– Es gracioso, pero demasiado vegetariano para mi gusto. A mí las historias me gustan más picantes.
Miré afuera. La anárquica radio volvió a difundir su programa musical. Estábamos a mucha altura. El río Meigou, que habíamos bordeado hasta hacía poco, discurría ahora por el fondo de la garganta y parecía una estrecha cinta amarilla, salpicada de minúsculos y espejeantes destellos. El camionero anunció que nos iba a contar una historia.
– Estoy seguro de que os morís de ganas de oír una de las mías.
Y ahí fue donde empezaron los problemas.
A través de las gafas, vi un montón de gruesas piedras, tan negras como las rocas de alrededor, justo en mitad del puerto hacia el que nos conducía la carretera. Era un montículo oscuro, que se recortaba contra el fondo azul del cielo y la tierra amarilla del camino.
– ¡Mierda! -exclamó el camionero-. ¡Los lolos! ¡Cerrad la ventanilla, rápido!
Mientras Pequeño Camino ejecutaba su orden, él intentó subir el cristal de su lado, pero siempre quedaba una abertura de cinco centímetros.
A medida que la camioneta se aproximaba al puerto, las piedras negras, que veíamos en contrapicado, aumentaban de tamaño e iban haciéndose imponentes, soberbias, casi majestuosas; las enormes capas de los lolos flotaban en el aire como estandartes de antiguos guerreros.
– ¿Son bandidos? -preguntó Pequeño Camino.
– Lolos puros y duros -le respondí.
– ¿Duros? -rezongó el camionero-. Ahora veremos quién es más duro, si esos bárbaros primitivos o mi Flecha Azul.
¿Y qué hizo este representante de una potencia moderna? Pisó a fondo el acelerador haciendo sonar el claxon sin parar para obligar a los lolos a apartarse. Pero era imposible subir la cuesta a mucha velocidad; la cafetera era demasiado vieja, jadeaba, sufría… En el corazón de aquellos Montes del Gran Frío, los bocinazos del claxon, que resonaban en la lejanía, hacían pensar en los prolongados y quejumbrosos relinchos de un camello exhausto en el desierto del Takla-Makan, el desierto de la muerte, el desierto del infinito.
Ninguno de los bolos se movió. Sus estáticas sombras se recortaban sobre la tierra amarilla de un modo extraño. Cuando la camioneta se lanzó hacia ellos, se produjo un curioso efecto óptico: las sombras se alargaron bajo las ruedas. Le grité al camionero que frenara. Pequeño Camino, también. Pero parecía no escucharnos. Los lolos permanecían inmóviles. Como auténticas rocas negras. Momento crucial. Ciega embestida de la Flecha Azul. Violento traqueteo sobre el suelo desigual. Con un salto, la camioneta se lanzó como un tigre sobre los lolos. Los muelles de la banqueta nos lanzaron hacia el techo de la cabina.
Cerré los ojos. El camionero frenó. Alivio. La catástrofe se había evitado por muy poco. Los lolos eran una treintena, de entre dieciocho y treinta años, hombres jóvenes, altos, delgados, fibrosos, sin duda campeones del salto al tren. Se arrojaron sobre el parabrisas y las ventanillas de las puertas enseñando los puños, insultando al conductor que había puesto sus vidas en peligro con chorros de palabras en lolo, incomprensibles, pero también en chino, no en mandarín, sino en sichuanés, como «canalla», «te vamos a dar tu merecido», «te vamos a partir la cara», etc. Sus rostros se agitaban ante la furgoneta, unos rostros curtidos por el sol y el viento, tan rudos que parecían tallados en madera. Los pendientes relucían en sus orejas. Al fin, retrocedieron y se agruparon alrededor de un joven, que bebía cerveza del gollete de la botella y parecía ser el jefe. Tendió la botella a los otros, que la fueron pasando de mano en mano. Ya no se oía más que un murmullo vago.
Disimuladamente, el camionero se sacó la cartera del bolsillo y la deslizó bajo sus nalgas entre la borra y los muelles del desvencijado asiento. ¿Qué hacía yo con los dólares que llevaba escondidos en el calzoncillo? Estaba claro que era demasiado tarde.
El jefe de la tribu se acercó. Una larga cicatriz surcaba su anguloso rostro. Saltaba a la vista que tenía malas pulgas. Golpeó el parabrisas con la cerveza. La espuma blanca salió volando y chorreó por el cristal.
