Obedecí al instante. Habría podido insultarlo en esa lengua, pero no lo hice. Sencillamente dije, aún lo recuerdo:
– Francia está situada al oeste de Europa. Sus antiguos habitantes se llamaban galos. Todavía existe una marca de cigarrillos que lleva ese nombre. La mayor contribución que el pueblo francés ha aportado a la civilización mundial es el espíritu caballeresco…
Ésta es la monserga que les endilgué, como un profesor en un aula de universidad. Durante mi perorata, no los miré. Estaba tranquilo; con los ojos entrecerrados, contemplaba las tres cimas, las tres cabezas oscuras y salvajes de los dragones. Los lolos me escuchaban. Dejaron las piedras en el suelo, se sentaron sobre ellas y se dejaron acunar por las palabras, la pronunciación, el acento, la entonación, el ritmo de mis frases, con cierta curiosidad, e incluso respeto. Ninguno pensó que podía estar insultándolos. Me saqué la cartera del bolsillo, extraje el permiso de residencia y se lo mostré a la Cicatriz. Por supuesto, no dije la verdad.
– Este es mi carnet de identidad francés -afirmé.
La Cicatriz soltó la piedra para examinarlo como un aduanero, comparándome con la foto. Luego, se lo pasó a los otros. Mientras circulaba por sus manos, atezadas, callosas, manchadas de tierra, mostré a la Cicatriz el resto de mi documentación: el carnet de estudiante, el de la biblioteca, la tarjeta de crédito, etc. En un departamento de la cartera, algo atrajo su atención.
– Y eso, ¿qué es?
– Mi tarjeta naranja. Sirve para subir al metro de París -respondí, tendiéndosela. Sus ojos se iluminaron. Después de todo, era un as del salto al tren-. El metro es un tren que circula bajo tierra, por túneles.
– ¿Sólo por túneles?
– Sólo por túneles.
Me miró como si fuera un extraterrestre.
– ¿Nunca al aire libre?
– Sólo por túneles. Kilómetros y kilómetros de túneles excavados bajo tierra.
– Es un país para nosotros -concluyó la Cicatriz.
Tenía sentido del humor.
Los otros, sin duda virtuosos del salto al tren como él, se echaron a reír, asintiendo.
– Eso, seguro, es un país para los lolos.
¿Son realmente los feroces bandidos que el camionero pretende que son? Yo no estoy tan seguro. Una cosa sí es cierta: no atacan a los occidentales, ni siquiera a los falsos, que no tienen ni los ojos azules, ni el pelo rubio ni la nariz grande. Los lolos tienen ciertas virtudes. Son caballerosos a su manera, mundialistas y también prudentes: no quieren correr riesgos, sabiendo como saben que la policía china no bromea con la seguridad de los turistas y que el menor delito lleva aparejada la pena capital.
Tras entregarles doscientos yuans como indemnización (que pagué en lugar del camionero) por sus heridos, el francés, su hija adoptiva y su chófer fueron autorizados a partir, dejando en el lugar del siniestro los restos de la intrépida Flecha Azul, que el camionero vendría a recoger más adelante. Mejor aún, la Cicatriz y sus compañeros detuvieron, con piedras, el primer vehículo que pasó, el minibús de una central hidráulica. «Llévenlos rápidamente al hospital. ¡La muchacha tiene una pierna rota!» Parecía que toda la montaña lo repetía.
Durante el trayecto, permanecí de rodillas junto a Pequeño Camino, que iba tumbada en un asiento, para sostenerle la pierna fracturada con las dos manos, pues la menor sacudida le hacía aullar de dolor. Poco a poco, el mundo volvía a ser normal, sin más gritos, amenazas o llantos, con el sol, el ruido del motor, del aire acondicionado, y los carraspeos de nuestro camionero. («¡Ah, casi me cago en los pantalones, del miedo que he pasado!», me confesó.) Como un inmenso pájaro plateado, el minibús volaba sobre la pista amarilla, entre las rocas negras, los bosques oscuros, la hierba verde, las azaleas en flor… Un pájaro en libertad, ligero como la luz.
