Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Escribí Litman sin levantar la cabeza. Sentí que un calor me subía por la cara mientras se repetía en mi cabeza, involuntariamente, "ni un Isaac, ni una Judith". Calor de verdad impúdica. "Estoy muy contenta de venirnos a vivir a Altos de la Cascada ", me dijo y tuve que mirarla. Me sonreía.

Unos meses más tarde me volvió a llamar Lila Laforgue. "Te dije que eran paisanos." "¿Ah, sí?", me hice la desentendida. "Lo vi al nene bañándose en la pileta, desnudo. Tiene el pito cortado."

20

La llaman a comer cien veces. Pero no baja. Ramona no baja, porque ella se llama así, aunque se lo hayan cambiado por Romina. No en el documento, ahí no pudieron. Pero hasta la anotaron en el colegio así. Romina Andrade. Todos le dicen Romina. Menos Juani, porque ella se lo pidió. Le contó que cuando nació le pusieron Ramona, su mamá, de quien casi no puede recordar la cara. Juani le dice Rama, una mezcla, para que "mamá", la que ahora la obliga a llamarla así, no se dé cuenta. Se ve que le gusta llamar a las cosas por lo que no son, piensa Romina. Ni yo soy Romina ni Mariana es mi mamá. Las dos lo saben, aunque Mariana la obligue a contestar "sí, mamá", o "no, mamá". Ni siquiera le permite contestar como todos los chicos "sí", o "no", o mover la cabeza. Mariana terminó consiguiendo la respuesta completa a fuerza de cachetazo. Pero el cachetazo no es lo que más le duele. Le duele más que le haya robado a Pedro. Pedro ya no sabe quién es Ramona. Tampoco quiere que ella le cuente nada de lo que se acuerda, hasta le molesta. "No me mientas más, nena", le dice, y sale pateando su pelota de rugby. Y ella lo quiere igual, más que a nada en el mundo, aunque él no sepa quién es.

Si Romina llevara un diario no lo escribiría todos los días, de eso está segura. Un diario diario sería la muerte de aburrido, piensa. Hay días en que en este lugar (y mi vida transcurre en este lugar) no pasa nada: "me levanté, desayuné con la mujer que me adoptó, que se iba a un torneo de tenis, me contó que llevaba dos raquetas por si le saltaba el encordado con su potente passing shot, tuve dos exámenes, una hora libre, me indispuse en el tercer recreo, volví a casa con la mamá de Valeria, que jugó el torneo con la que se dice la mía (le saltó nomás el encordado) pero volvió antes porque quedó eliminada en cuartos de final, miré tele, mi hermanito me rompió las bolas, cené sola en mi cuarto, me fui a dormir, fin." Nadie puede perder el tiempo escribiendo la nada. Eso no quiere Romina. La nada. Romina no sabe qué quiere, pero eso no. "La nada que la escriba otro." Y a sus catorce años, o quince, el juez nunca supo bien su fecha real de nacimiento, ya tiene claro que no es lo mismo contar que vivir. Es más difícil contar. Vivir se vive y ya. Para contar hay que ordenar y a ella le está faltando eso, ordenar, por dentro, las ideas, lo que le pasa. El cuarto por suerte se lo ordena Antonia. Pero en el resto de su vida siente que todo está mezclado. Se siente parada sobre una bomba de tiempo. Y una bomba de tiempo algún día estalla.

