Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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– No es tan fácil darme esquinazo -dice Muo jadeando ruidosamente-. Pero no se preocupe. Tengo que decirle una última cosa, y después lo dejo tranquilo. -Sin dignarse mirarlo, el Viejo Observador acerca la nariz a la corteza. Con las fosas nasales dilatadas, olfatea el acidulado aroma de la savia-. Voy a hacerle una confesión.

– Muo se interrumpe y reprime el impulso que lo anima a contar la verdad: que la curación de la pierna rota puede cambiar la vida de varias personas, incluida la suya. Se lo calla, convencido de que para el ex convicto la palabra «juez» es sinónimo de espantosa desesperación, tortura, hierro, sangre y fuego-. Hace diez años que estudio psicoanálisis en Francia -empieza a decir-. Voy a proponerle un trato. Si en diez días le ha curado la pierna a la chica, le enseñaré de la A a la Z esta nueva ciencia que ha revolucionado el mundo. -Por primera vez, el viejo vuelve la cabeza y le lanza una mirada que parece enjuiciarlo-. Una ciencia fundada por Freud, que revela el secreto del mundo.

– ¿Y qué secreto es ése?

– El sexo.

– ¿Puede repetir?

– EL SEXO.

El viejo suelta una carcajada. Intenta aguantarse, pero la risa estalla, lo sacude, se apodera totalmente de él y a punto está de hacerlo caer al pie del abedul.

– Habría que hacer venir al señor Freud -dice señalando el tronco descortezado-. El nos explicaría por qué se restriega el panda contra este árbol.

– Puede que tenga hambre. Freud nos diría que padece una frustración material.

– De eso nada, joven. Lo único que quería el panda era arrancarse los cojones. Atónito, casi patidifuso, Muo se queda petrificado ante aquella prueba de autocastración, noción que sólo conoce por los libros. El sol dispara sus rayos, que proyectan manchas de leopardo sobre el silencioso, radiante, encantado tronco. Muo se siente decepcionado al constatar que, como de costumbre, su interpretación era errónea. Mientras se lo reprocha, el Viejo Observador se aleja por el sendero.

Una hora más tarde, se produce otro hecho asombroso. Las innumerables mariposas, de diferentes especies, a cual más hermosa, que han ido viendo por el camino desde esa mañana no han despertado el menor interés en el Viejo Observador; pero, de pronto, se detiene en seco e indica a Muo que haga lo propio y permanezca en silencio. En el embarrado sendero flanqueado de bambúes, ha visto una mariposa insignificante, minúscula, sobre unas matas de centauras negras y de tanacetos amarillos, plantas que suelen crecer en el agua y el barro. Con la sonrisa satisfecha del entomólogo que al fin ha dado con la especie que buscaba, el viejo anuncia:

– Hoy voy a volver pronto a casa.

Muo desconfía y se pregunta qué nueva sorpresa le prepara el viejo, mientras procura concentrar toda su atención, con el fin de mostrarse digno y brillante discípulo de Freud. Los dos hombres siguen silenciosamente a la mariposa, que es azul y negra con rayas grises tirando a blancas. Vuela bajo, a menudo a ras de los hierbajos, las setas venenosas y los haces de fibras que cruzan el sendero tachonado de sol y cubierto de barro, en el que Muo se hunde a veces hasta los tobillos. De tanto mirar a la mariposa, acaba por no verla. Sus manchas y franjas se confunden con los helechos, que posan sus dientes sobre las blancas, retorcidas y nudosas raíces de los bambúes y los líquenes verde oscuro.

De pronto, la mariposa acelera los movimientos de las alas y empieza a girar y planear, más hermosa, más feliz, como embriagada por algo. ¿Un olor exquisito? ¿El perfume de una hembra? Justo cuando Muo va a hacer un comentario freudiano al respecto, el insecto, para su gran decepción, desciende hacia una zanja y se posa en un montón de excrementos. Está excitado, sus alas se agitan nerviosamente.

– ¡Qué suerte! -exclama el viejo saltando a la zanja. Luego, observa a la frágil criatura y le murmura dulcemente-: Que aproveche, pequeña. Ya sé que te encanta la mierda de panda.