El ex rey de la camioneta contó al conductor su historia sobre la cerda. En determinado momento, mi mirada atravesó el cristal trasero del minibús. En el exterior, vistos desde la ladera por la que circulábamos, los Montes de la Cabeza del Dragón ya no eran ese enorme animal tumbado de oeste a este. Orientadas de norte a sur, tres cimas descollaban sobre las sombras verdes de los bosques. La del centro tenía forma de cono, y las otros dos, menos altas y abruptas, parecían los pechos, magníficos y sombreados de negro, de una diosa crepuscular. Me acordé de este poema que leímos juntos en otros tiempos, pero cuyo título y autor he olvidado:
Y el sol alto sobre el horizonte
escondido en un banco de nubes
las espolvorea de azafrán
Dove sta memora.
Durante los días y las noches posteriores a los sucesos de la Cabeza del Dragón, Pequeño Camino ve en sueños una enorme cobra de color parduzco enroscada sobre sí misma, que levanta la cabeza a cincuenta metros del suelo, abre las mandíbulas, la ataca por detrás y le clava unos dientes de sierra en una pierna; o una flecha que vibra en el aire y vuela hacia ella, con la punta plateada, lo que indica que está envenenada. Oye, en sueños, la vibración de un arco invisible, que resuena y se propaga como una nota de violonchelo. La flecha le atraviesa la pierna. También la izquierda. A veces, el reptil y la flecha se confunden con un hueso desprovisto de carne, un hueso fosforescente, su tibia fracturada, tal como aparece en las radiografías.
Radiografías hechas en el mejor hospital de Sichuan: el Hospital de China del Oeste, famoso por su departamento de cirugía osteológica, que ocupa un edificio de diez pisos, con miles de camas y varios bloques quirúrgicos equipados con material estadounidense, alemán y japonés.
A quinientos metros en dirección norte, se encuentra el Palacio de Justicia. Desde la ventana de la habitación de Pequeño Camino, puede verse el castillo de cristal, a menudo envuelto en densa niebla, sobre todo por la mañana.
El juez Di no está allí. Según el yerno del alcalde, todos los grandes magistrados del país se encuentran en Pekín, celebrando un coloquio de dos semanas.
– A mi regreso -le dijo al yerno del alcalde por teléfono-, recibiré encantado el regalo de tu amigo psicoanalista.
(-El juez Di estaba tan excitado -le contó el yerno del alcalde a Muo- que, al otro lado del hilo, noté que sus amorcillados dedos de tirador de élite hacían ejercicios de calentamiento, impacientes por verificar cuanto antes la virginidad de la chica.)
Con su pelo plateado, su impecable y almidonada bata blanca, y sus gafas de montura fina pendientes de una cadenilla, el doctor Xiu, jefe médico del departamento de cirugía osteológica, emana autoridad. Su éxito en el primer injerto de dedos, a finales de los años sesenta, le valió la fama nacional. Corre el rumor de que todavía hoy, a sus sesenta años, se entrena en casa (¿en la cocina?) reimplantando extremidades seccionadas a conejos muertos.
Seguido de un ejército de médicos y enfermeras, el doctor Xiu hace una visita matinal a una decena de habitaciones de la octava planta, precisamente la de Pequeño Camino. Es el día siguiente al de su hospitalización. El jefe médico saluda con un movimiento de cabeza casi imperceptible cuando le presentan a Muo, el padre adoptivo llegado de Francia. Examina las placas y emite un diagnóstico rápido, seguro y definitivo: fractura de tibia que requiere una intervención, con colocación de clavos, en los días inmediatamente posteriores. Luego, tablillas durante dos meses, y una segunda operación para retirar los clavos. Previsible acortamiento del hueso fracturado, que acarreará a la paciente una probable e irreversible cojera.
El rostro de Pequeño Camino se ensombrece, palidece y por último enrojece un poco. Pregunta al doctor Xiu si quiere decir que se quedará coja para toda la vida. El jefe médico evita una respuesta directa y, sin mirarla a los ojos, le tiende las radiografías:
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