Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Me habría gustado fingir que roncaba, hacerme el sordo o cualquier otra cosa con tal de impedir que contara una de sus gilipolleces en ese preciso momento.

– Ahí atrás, los lolos están gritando -le advirtió Pequeño Camino-. Se diría que quieren bajar cuando lleguemos arriba.

En ese preciso instante, en la parte de atrás, un lolo golpeó el techo de la cabina con todas sus fuerzas. Pero al camionero, regocijado con la historia que nos iba a contar, le traía sin cuidado. Era una anécdota autobiográfica, de dos años antes, cuando estaba sirviendo en el ejército (en el que había permanecido ocho años) como conductor para el estado mayor de un regimiento de infantería. En una ocasión, llevó a un comandante comunista de unos cincuenta años a inspeccionar las tropas. El viaje duraría cuatro días. La segunda noche, se alojaron en un hotel cochambroso de una pequeña ciudad. El comandante, que era un hombre con temperamento, pasó la noche con la única puta del hotel, gorda y fea. Había que estar realmente necesitado para hacérselo con ella. Para el camionero fue una noche «vegetariana».

La voz del camionero, entrecortada por ataques de tos, estaba acompañada por los golpes procedentes de la parte de atrás, donde los lolos aporreaban con pies y manos la cabina. Cuando la camioneta se acercaba a la cima de la segunda Cabeza del Dragón, le dije que parara, porque los lolos querían bajar. El volvió la cabeza y me lanzó una mirada furibunda:

– Pero tú, ¿de qué vas? Eres un jodido miedica. Ese es el sitio que han elegido para atacarnos y quitarnos hasta los calzoncillos. Me han tomado por un idiota…

– rezongó pisando el acelerador. La Flecha Azul salió disparada por la pista, que bajaba en pronunciada pendiente, y él continuó con su historia-: Al día siguiente, durante el viaje, el comandante me explicó que la puta le había costado doscientos cincuenta yuans y que había que idear algo para cargar el polvo en la cuenta del ejército. En principio, parecía imposible. Pero él estaba tranquilo. Al rato va y me dice: «Tengo una idea. Contaremos, bajo palabra de honor, que hoy, en el Camino de la visita de inspección, hemos atropellado una cerda vieja y que hemos tenido que darle doscientos cincuenta yuans al dueño en concepto e indemnización.»

Y el camionero se echó a reír. Empezó alto, en falsete; luego, su voz subió y se alteró hasta hacerse insoportablemente aguda, entrecortada, como un llanto nervioso.

– Tienes un gran sentido del humor, ¿sabes? -le dije-. Pero ¡escucha! Hay alguien encima de nuestras cabezas. Lo estoy oyendo.

– ¡Ah, no puedo más! ¡Me ahogo! -gritó él sin parar de reírse a mandíbula batiente. Echado sobre el respaldo del asiento, se llevaba una mano a las costillas y sujetaba el volante con la otra-. ¡Cuánta razón tenía! ¡Una cerda vieja! Estoy seguro de que la noche anterior, mientras se la estaba tirando, era eso lo que veía. ¡Una cerda vieja!

De pronto, la oscuridad invadió la cabina, como si se hubiera producido un eclipse de sol brutal, violento, maléfico. Un abrigo negro, no, la capa negra de un lolo, sostenida por una mano invisible, intentaba tapar el parabrisas. Aquella pantalla negra y móvil cortó en seco las risas del camionero y nos dejó sin respiración a nosotros dos.

– Ya te había dicho que había alguien andando sobre nuestras cabezas.

– Para la camioneta -suplicó Pequeño Camino tapándose la boca con la mano.

Pero el camionero no se dio por vencido. Al contrario. Farfulló una sarta de insultos sin reducir la velocidad y moviendo la cabeza para encontrar los ángulos que la capa no tapaba. He dicho que era un pirado, ¿recuerdas? Un pirado que había pasado ocho años en el ejército, ocho años de entrenamiento en guerra de guerrillas, conduciendo cacharros del año catapún por pistas llenas de baches.

