– No.
– Uno de sus antiguos compañeros de celda, el número 96.137, asegura que hace diez años, con una simple cataplasma, le compuso la tibia, que se había partido en la imprenta de la prisión.
– No me acuerdo.
– 96.137… ¿No le dice nada? Un condenado a cadena perpetua. Puso usted una condición para curarlo: que su familia pagara los gastos de escolarización de su hija, que vivía con su madre, en su país natal.
– No recuerdo nada de eso.
Cuando, tras abandonar el Observatorio, Muo baja por el camino que lleva a la carretera provincial por la que el autobús pasa dos veces al día, llueve a cántaros. Se resguarda bajo una roca. Luego, como es tarde y está calado hasta los huesos, decide buscar refugio en el dormitorio colectivo de los obreros solteros de una fábrica de muebles de bambú.
La fábrica, de estilo medieval, no está muy alejada del Observatorio, y todo el mundo conoce al viejo, vecino solitario, taciturno, perseguido por su pasado, condenado a cinco años de prisión por intentar cruzar clandestinamente la frontera del país. Al parecer, trató de pasar a Hongkong, tras los acontecimientos de 1989. (Se pasó toda una noche nadando en el mar. Ya veía las luces de Hongkong. Pero fracasó.)
Según los obreros, su trabajo consiste en recorrer el bosque en el que vive el último panda de la región, uno de los últimos mil que quedan en todo el mundo. El animal, todavía más solitario que él, no se deja ver nunca. El viejo tiene que recoger los excrementos y hacerlos llegar a las autoridades regionales, que los analizan y deciden si hay que proporcionar ayuda alimentaria o médica al animal.
La lluvia ha cesado, pero de los árboles siguen cayendo gruesas gotas de agua sobre las chapas onduladas del tejado. Un riachuelo murmura detrás del dormitorio. Dentro, los obreros juegan a las cartas, las luces de las lámparas de petróleo palpitan, el aire está saturado de humo… Muo pone agua a hervir dentro de una abollada tetera de cobre, en un hogar excavado en la misma tierra. El fuego crepita. Con las rodillas pegadas al cuerpo, Muo se adormece en un banco de madera, junto a la tetera, que silba. Tiene un sueño en el que oye «Bei Le», un nombre muy antiguo con dos sílabas de brillante sonoridad, en un suntuoso palacio (¿ La Ciudad Prohibida o el palacio de cristal de Chengdu?), donde el Emperador, vestido de amarillo en su trono, concede su audiencia matinal a sus ministros, generales y cortesanos. Bei Le es el mejor experto en caballos del país.
Como está en edad de retirarse de la corte, recomienda al Emperador como sustituto a un tal Ma.
– Es un genio, Excelencia -asegura Bei Le-. Sabe más de caballos que yo. No hay nadie más capacitado que él para reemplazarme.
Picado por la curiosidad, el Emperador hace venir al tal Ma a la capital y le ordena que se presente en las cuadras imperiales y seleccione la mejor montura entre los centenares, miles, de caballos que posee. El Emperador es un tirano violento, caprichoso e imprevisible. Para Ma (sus facciones, su cuerpo y su indumentaria recuerdan poderosamente a los del Viejo Observador de los excrementos del panda), el menor error sería fatal. Se presenta en las cuadras, examina los caballos y elige uno sin dudar. Cuando comunica su elección al Emperador, éste y toda su corte sueltan la carcajada: el animal en cuestión no sólo carece del famoso mechón de pelo blanco en la frente, signo clásico de la pureza de sangre y de la nobleza de la raza, sino que además es un jamelgo escuálido, oscuro y feo. El Emperador convoca a Bei Le y le dice:
– ¿Cómo te has atrevido a engañarme, a mí, el soberano supremo del país? Tu crimen merece la muerte. El hombre que has recomendado ni siquiera sabe distinguir entre un penco y un semental.
Antes de ser ejecutado, el viejo Bei Le solicita ver el animal elegido por Ma. Cuando lo llevan ante él, suelta un profundo suspiro.
– Ma es realmente un genio. Yo no le llego a la suela de los zapatos -le dice al Emperador.
En efecto, dos años más tarde, muerto el tirano durante un alzamiento popular, su sucesor elige el jamelgo como montura y comprueba que es la más veloz del país, capaz de recorrer mil lis [3]al día, como el caballo alado de la leyenda.
