Debido a su aspecto fálico, la antigua farmacopea china situaba al cohombro de mar a una altura sublime, en un solitario trono. En la corte, los emperadores, agotados por sus miles de concubinas, lo utilizaban como vigorizante. Durante la dinastía Tang lo llamaban «virilidad marina» y, varios siglos más tarde, tomó el nombre oficial que se le da hoy: «ginseng de mar». El proceso de su democratización fue extremadamente largo. En el período dinástico, los emperadores lo regalaban a veces, en pequeñas cantidades, a ministros o generales de cuya fidelidad querían asegurarse en momentos de crisis políticas o conflictos militares. A principios del siglo XX, tras la caída de la última dinastía, He Gonggong, un eunuco cocinero (las malas lenguas afirmaban que era un eunuco peluquero) abrió el restaurante La Virtud Alegre, al lado de la puerta norte de la Ciudad Prohibida, y, por primera vez en la historia de los afrodisíacos chinos, el olor del ginseng de mar franqueó las murallas del palacio para flotar sobre Pekín. Pero aún habría que esperar cien años y la llegada del capitalismo a la china para que progresara su democratización y pudiera encontrarse ginseng de mar de pasable calidad en los banquetes de los nuevos ricos.
La única pega de este raro manjar, de este fabuloso remedio, es que no sabe a nada. Los esfuerzos de generaciones de cocineros imperiales, que probaron toda clase de especias, resultaron invariablemente fallidos. El cohombro de mar es soso, terriblemente soso, soso hasta la náusea. Es fácil imaginar lo mucho que debe de sufrir el juez Di siguiendo semejante dieta. Por las mañanas, un camarero del restaurante de enfrente se presenta en su habitación con un recipiente de metal cromado herméticamente cerrado que contiene un cuenco de caldo de arroz con ginseng de mar. El caldo, al que se añade agua regularmente, hierve durante horas, hasta que no se puede distinguir un solo grano de arroz, siguiendo la receta de los mejores restaurantes de Hongkong. Pero el ginseng de mar sigue igual de insípido. A mediodía, el mismo camarero llega con el mismo recipiente, que ahora contiene «ginseng de mar con aceite rojo», es decir, rodajas de cohombro de mar con jugo de zanahoria, uno de los platos imperiales que ya figuraban en la carta de La Virtud Alegre de He Gonggong. Pero el gusto no cambia: sigue siendo tristemente nulo. Por la noche, bajo el mismo recipiente, hay sopa de ginseng de mar con champiñones aromatizados y tallos de bambú. Insulso como para echarse a llorar.
Sin embargo, al cuarto día de régimen, se manifiestan los primeros síntomas positivos. El juez Di siente que su miembro, frío como un témpano desde el incidente del tanatorio, se anima tibiamente.
«Tengo que adelantar mi vuelta a Chengdu», se dice riendo de buena gana.
Aunque las cataplasmas elaboradas por el viejo herborista observador de los excrementos del panda están guardadas en una lata de conserva, un tarro de mermelada y un frasco herméticamente cerrados y tan insignificantes como botes de sal, pimienta o guindilla en polvo, su presencia en la mesilla de noche de Pequeño Camino desata las iras de los médicos y enfermeras del departamento de osteología del hospital de Chengdu. Adeptos de un dogma monoteísta cuyo dios supremo es el bisturí, advierten a la joven paciente y a Muo, su tutor, primero de palabra y después por escrito, de la elevada multa y la expulsión en que incurrirán si no se deshacen inmediatamente de esos dudosos, charlatanescos, escandalosos y anticientíficos productos.