Anoche casi estalla. Fue a una fiesta en el country de Natalia Wolf. A dos puentes de Altos de la Casca da. Tomó cerveza, mucha cerveza, toda la cerveza. A las cuatro de la mañana vomitó. Varios vomitaron, no fue la única. Juani no, se había ido temprano. Llamó a Carlos, el remisero "de confianza", el único al que "mamá" la deja llamar. Carlos la tuvo que subir al auto. No era la primera vez. Romina iba en el asiento de atrás, hacía calor y el olor a vómito la volteaba. Le pidió a Carlos que prendiera el aire, no funcionaba, se sacó la camisa, "total un corpiño es como una bikini", pensó. Tiró la camisa por la ventana para que no siguiera dando olor. Se miró. "Más grande que una bikini en este caso", pensó. "Y el tipo mira para adelante, y a quién le importa si tengo dos tetas que no existen." Se quedó dormida. Cuando llegaron a las rejas de entrada, el guardia se asustó y llamó a su padre. Le dijo que estuviera atento, "la señorita Andrade ingresó al country y va en viaje a su unidad, desnuda y, aparentemente, drogada". "No me drogué", les dijo Romina cuando Mariana y Ernesto la increparon. "El guardia dijo que entraste drogada y desnuda." "En corpiño sí, drogada no." "El guardia dice que sí." "El guardia es un pelotudo que nunca vio de cerca un porro." Ernesto le dio un cachetazo. Tambaleó. Pero no estaba drogada. Había tomado mucha cerveza. Eso sí. Pero ella no se droga. Fumó dos o tres veces marihuana, pero la última le había pegado mal, y no volvió a probar. Con la cerveza alcanza, no necesita más. El gin también le gusta. Menos, pero le gusta. Sobre todo el que esconde Ernesto en el dressoir del living. Vodka, a veces, muy pocas veces. Otra cosa no.

La llaman a comer otra vez. Antonia le dice que baje, que "mamá está furiosa". Y "mamá" furiosa mete miedo.

21

Un tiempo después de haberse mudado a Altos de la Cascada, Carla aceptó la sugerencia de Gustavo y se anotó en el curso de Bellas Artes que se dictaba en el house del club, los miércoles a las dos de la tarde. Gustavo venía insistiendo desde hacía un tiempo. No le preocupaba que su mujer desarrollara ninguna habilidad especial para la pintura, que por otra parte no tenía, sino que lograra integrarse, "hacer amigas para ir armando una vida social nueva", según sus propias palabras. Una vida social diferente de aquella de la que venían huyendo. El Tano le había pasado el dato del curso. Carla hubiera preferido ir a la Capi tal y terminar su carrera inconclusa, arquitectura, pero Gustavo no estaba de acuerdo. "Vas a hacer un sacrificio tremendo, a vos siempre te resultó muy difícil la carrera. Y cuando tengamos el primer hijo largas todo, yo te conozco." Ella sabía que el hijo era una promesa que él no podía hacerle. Pero terminar la carrera era una promesa que ella tampoco estaba segura de cumplir.

Mientras Carla apenas si conocía a dos o tres mujeres de amigos de Gustavo, él ya estaba totalmente integrado. Para Gustavo era más fácil, le gustaba el deporte, y eso en Altos de la Cascada allana el camino a la amistad. También los hijos allanan el camino. Pero hijos no había. Carla era muy distinta de Gustavo. Tímida, retraída, casi temerosa de los demás. Varias veces conocidos de Gustavo intentaron integrarla invitándola a distintos eventos, pero ella siempre encontraba una excusa. Le quedaban sólo dos amigas de su época del colegio, una vivía en Bariloche y la otra no sabía dónde, porque desde que Gustavo había discutido con violencia con su marido ya ni se acordaba por qué, no habían vuelto a verse. Y los demás, siempre fueron relaciones de Gustavo. La tendencia a la reclusión de Carla se acentuó después de que perdieron un embarazo de cinco meses, la vez que más duró un hijo dentro de su cuerpo, y de lo que ninguno de los dos quería hablar.

El miércoles a las dos de la tarde Carla partió hacia su primera clase de pintura. La profesora, Liliana Richards, que también vivía en Altos de la Cascada, le presentó al resto del grupo. Parecía que se conocían de toda la vida, aunque con el tiempo Carla supo que la mayoría de ellas no llevaba en La Cascada más que dos o tres años. A algunas de las mujeres las conocía de vista. Las debía haber cruzado en la proveeduría, o en el restaurante del house, ya que otros lugares del barrio ella no frecuentaba. Con algunas creía haber estado cenando una noche, en casa de los Scaglia. Liliana hizo para Carla una breve introducción sobre las técnicas que estaban aplicando, y se encargó de aclarar que lo que se hacía en su taller no eran "pátinas, ni decoupage, ni esténciles, ni ninguna de esas técnicas menores". En su taller se hacían "cuadros". Y a Carla le sorprendió la palabra utilizada. Carmen Insúa interrumpió: "Ah, hablando de cuadros, tenés que venir a ver el Labaké que me compré, Lili".

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