La escena, apenas creíble, sacude a Muo en lo más profundo. Los excrementos de un animal, una mariposa, un viejo ex convicto… Esa trinidad fuera del tiempo tiene algo de sublime, de casi eterno. Su vida, sus libros, sus diccionarios, sus cuadernos de notas, sus emociones, sus angustias, le parecen fútiles y superficiales. Y otro tanto puede decir de su traición sexual, de su tacañería en la montaña de los lolos y, sobre todo, de su pretensión de volver a China en plan salvador.

El vapor húmedo que flota en el bosque deposita un barniz parduzco sobre los excrementos. Finalizado el banquete de la mariposa, el Viejo Observador saca sus útiles, recoge los excrementos y los guarda en una bolsa de plástico. Muo lo observa mientras lo coloca todo en el interior del cesto.

Los dos hombres recorren el camino inverso hasta el Observatorio. En cuanto llegan, el viejo saca una esterilla de bambú trenzado, la extiende en el suelo delante de la casa y vierte en ella los excrementos recogidos, para exponerlos al sol. Luego, regresa al interior de la vivienda y vuelve a salir con más sacos llenos de materias fecales, cada uno con su fecha.

– Mi casa es demasiado húmeda. Tengo que ponerlos a secar constantemente -explica el viejo-. El centro no manda a alguien a buscarlos más que cada quince días.

Los excrementos del panda están extendidos sobre la esterilla. El viejo los separa y los coloca por orden cronológico. Todavía conservan su color, pero debido a la humedad se han esponjado e incluso permiten distinguir restos de hojas de bambú mal digeridas. Tras separar las muestras, el Viejo Observador le espeta:

– ¿Estaría dispuesto a pasar el resto de su vida con una campesina?

– ¿De qué me habla? No entiendo qué quiere decir.

– Si consigo componerle la pierna a la bailarina en un plazo de diez días, ¿aceptaría casarse con mi hija?

5 El cohombro de mar

Desde su llegada a Pekín, al hotel de cuatro estrellas La Nueva Capital, en el que se celebra el coloquio de juristas y magistrados chinos, el juez Di hace una vida austera, casi ascética, y sigue el estricto régimen a base de cohombros de mar que le ha prescrito un sexólogo, con vistas al festín sexual que el psicoanalista Muo le ofrecerá a su regreso.

Para un tragaldabas sin modales como el juez Di, la privación del placer cotidiano que constituye la ingestión ilimitada de alimentos acaba convirtiéndose en un suplicio cruel e insoportable, que lo consume a fuego lento, tanto en el plano físico como en el metafísico. Siendo niño, ya tenía fama de tragón. Antes de las comidas, su madre apartaba un huevo, un trozo de carne y un muslo de pollo, que escondía para dárselos posteriormente a su hija más enclenque, que, incapaz de disputar los alimentos al ogro de su hermano, tenía graves problemas de crecimiento. En esa época, el gran talento del futuro juez Di residía en el índice y el corazón de su mano derecha, que manejaban los palillos divinamente (se trata del mismo índice de hierro que, años más tarde, apretará gatillos de fusil sin desfallecer jamás). Hundiendo los palillos en una cacerola, era capaz de pescar de una sola tacada una libra de fideos, sin dejar ni uno para los demás. De una sola vez, jamás de dos. Un auténtico genio. Como la suya era una familia modesta y poco cultivada, no utilizaban platos. La madre dejaba la comida en las cazuelas, sartenes o cacerolas, que ponía directamente en la mesa y de las que comía todo el mundo. Cuando los palillos del futuro juez Di se paseaban por encima de los grasientos y ennegrecidos cacharros, que dejaban escapar un delicioso humillo, sus hermanos y hermanas, con el corazón en un puño, se precipitaban a presentarle feroz batalla, sin piedad ni tregua. Pero siempre perdían. Convertido en adulto y tirador de élite en los pelotones de ejecución, Di conservó la misma supremacía en los cuarteles, donde los soldados comían acuclillados alrededor de una palangana colectiva llena de rancho de mala calidad.

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