Se produjo un momento de silencio. Supuse que estaba reflexionando.
De pronto, me soltó:
– ¿Qué tal va tu vida sexual?
La pregunta me cogió desprevenido.
– Va tirando -le respondí con modestia-. He hecho algún progreso en ese terreno.
Se echó a reír. No fue una risa homérica, pero se rió.
– ¡Bravo! Mira, según el viejo Sun, el preso más listo que haya conocido jamás, la vida se reduce a tres cosas: comer, cagar y joder. Si haces las tres cosas, todo va bien.
– Es una sentencia muy divertida.
– Ven con la chica en cuanto puedas. ¿Cómo se llama? ¿Pequeño Camino? Bonito nombre. Cuando lleguéis, llámame sin pérdida de tiempo. Entre tanto, yo arreglaré el asunto con el juez. -Luego añadió una frase, pero no en nuestro dialecto, sino en mandarín. Me dio la sensación de que imitaba a un compañero de la prisión-: Colega, realmente eres un jodido grano en el culo.
Y, sin más, colgó. El corazón me daba botes de alegría. Tenía ganas de gritar como un idiota. Sabía que mis padres ya estaban en el hospital, para las inyecciones de la mañana; pero, como no tenía a nadie más a quien llamar, les pegué un telefonazo. Por supuesto, no estaban. Pero eso bastó para tranquilizarme. Decidí concentrarme en el nuevo viaje. Y así fue como topamos con la Flecha Azul.
La Flecha Azul -ya sabes, la marca de camionetas chinas- estaba aparcada a la entrada de la ciudad, cubierta de barro y con la pintura tan descascarillada que más bien habría que llamarla «flecha amarilla», de puro irreconocible. Tras la cabina del conductor, la caja descubierta estaba tan abollada que habían tenido que atar la puerta trasera con cuerdas. Pequeño Camino y yo habíamos coincidido con el conductor en la tasca en la que habíamos desayunado: un sujeto de edad indefinida, que tanto podía tener treinta como cincuenta años, barbudo, o más bien mal afeitado, con la cara demacrada y el cuerpo encorvado y sacudido regularmente por ataques de tos. Cuando acababa de toser, se aclaraba la garganta, escupía sus cochinadas al suelo delante de uno y, por último, ponía el pie encima del escupitajo y lo restregaba contra el suelo con la suela del zapato, sin dejar de parlotear, Era una caricatura de camionero, que no se cansaba de poner en evidencia sus peores rasgos.
Como el único tren con destino a Chengdu no llegaba a Meigou hasta cinco o seis horas más tarde y cualquier retraso podría comprometer los planes del yerno del alcalde decidí viajar con la Flecha Azul. Tras una rápida negociación y un billete de veinte yuans, el camionero nos aceptó a bordo.
La cafetera avanzaba a trompicones por la carretera con más baches del mundo. En la vida olvidaré aquella travesía de los Montes del Gran Frío. El asiento estaba despanzurrado y parcheado en diversos sitios con cinta adhesiva. Uno tenía la sensación de estar sentado directamente sobre los muelles, que chirriaban como los de un colchón viejo y, a cada sacudida, te lanzaban hacia el techo de la cabina. Peor que una barca balanceándose entre las olas en medio del mar. Lo más cómico era la radio, de la que habían desaparecido todos los mandos y que llevaba fatal lo de las sacudidas. De repente, el sonido se interrumpía, volvía tímidamente, titubeante y tembloroso, se interrumpía de nuevo durante tanto rato que acababas olvidándote de él y, cuando menos te lo esperabas, aullaba a grito pelado, en la anarquía más total. La casualidad quiso que estuvieran radiando ese himno revolucionario titulado Pulvericemos a los enemigos americanos, ya sabes, el que cuenta la historia de un soldado gravemente herido que se lanza, metralleta en mano, hacia el frente estadounidense bajo una lluvia de balas que silban en sus oídos, entre impactos de obús que explotan a sus pies y en medio de un tiroteo y un ruido infernales. A veces, uno tenía la impresión de que había caído, alcanzado por una bala. La radio se callaba, y no se oía más que un siniestro chisporroteo, que tal vez simbolizaba su agonía. Pero, a la siguiente sacudida, el trasto volvía a la carga. Como si hubiera resucitado, el soldado seguía cantando, y la metralleta expulsando casquillos vacíos. ¡Grandioso! En determinado momento, advertí que la ventanilla de la puerta del lado izquierdo, la del conductor, no cerraba completamente; dejaba una abertura de unos cinco centímetros, por la que el viento se colaba en la cabina. Decidí no fumar, por miedo a que el humo o las cenizas fueran a parar al rostro de Pequeño Camino, que estaba sentada a mi derecha. No podía imaginar las graves consecuencias que tendría aquella rendija aparentemente inofensiva. Decididamente, la vida está llena de peligros.
