Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Mientras preparaba los papeles de la reserva, lo observé caminando por el parque; respiraba profundo, como si quisiera tomarse todo ese aire. Un hombre solo, que acababa de elegir la casa que iba a compartir con su esposa, que no necesitaba convalidar con ella su decisión, pero a la vez absolutamente pendiente de que fuera de su agrado hasta en el último detalle.

Entró en la casa y se desplomó en una silla junto a mí. Firmamos la reserva, le tomé una seña y le informé cuánto era mi comisión. Quiso pagarla en el momento, le dije que no, que yo recién esa noche o al día siguiente me comunicaría con el dueño y que si estaba todo en orden la semana próxima podrían firmar el contrato de alquiler, y cancelar el resto. "Me quiero mudar este fin de semana." "Bueno, hay que terminar el papelerío, limpiar la casa a fondo, el dueño tendrá que sacar algunas cosas." "Yo me ocupo de la limpieza. Y que deje lo que quiera, a mí no me molesta." "Voy a hacer lo posible." "Me tengo que mudar cuanto antes." No fue un ruego. Lo dijo con firmeza. Me hizo recordar aquella firmeza con la que el Tano Scaglia me había dicho años atrás que quería el terreno donde hizo su casa y no otro, ningún otro. Pero, aunque firmes, los dos tenían actitudes muy distintas. Gustavo no tenía la misma calma, no estaba seguro de que conseguiría lo que quería. En su firmeza había desconfianza y dolor. En la del Tano no. Sin embargo, había algo en Gustavo Masotta que me hacía acordar al Tano Scaglia, algo que los hacía acercarse como imanes, parecerse a pesar de ser distintos. "De casualidad, ¿jugás al tenis vos?", le dije de camino a la salida. "Jugaba, mucho, antes de casarme, fui federado." "Entonces, cuando te instales avísame, que tengo alguien para presentarte, el Tano Scaglia, un socio que juega un tenis espectacular y no encuentra rival a su altura." "Espero no defraudar sus expectativas", dijo, y me sonó a falsa modestia. "Me va a venir bien, necesito conocer gente nueva." "Sí, cuando te venís a vivir acá siempre necesitas conocer gente nueva. A todos nos pasó. Los demás, los amigos de antes, quedan demasiado lejos." Me miró, sonrió, y luego otra vez se perdió con la mirada a través de la ventanilla. Yo lo miraba de reojo y me preguntaba si realmente me habría olvidado el celular o si habría sido todo una escena montada por Gustavo, que necesitaba alquilar una casa esa misma tarde. Y no tuve dudas de cuál era la respuesta.

17

Eran las once de la mañana y Carmen seguía en la cama. No juntaba fuerzas para levantarse. Se había dormido con las imágenes del noticiero que mostraba el avión que no podía levantar vuelo, correteaba por la costanera y se estrellaba contra el driving de la Asociación de Golf. El mismo driving donde juega Alfredo todos los viernes, había pensado. Cerca de cien muertos, le pareció escuchar. Terminó durmiéndose, pero la perspectiva de enfrentar esa mañana se le venía encima con todo su peso. La mucama, otra, la que la servía en ese momento, golpeó en el marco de la puerta y desde el pasillo dijo: "¿Le traigo el desayuno, señora?", por tercera vez en lo que iba de la mañana. Carmen se dio por vencida, se levantó y se fue a bañar. "Alcánzame una copa de Rutini al baño." Otra vez estaba intentado dejar el cigarrillo, y en lugar de comer más, como le pasó cuando lo dejó por primera vez, no podía levantarse sin tomar un vaso de vino. Menos esa mañana. Abrió la ducha y se metió bajo el agua caliente. Las primeras gotas le dolieron sobre el cuerpo. Por la ventana se veía el jardín, el sol ya había derretido la escarcha de la mañana. Pensó a qué dedicaría el resto del día. No se le ocurrió nada demasiado atractivo. Lo único que había aprendido a hacer en sus años en La Cascada era jugar al burako, antes no sabía, y le encantó hacerlo, pero desde hacía un tiempo ese juego ya no la divertía. No le interesaba más armar escaleras. Como el tejido para otras mujeres, colocar las fichas sobre la mesa le sonaba a engaño, la inutilidad disfrazada de otra cosa por tener las manos ocupadas. Durante años fue postergando distintas actividades, convenciéndose de que las haría cuando sus hijos fueran todo el día al colegio. Creía que entonces se tomaría revancha y tendría la oportunidad de llevar a cabo sus propios proyectos. Pero los mellizos estaban a punto de terminar el secundario y todavía Carmen no terminaba de definir qué proyecto encarar primero. Le gustaba la decoración de interiores, pero los cursos que se daban en institutos terciarios a Alfredo le parecían "de poco vuelo, tirar la plata". Le gustaba dibujar y pintar. Tal vez fuera el momento de anotarse en las clases de pintura de Liliana Richard. O tal vez fuera mejor dejarlo para dentro de unos meses. No estaba segura. También le gustaba psicología. Nunca se había analizado, pero le había empezado a interesar el tema después de charlar en un par de sesiones con una psicóloga cuando la vaciaron. Histerectomía total, había dicho el médico, y ella nunca había escuchado esas palabras, pero sabía de qué le estaban hablando. Desde la operación no había vuelto a ayudar en el comedor de Santa María de los Tigrecitos. "Anda, te va a hacer bien", decía Alfredo. Pero ella no volvió. Le hubiera gustado ser psicóloga. O estudiar Counseling, una carrera más corta, como Sandra Levinas. Eso a Alfredo le parecería bien. A su marido le caía bien Sandra Levinas, decía que era "mona". Pero para cualquiera de las opciones, antes tenía que rendir las materias que le habían quedado del secundario, y como nadie sabía que no lo había terminado, ni siquiera Alfredo, era muy difícil hacerlo sin levantar sospechas.

