en controlar el déficit fiscal y prometido que una vez controlado bajaría el desempleo por las nuevas inversiones. Llegó el otoño pero no las inversiones ni el empleo, y Martín seguía sin conseguir trabajo. Lala, casi llorando, se lo dijo a Teresa una tarde en que había ido con sus peones a sacar plantas marchitas de su cantero. "No lo aguanto más, ¿sabes lo que es tenerlo metido todo el día en casa?" Teresa entendía, pero sabía que todo iba a ser peor si además el pasto se ponía amarillo. Se la llevó a un costado, lo suficientemente lejos como para que no escuchara el peón que desmalezaba arrodillado en la tierra. "Hace como te parezca, Lala, pero en tres semanas la bermuda se seca y te arruina todo el parque." Y volvió junto al peón: "¡No…, mi Dios… José, eso no es un yuyo! ¡Eso es un penissetuml" . Teresa lo corrió y peinó con los dedos la planta. Lala se acercó a ver al penissetum. Teresa le sonrió y dijo por lo bajo: "Es una lucha, se lo explicas veinticinco veces y no hay caso".

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