El camionero me pidió que contara historias verdes, porque la noche anterior no había pegado ojo y, mecido por las sacudidas de aquella «mierda de carretera», corría el riesgo de dormirse al volante.
– Ya sabes, historias que te la pongan dura -dijo el muy pirado.
Le respondí, fríamente, que mi profesión me daba acceso a los sueños de la gente y que algunos tenían una fuerte coloración sexual, pero que en ningún caso podían considerarse historias verdes.
¡Si hubieras visto la cara que puso! Resignado, me esforcé en recordar las gilipolleces que se contaban en las duchas colectivas o en los vestuarios. Pero, por más que busqué en los rincones de mi cerebro, fue en vano.
– Esa clase de historias son un poco como el psicoanálisis -dije al fin.
– ¿Y eso qué quiere decir? -me preguntó el camionero con desconfianza.
– Que hay que buscar en el inconsciente. En ese momento, en la ladera de enfrente aparecieron unas manchas de colores, azaleas y rododendros en flor, en medio de un bosque de abetos recientemente asolado por el fuego.
– ¿Puedo intentarlo yo? -propuso Pequeño Camino.
– ¿Qué puede contar una criatura como tú? ¿Una historia de la guardería? -rezongó el rey de la carretera con una sonrisa repulsiva que se creía seductora.
Para mi sorpresa, Pequeño Camino me preguntó si me quedaban cigarrillos. Quería uno para «refrescarse la memoria».
A decir verdad, no parece campesina. Nadie diría que procede de una familia pobre. Si hubieras visto con qué estilo fumaba… No aspiraba el humo a pleno pulmón, como yo, sino en pequeñas cantidades, que saboreaba y después expulsaba por la nariz lentamente, de una forma encantadora. Sus dedos, finos y con las uñas sin pintar, acercaban graciosamente el cigarrillo a «la flor entreabierta de sus labios».
Esta es la historia que contó: hace tiempo, mucho tiempo, un monje que vivía en una ermita, en una remota montaña, crió a un huérfano que le habían confiado a la edad de tres años. Pasaron los años. El niño creció sin contacto con el exterior. Cuando tenía dieciséis, su maestro lo llevó a ver cómo era el mundo de cerca. Bajaron de la montaña y, tras tres días de marcha, llegaron a una llanura. Como el muchacho no sabía nada, cuando veían un caballo, el monje le decía: «Eso es un caballo.» Y, de este modo, le mostró una mula, un búfalo, un perro… Al cabo de un rato, vieron a una mujer que avanzaba hacia ellos. El chico le preguntó al monje por el nombre de aquella criatura.
– Baja los ojos -dijo Pequeño Camino remedando la voz de un anciano-. No la mires, es una tigresa, el animal más peligroso del mundo. No te acerques a ellas nunca, si no quieres que te devoren.
Esa noche, ya de vuelta en su montaña, el viejo monje advirtió que el novicio no conseguía conciliar el sueño; daba vueltas y más vueltas en su cama, como sobre un lecho de carbones al rojo. Era la primera vez que lo veía así. El anciano le preguntó qué lo atormentaba.
– Maestro -contestó el novicio-, no puedo dejar de pensar en esa tigresa que devora a los hombres.
Me eché a reír. La pequeña tenía sentido del humor. Pero nuestro dichoso príncipe de la Flecha Azul no reaccionó. Quiero decir que esta bonita historia no le produjo ningún efecto. Intenté prolongar mi risa, con la esperanza de que se le contagiara. Pero siguió impasible. Así que empecé a reír como un crío, dándole palmadas en la espalda. Ni por ésas. Al fin, el señor pronunció su veredicto:
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