En una de las innumerables sacudidas que nos lanzaban hacia el techo, la radio, que llevaba un rato callada, volvió a ponerse en marcha súbitamente, y el Bolero de Ravel sonó a todo volumen. Por desgracia para el ex militar y para nosotros, la pista ya no bajaba; ahora trepaba en zigzag hacia la tercera Cabeza del Dragón. La Flecha Azul, empezó a jadear y a perder velocidad. Era evidente que los lolos habían interpretado el cambio como la señal para un nuevo ataque. En lo alto del parabrisas apareció una cabeza. Aunque estaba del revés, era fácil reconocerla, gracias a la impresionante cicatriz que cruzaba el rostro. Era él, el jefe de la tribu, que se había subido al techo de la cabina para enredar con la capa. Sus compañeros, de pie en la caja de la camioneta, debían de sujetarlo por los pies.

La Cicatriz orientaba la capa a placer para tapar la vista al conductor. Un carácter endemoniado, un odio milenario, un desprecio racial, un acusado gusto por la violencia y la sangre alteraban su rostro y movían sus músculos de acero. Hasta cierto punto, me daba más miedo que el juez Di. Ravel lo acompañaba. ¡Qué música! Las trompetas de Jericó, las trompetas de los lolos, sonaban, ensordecedoras.

– ¡No hagas tonterías!

Mi voz temblaba como una hoja al viento.

– ¡Que te den, lolo de mierda! -le gritó el camionero a la Cicatriz por la ventanilla.

Como un boxeador esquivando puñetazos, aquel loco se inclinaba tan pronto a la izquierda como a la derecha. A veces, nos quedábamos completamente a oscuras; no se veía nada, y el camionero conducía a ciegas. Su cabeza se lanzaba hacia el sitio en que menos lo esperaba la Cicatriz, recuperaba la visibilidad y enderezaba la Flecha Azul en el último momento, al borde de la cuneta. Además, trataba de aprovechar cualquier bache de la pista terrón o pedrusco, para intentar provocar la fatal caída de su adversario mediante una fuerte sacudida.

De vez en cuando, Yo volvía la cabeza hacia Pequeño Camino. Excluidos del combate, ambos teníamos la misma mirada asustada, atónita, perdida, casi ausente. El Bolero daba ritmo a los movimientos de la Cicatriz y los transformaba en una coreografía minuciosamente pautada una danza de la capa negra. Al son de la música, los dos enemigos se lanzaban insultos y terribles amenazas, aunque en realidad ninguno de los dos oía al otro.

Aprovechando la fuerza del viento, que venía de cara, la Cicatriz consiguió que la capa se quedara pegada al parabrisas; era como si hubiera caído un telón. Un telón negro con un ribete de sol. El camionero loco respondió con una acrobacia escalofriante: con el cuerpo casi horizontal, la cara apoyada en mis rodillas, los brazos totalmente estirados y las manos aferradas al volante por encima de él, miraba la pista a través del ribete, luminoso pero sumamente estrecho, de aquel telón negro. Al fin, el viento se calmó. La capa volvió a ondear. El camionero se levantó.

– ¡No podrás conmigo, maldito cariacuchillado! -juró haciendo rechinar los dientes.

A continuación se aclaró la garganta y, con auténtico virtuosismo, lanzó un gargajo por la rendija de su ventanilla. Un gesto de más. El gesto fatal. Vi un destello de odio en la mirada de la Cicatriz.

Poco después, la pista empezó a ascender entre dos murallas de varias decenas de metros de altura. De repente, la capa de la Cicatriz desapareció. La perplejidad flotaba en el ambiente de la cabina. De vez en cuando, las paredes rocosas se apartaban para dejar espacio a campos de tierra amarilla plantados con maíz o trigo, o daba paso a abruptas pendientes en cuyas terrazas los arrozales se escalonaban milagrosamente. Al fin, nos aproximamos a la cima de la tercera Cabeza del Dragón. Una vez más, se trataba de una pared cortada a pico de varios centenares de metros, salpicada de tupidos arbustos, rocas desnudas y sombras. Y, en el fondo del precipicio, el río Meigou, como un cordón de zapato amarillo. El eco de su lejana corriente llegaba a nuestros oídos mezclado con la música de Ravel.

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