La prohibición, la intolerancia y el apremio de tiempo, los llevan a instalarse en el Cosmopolitan, un hotel modesto, tranquilo, casi vacío, de la periferia sur. Una pareja de campesinos enriquecidos con el cultivo de flores de invernadero han transformado su casa en hotel de ocho habitaciones, con un altar dedicado al dios de la riqueza en el vestíbulo y relojes con la hora de Nueva York, Pekín, Tokio, Londres, París, Sidney y Berlín en las paredes. En el patio, entre la entrada y el edificio, hay una enorme jaula, pero no una de esas de madera que se cuelgan de la pared con un clavo, ni una de bambú de las que se suspenden de los árboles, sino una de hierro en forma de pagoda, de dos metros de alto y pintada de verde oscuro, en cuya percha dormita un pájaro. Es una oropéndola. De pronto, se despierta y, al ver a dos nuevos clientes cruzando el umbral del hotel y atravesando el patio, canta unas notas. La chica da saltitos sobre un pie ayudándose de unas muletas. El hombre de las gafas, cargado de maletas, se ofrece a ayudarla; pero ella rehúsa con un gesto de soberano desdén y salta más deprisa. Parece una jovencita noble accidentada, seguida por su viejo, miope y torpe criado.
Hace días que Muo ha notado los cambios de Pequeño Camino. Se ha vuelto caprichosa, irritable, picajosa. Y él paga sus cambios de humor. Cuando le pregunta:
«¿Qué quieres comer a mediodía?», ella responde: «¡Me trae sin cuidado!» Y no dice una palabra más. Se muerde los labios, se enrosca un mechón de pelo en un dedo y le lanza una mirada de rencor, por no decir de odio; una mirada de niña mimada. Muo acepta con paciencia el cambio radical de su relación. Todos los enfermos se vuelven irritables. El dolor cambia el humor. Con la pierna fracturada, no se le puede pedir que conserve su alegría, su vivacidad, su malicia, su inocente coquetería de muchacha que sueña con besos de cine, cuando el menor movimiento le provoca terribles punzadas de dolor.
La habitación de Pequeño Camino está en el primer piso y es tan oscura que hay que tener encendida la bombilla desnuda del techo todo el día. Las paredes rezuman debido a la insalubre falta de luminosidad.
La joven está tumbada en la cama, con la pierna izquierda destapada. Muo entra con una palangana de agua caliente, que deja en el suelo. Se agacha y le remanga cuidadosamente la pernera del pijama hasta la rodilla: tiene la pierna muy hinchada, y la piel, cubierta de manchas negras, reluce con un brillo extraño, casi fosforescente.
– Aún tengo más moretones que ayer -refunfuña Pequeño Camino-. Lo odio. Tengo la pierna que parece un mapamundi.
Muo sonríe. Es verdad que las manchas, que se ensanchan, se solapan, se confunden, se desperdigan y van del azul al negro pasando por toda la gama de violetas, cada cual con su particular configuración y unas más extensas que otras, adquieren a veces la topografía de un territorio.
– Voy a empezar por el África Negra -dice Muo.
Y vuelve a sonreír, contento de la frase, que le sirve para disimular su apuro ante esa pierna irreconocible, que lo hace sentir culpable. Desliza una toalla bajo la pantorrilla de Pequeño Camino, empapa una compresa en el agua caliente y limpia con sumo cuidado una mancha en medio del mapa, una mancha horriblemente negra, con vetas moradas, azules y rojas, que parece una tortuga muerta suspendida boca abajo, con el largo cuello estirado y la cabeza triangular sumergida en el agua.
En el corazón del tenebroso continente, hay una falla, una depresión claramente perceptible, con dos pliegues nítidos y escalonados. «Ahí es donde la tibia se ha partido en dos», se dice Muo. Como un consumado enfermero, evita el foco del dolor.
– Dicen que el Viejo Observador realizó su hazaña más espectacular con un cazador desfigurado. Se había fracturado el pómulo izquierdo y lo tenía tan hundido que formaba un hueco. El viejo no sólo consiguió que el hueso volviera a soldar, sino también hacerlo subir para que desapareciera el hoyo.
– ¿Y cómo se hace eso, sin operar?
– Simplemente, utilizando la misma cataplasma que me dio para ti. Contiene hierbas magnéticas que actúan como imanes y atraen los fragmentos de hueso.
Tras lavar la pierna fracturada, Muo saca de un bolsillo un manojo de llaves del que también pende una navaja, que usa para levantar la tapa de la lata de conserva. Un hedor a cieno, fétido, pestilente, un tufo a moho, a lodo, a ciénaga, escapa a bocanadas de la lata y apesta la habitación.
Читать дальше