Muo se despierta en el instante en que comprende que el Emperador no es otro que el juez Di; Bei Le, el yerno del alcalde, y Ma -el mayor experto en caballos de todos los tiempos-, el Viejo Observador de los excrementos del panda. El nuevo Emperador, rodeado de guardias con armadura, deja caer su disfraz y su falsa barba y resulta ser el propio Muo; el caballo alado, oculto bajo la piel del jamelgo, se confunde con la radiografía de la tibia fracturada.
«Si para Ma las apariencias no tienen ninguna importancia -se dice Muo-, ¿qué pretendía ver el Viejo Observador en una radiografía puesta del revés?»
Al amanecer vuelve a subir el sendero hasta el Observatorio. El viejo está a punto de iniciar su ronda, con un cesto a la espalda.
– ¿Puedo acompañarlo? Será mi oportunidad de ver un panda en estado salvaje, en vez de en el zoo.
– ¿Para hacer fotos idiotas?
– No, no tengo cámara.
– Le advierto que perderá el tiempo.
Muo ya no recuerda dónde ha leído esta frase: todos los hombres de acción son taciturnos. Desde ese punto de vista, el Viejo Observador de los excrementos del panda es un gran hombre de acción. Cuando le habla, Muo tiene la sensación de que al viejo le gustaría taparse los oídos con las manos. Al principio, interpreta su actitud como una muestra de desprecio. Pero, a medida que se adentran en el Bosque de los Bambúes, tan denso que el sol apenas penetra en él y para avanzar es necesario que el viejo corte las ramas que les cierran el paso, comprende que ese silencio le viene impuesto por su trabajo. Todo lo que no se ve, el viejo lo oye. Sus orejas, grandes y llenas de pelo, son extraordinariamente finas. De pronto, se detiene, escucha y dice que el panda está en un bosque de pinos. Los dos hombres se dirigen allí y, tras veinte minutos de marcha rápida, llegan a un pinar, en el que descubren las huellas del animal, frescas y nítidas en el suelo, mojado y blando, entre agujas rojizas y piñas podridas de olor húmedo y perfumado. Huellas del tamaño de la palma de una mano, con el pulgar separado de los demás dedos y orientado en otra dirección. En algunas, mejor dibujadas, se distinguen las formas del talón y las uñas.
– ¿Lo ha oído andar desde la otra ladera de la montaña, a más de un kilómetro de distancia? -Como el viejo permanece impasible ante el testimonio de admiración, Muo añade-: Ya estoy medio ciego, pero hoy, gracias a usted, me he enterado de que también estoy sordo. -Sin responder, el Viejo Observador se agacha, saca un metro de su cesto, se inclina hacia el suelo y, como un sastre midiendo una tela, determina la longitud y anchura de una huella. Muo vuelve a romper el silencio-: Usted no quiere curar a la gente porque carece de título de médico y tiene miedo de pagar caro el menor error. Pero le garantizo, le juro y, si quiere, se lo pongo por escrito, que si no consigue componerle la pierna a la futura estrella de la danza, no se lo echaré en cara.
Como quien oye llover, el Viejo Observador desenrolla el metro y mide escrupulosamente la distancia entre dos huellas. Es un paso corto, lo que hace pensar que el animal estaba corriendo. Finalizada la operación, el viejo se levanta y sigue las huellas impresas en el barro.
Muo intenta ponerse a su paso, pero el viejo camina deprisa, como si quisiera darle esquinazo y dejarlo solo en el bosque, para castigarlo. Cruza riachuelos, salta entre las rocas o franquea precipicios con una habilidad que a Muo le recuerda la de los lolos. Le cuesta seguirlo. A veces, lo pierde de vista y se ve obligado a buscar también él el rastro del panda en el suelo húmedo. De vez en cuando, las pisadas se multiplican caóticamente, como si, inquieto a causa del hambre u otro motivo, el animal no supiera qué camino tomar o se hubiera puesto a jugar al escondite, para fastidiar. Puede que el panda se burle del Viejo Observador, su único compañero, dejando esas huellas que se bifurcan, giran en redondo bruscamente, desandan lo andado con toda intención, vagan, se dividen y desaparecen a la orilla de un torrente. Muo acaba encontrando al viejo junto a un árbol. Parece estar examinando algo. Un humilde abedul. Corriente y moliente. Alrededor, se ven lianas mordidas y hojas pisoteadas. La lisa y plateada corteza de la base del árbol está arañada, descortezada, parcialmente arrancada. Su olor anisado flota en el aire.
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