A las doce bajó al jardín. Puso una reposera frente al sol, y se tiró a leer la revista de decoración que le llegaba todos los meses. A las doce y media apareció la mucama y preguntó: "¿La señora qué va a almorzar?". Carmen pidió una ensalada de lechuga y berro. "Traémela acá", le gritó cuando la mujer ya casi entraba en la casa. La mucama volvió a los diez minutos con la bandeja. Llevaba una ensaladera de tamaño mediano con las verduras elegidas condimentadas con oliva y aceto balsámico, "como le gusta a la señora", los cubiertos, una servilleta de tela, una copa, una jarra de agua, y un plato con un churrasco "por si le viene ganas". Carmen le devolvió el churrasco; le pareció impertinente que se metiera con su alimentación, ella no era Gabina, ella apenas la conocía. "Traeme el Rutini que tomé esta mañana, la botella", dijo con un tono severo y la empleada se fue con el churrasco y volvió con el vino sin más objeciones.

Después de almorzar se quedó dormida al sol. Soñó. Pesado, dulce, caliente como el sol que la iba sedando. Un sueño que la atrapaba y no la dejaba volver a la superficie. Soñaba rojo. Pero sin imágenes, sin historia. La despertó la mucama con el teléfono. "La llama la señora Teresa Scaglia", dijo. A un costado de la reposera, la copa estaba caída y los restos de vino habían manchado la revista. Carmen atendió. La invitaba a un seminario de Feng Shui que daban

en una hora en el colegio de sus hijos "a beneficio de un hogar de chicos carenciados, ¿no te enteraste?". Carmen preguntó si era para el comedor de "Los Trigrecitos". "No, otros pobres, no los nuestros." A Teresa le sobraba una entrada. La convenció: "A vos te encanta la decoración, y te digo que las entradas me salieron cien mangos cada una, así que más allá de la beneficencia debe ser algo de nivel".

Carmen se cambió. Mientras lo hacía, intentó comunicarse con Alfredo. Estaba en una reunión, no la pudo atender. Siempre, cerca del mediodía, Alfredo decía estar en reuniones y apagaba su celular. No había encontrado más pistas en los resúmenes de la tarjeta, pero no hacía falta, cada vez era más evidente que Alfredo la engañaba con alguien, y que no le importaba que ella supiera. A lo mejor hasta quería que supiera, pensó. Pero qué quería que hiciera, no iba a ser ella quien blanqueara la situación. Insistió con el teléfono, necesitaba que le trajera una chequera nueva, se había quedado sin cheques. La secretaria tampoco estaba. "Deben estar en un telo", pensó mientras se maquillaba frente al espejo.

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