– ¡En mi vida había visto un penco tan viejo y tan feo! -exclamó en sichuanés, y soltó una carcajada triunfal enseñando los dientes negros y el fondo de la garganta. Sus compinches empezaron a mofarse de la Flecha Azul-. ¿Qué pretendías, cabrón? ¿Atropellarnos? ¡Si tu camioneta llega a rozarnos un pelo, te hago una cara nueva! -Humillado, el camionero no abrió la boca, pero, bajo la tensión de su cuerpo, una vibración recorrió el asiento. Vi que ponía el pie en el acelerador. Aquel loco Consiguió asustarme-. ¿Sabes dónde estás? -siguió diciendo la Cicatriz-. En la montaña de la Cabeza del Dragón. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Aquí es donde nosotros, los lolos, matamos a miles de soldados de la dinastía Qin. -Sobre el acelerador, el pie crispado del camionero tenía espasmos perceptibles, como si se resistiera a las órdenes del cerebro-. Queremos volver a nuestro pueblo -dijo la Cicatriz-. ¿Nos llevas?
– Vamos, subid a la caja -respondió el camionero sin atreverse a afrontar la negra mirada del lolo ni una sola vez.
La camioneta reanudó la marcha.
Como había dicho la Cicatriz, la montaña se llamaba la Cabeza del Dragón. Fuimos descubriéndola a medida que avanzábamos: tras el fatídico puerto, el terreno se elevaba y adquiría, a ojos vista, la forma de un animal prehistórico extraño, reptante, con un cuerpo enorme que se extendía de oeste a este y parecía moverse en la tenue bruma, como si estuviera al acecho. Bruscamente, este animal depredador que se alzaba ante nosotros levantó la cabeza -¿un efecto óptico?-, una cabeza orgullosa, espléndida, amenazadora, en la que se distinguía la rocosa cresta, la escamosa frente, el mentón, erizado de exuberantes helechos que crecían entre las rocas, se asomaban al vacío y ondeaban al viento. De lejos, parecía la gran barba del dragón de los tebeos de mi infancia, o del que mis padres tienen pegado en la puerta.
– ¿Sabes lo que quiere decir «huir de la quema»? -le dije al camionero, que me miró como si me hubiera vuelto loco-. Da media vuelta en cuanto puedas y regresa a Meigou. Los lolos no pueden impedirnos que volvamos por donde hemos venido.
– Eres un maldito cagueta.
El dueño de la polvorienta cafetera rechazó mi sensata sugerencia. Si hay algo que no me gusta de la gente es que, en cuanto se pone al volante, la mayoría se vuelve arrogante, irritable, violenta. Ya no es sólo un volante lo que tienen en las manos, sino también una autoridad, un poder omnímodos. Hasta Pequeño Camino estaba inquieta; no paraba de taparse la boca con las manos. Debería haberle ofrecido un dinero extra al camionero para animarlo a cambiar de itinerario. Cada vez que pienso en esta historia, me reprocho no haberlo hecho. No fue por tacañería, te lo juro, sino porque necesitaba el dinero para más adelante. Puede que tuviera que huir a Birmania. ¿Quién sabe? Y, además, ya no me quedaba demasiado.
La Flecha Azul escalaba trabajosamente la Cabeza del Dragón y, antes de llegar a la cima, tuvo que detenerse varias veces para recuperar el resuello. Cuando la coronamos, nos quedamos boquiabiertos. Otras dos Cabezas de Dragón, ocultas tras la primera y de un parecido con el animal mítico que te dejaba pasmado, nos esperaban con el mismo implacable desprecio en lo alto de sendas paredes rocosas de varios cientos de metros de altura. ¡Ah, cuando pienso que los lolos se pasan la vida en estas montañas, no puedo evitar admirarlos! A mí me deprimiría. Con sólo mirarlas ya tenía mal cuerpo.
– ¡Eh, vosotros dos! -dijo el rey de la Flecha Azul-. ¿A que no sabéis lo que me ha venido a la cabeza hace un momento, delante de esos bárbaros? -Nosotros no respondimos, y él insistió-: ¿En qué habríais pensado vosotros, en mi lugar? -Nuestro silencio no lo desanimó-. Os lo voy a decir: pensaba en una historia guarra de verdad. ¿Qué os parece? La historia que os quería Contar -aclaró mirándome como si me hubiera ganado seis a cero en un partido de fútbol-. Con todos esos bolos gritando como locos, me había olvidado siguió diciendo-. Eso era lo que estaba intentando recordar.
Читать дальше