– Así es. -Xie Kunsheng mueve con ruido las páginas del periódico.
– ¡Pero usted me dijo y también se lo dijo a mi unidad de trabajo, que el cambio se haría más tarde y que me necesitabais urgentemente!
– ¿Eso dije yo? -pregunta Xie Kunsheng subiendo las cejas, sorprendido.
Una frase interrogativa en primera persona del singular. Dicen que esta forma gramatical está de moda.
– Lo ha dicho. Si usted me despide ahora ¿qué les diré a mis superiores? ¿No soy lo bastante buena? ¿He cometido algún error?
– Las cosas cambian. -Reflexiona y añade-: Voy a llamar por teléfono a tu unidad de trabajo, para explicar la situación. ¿Qué te parece?
¡Xie Kunsheng parece emocionado por su generosidad! ¡Hasta se toma a pecho un asunto tan insignificante!
– No se moleste. Sólo me gustaría saber si va ser fiel a su palabra.
Xie Kunsheng cambia la expresión de su rostro. ¡Qué mujer tan desagradecida! Deja a un lado el periódico que tenía en la mano y contesta:
– Su despido no depende de mí sino que es el resultado de una discusión colectiva.
Esas frases parecen una amenaza. Muchos recurren a ella para no ser responsable de lo que pueda ocurrir. Uno no tiene donde agarrarse. Liu Quan no sabe qué hacer.
Ahora recuerda que Liang Qian le pidió que la esperase en la puerta de entrada al teatro.
Siempre se cita con ella en lugares insospechados. Cuentan que cuando amaba a Bai Fushan, le propuso una vez reunirse delante de las puertas de los váteres públicos de Xidan.
Ya han sido unos cuantos los que se han acercado hasta Liu Quan. Todos ellos eran jóvenes con el pelo largo, pantalones ajustados hasta la altura del ombligo, me pregunto cómo se podrán agachar. Con un puñado de billetes en la mano le han preguntado: «¿Vende entradas?». Seguramente creían que estaba allí para pasar el tiempo como lo hacían ellos.
Liu Quan giró la cabeza y vio cómo habían pegado un cartel con la foto de Margarita Gauthier, emocionada, melancólica y bella con un vestido largo ajustado a la cintura. Alguien le había añadido gafas, bigote y una espada en la mano. ¿Por qué este disfraz? Tal vez el dibujante añoraba los tiempos en los que todo se solucionaba con un duelo en el que no había ni vencedor, ni vencido.
El bolso de compra que lleva es muy pesado y le hace daño en los dedos. Se han caído algunas alubias verdes muy tiernas. Mientras se agacha para recogerlas, recuerda al ¡oven a quien vio en el mercado libre. Cogió unas cuantas alubias y se fue sin pagar. E viejo campesino le miró fijamente sin decir palabra. ¿Dónde se le había ido esa energía que tenía para regatear unas pesetas?
Liu Quan le preguntó:
– ¿Por qué se ha ¡do sin pagar, le conoce? El viejo contestó con tristeza:
– No, todos son así.
– ¿Y no le cobra?
– ¡No puedo, ellos son los que mandan aquí!
Liu Quan se fue corriendo a la caseta del control en la punta este del mercado. En su mesa había tomates frescos, alubias verdes, pimientos, huevos… todo lo necesario para pintar naturaleza muerta. ¿Lo habrá pagado?
El chico estaba comiendo un tomate. El jugo le estaba cayendo por la boca, donde el pelo aún no había empezado a crecer. Liu Quan esperó sin decir una palabra, mirando su cuerpo de Apolo, sus brazos de bronce musculosos. Parecía uno de esos héroes antiguos. Sin embargo, no era capaz de resistirse a comer esos productos.
No se fijaba en Liu Quan, su concentración estaba en ese tomate. Tiró lo que no quiso por la puerta y cayó sobre la camisa blanca de una chica joven que pasaba por allí.
– ¡Maldito seas! -le dijo la chica limpiándose la blusa.
– ¡Mierda! -le contestó, limpiándose las manos. Luego le preguntó a Liu Quan:
– ¿A quién busca?
– A ti.
– ¿Para qué?
– ¿Por qué no has pagado las alubias?
– ¿Quién le ha dicho que no he pagado? -No se le veía ni preocupado, ni enfadado.
– Yo estaba al lado y vi cómo no entregabas el dinero. -Liu Quan enderezó la espalda, sintiéndose de repente útil.
– ¿Cómo sabe que no voy a pagar? No llevaba dinero encima. -Dijo tocándose el pecho-. Sólo llevaba una camiseta sin bolsillos. Pagaré más tarde.
Liu Quan se quedó sin voz. Ahora no tenía qué reprocharle. Pero sabía que la estaba engañando. Le molestaba verse indefensa frente a ese ¡oven astuto.
– Dices que le vas a pagar, ¿pero quién te va creer? Tu actitud es deplorable. Tú representas al Estado. Te han dado ese puesto para que vigiles las actividades ilegales de los especuladores. Si tú mismo empiezas a violar los reglamentos, no sé qué pensarán los campesinos de todo esto. A la gente no le importa que te llames Zhang o Li, para ellos sólo te llamas Estado. Debes amar y respetar ese nombre. -Liu Quan le dijo todo eso de un tirón aunque tenía la impresión de no haberse expresado correctamente.
– ¿Quién es usted? -le preguntó el chico con una sonrisa irónica, como si acabase de escuchar a un embustero.
– ¡Soy periodista! -mintió Liu Quan sin pestañear-. Me han encargado la vigilancia de los puestos de los mercados libres. Vengo a menudo por aquí. Si esto vuelve a ocurrir, tendré que avisar a las autoridades y a los servicios competentes.
¡Liu Quan es verdaderamente incorregible!
Bastantes problemas tiene ya para meterse ahora con ese chico. ¿Quién la ayudará a resolver sus problemas y a castigar a los que la han humillado?
Liu Quan se ha vuelto supersticiosa. Si esa mujer vestida de rojo, atraviesa la calle sin mirar hacia atrás, sus problemas se solucionarán. Deja de respirar como si su suerte dependiera de una pura coincidencia. ¡Dios mío, es tan estúpida como una vieja campesina analfabeta! ¿Quién dijo que la superstición y la desdicha iban juntas? Tiene escalofríos, a pesar de que la temperatura ambiente alcanza los 39 grados.
El sol pega tan fuerte que el sudor le cae a lo largo de la columna vertebral, entre los pechos, como si fuesen hormigas recorriendo todo su cuerpo. Las hojas de los árboles están inmóviles. No hay una sola pizca de viento, ni el más mínimo frescor en la sombra. Este año, el verano es especialmente tórrido y la gente coge muchas insolaciones. A Liang Qian no le puede ocurrir eso, pero Liu Quan teme que por su carácter se desmaye al enfadarse. ¿Eso significa que Liu Quan no tiene carácter? Al menos Liang Qian tiene a su padre. La gente no mira a los monjes sino a la cara de Buda que se encuentra detrás de ellos. Nadie se atreve a meterse con Liang Qian. ¡A ver si ha conseguido lo que quería!
Las tres piensan que en este mundo la amistad que les une es una cosa muy rara, una tierra pura, sin contaminación, sobre todo ahora que tienen cierta madurez y han perdido el entusiasmo de la juventud. ¿Quién dice que ofrecer su amistad o su amor es participar en una aventura sin regreso? Las tres han tenido experiencias dolorosos. Como si en el torbellino en el que han sido arrastradas, hubiesen perdido objetos pocos resistentes pero muy importantes para ellas, y quedándose al final con sólo un hueso duro. Sócrates contestó a la gente que criticaba su casa por ser pequeña: «Lo importante es que quepan todos mis amigos».
Ahí viene Liang Qian sobre esa moto color naranja de dos plazas. De lejos parece tener todavía la energía de su juventud. Viste una falda plisada de color negro, una blusa azul claro de seda bordada y un par de zapatos de cuero blanco. Es raro verla tan bien vestida. Lo que estropea todo, es ese sombrero de paja roto sobre su cabeza así como las palabrotas que salen de su boca: «Ese hijo puta, le he echado la bronca delante de Zhu Zhenxiang. ¡Mierda!». Seguro que su discurso habrá sido largo antes de coger la moto y venir hasta aquí. Sus labios están tan secos que se podrían pegar ¡untos.
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