– ¿Lo que me diste ayer era una aspirina?
– Claro que sí.
– Tuve la impresión de tomar un somnífero.
– No, era un analgésico, lo que ocurre es que también tienen las mismas propiedades que los somníferos.
Jinghua sentía lástima hacia ese hombre por recurrir a estos medios para mantener a la gente callada.
– Ese comprimido me hizo dormir unas horas. Realmente te falta coraje, ¿Por qué no me diste cianuro?
El hombre cambió de expresión.
– ¿Qué insinúas?
– Nada, una simple broma. ¿Por qué te lo tomas en serio? Sabes que me gusta hacer bromas de mal gusto. Si no te atreves a darme cianuro, eso no significa que otra persona te lo dé. ¡Ja, ¡a!
– ¡Vaya humor! Veo que hoy te comportas de forma extraña.
– Odio a la gente que no tiene temperamento. -Jinghua saca un cigarrillo -: ¿Qué piensas? ¿Quieres uno, un Dazhonghua?
Desde entonces, Jinghua ha podido comprobar cómo ese hombre antes de tomarse una taza de té, echa una ojeada a su alrededor, sospechando, luego mira su taza, la limpia, pone otras hojas de té y nunca se toma los posos. Al ver eso Jinghua se ríe y siempre le dice: «¡Vaya desperdicio, mira que tirar las hojas después de un solo uso!».
Se ve que tiene miedo al cianuro. Sin embargo no teme perder su dignidad humana o su conciencia. Si se pierden, ¿qué sentido tiene la vida?
¡Todo esto es despreciable!
An Tai, el secretario de la célula del Partido tomó la palabra después de Jinghua y dijo: «Apoyo a la camarada Cao Jinghua».
Jinghua vio cómo el rostro de lámina de cuchillo se sorprendió, y luego abrió de nuevo su carpeta, cogió el bolígrafo que tenía en el bolsillo y se apresuró en escribir.
El viejo An continuó: «¿Y por qué motivo? Pues, porque dijo lo que pensaba, o sea la verdad. ¿Qué significa la palabra liberalismo? Eso significa no admitir la dirección del Partido ni el socialismo. Cao Jinghua no dijo nada de eso. En su artículo propuso algunas teorías académicas. No podemos, así por las buenas, ponerle una etiqueta a una camarada. Recuerden cómo trabajábamos al principio en las zonas controladas por Chang Kaichek. Entonces, la gente no se preocupaba por saber si la forma de pensar era correcta antes de hablar con nosotros, aunque fuera reaccionaria. Y nosotros ¿cómo reaccionábamos? Exponíamos la realidad, nuestras razones, para que entendieran el motivo de nuestra lucha y se unieran a nosotros para hacer la gran revolución. Recuerdo las ideas erróneas que tenía antes de entregarme en el trabajo revolucionario. En aquella época había un viejo camarada que trabajaba de día, y por las noches venía a verme y, sentado en la cama junto a mí, intentaba hacerme razonar. Cada vez que se hacía claridad en mi mente, me sonreía, feliz. No olvidaré jamás ese rostro sonriente pero pálido e hinchado por las noches pasadas sin dormir, y esa silueta delgada que corría todas las mañanas a trabajar. Es increíble la energía que gastó ese hombre sólo para mí. Era una época donde todos vivíamos muy tensos. Ahora no es tiempo lo que nos falta… ¿Por qué en aquella época actuábamos así? Porque nuestras fuerzas eran débiles y necesitábamos más miembros en nuestras filas. Poner etiquetas o criticar hubiese asustado a la gente y nos hubiéramos quedado solos y nos hubieran vencido. Ahora que somos fuertes, que tenemos el poder, no debemos olvidar a esa gran mayoría que representan las masas. Tal vez algunos piensen que no importa que alguno que otro sea perseguido. En cantidad es poco, pero piensen un poco, a esos pocos se unirán otros y al final perderemos una multitud de gente…».
Jinghua no esperó el final del discurso de An. Se fue de la sala de reunión y se escondió detrás de la cortina de la sala del auditorio. Esperó así que acabase la reunión. Ya no se atrevía a mirar a An Tai. Ya no deseaba oírle hablar de esa forma, ya que estaba a punto de llorar.
¡Qué extraño oír hablar así a un hombre mayor que parece tan débil! En realidad padece muchas enfermedades que le hacen temblar la cabeza y las manos. El año pasado, tuvo la tensión tan alta que los médicos le dieron órdenes para descansar. Pero él guardaba esas órdenes en el bolsillo. Con ese pelo blanco y despeinado, la mirada perdida y triste, que dejaban ver su mal estado de salud, ya no tiene la fisonomía de un combatiente. A pesar de su estado su rectitud es semejante a un muro de hierro o de bronce impidiendo el paso.
Tras su discurso, el viejo An se sentó en el despacho de Jinghua para esperarle.
– ¿Qué te ha parecido mi discurso?
– Muy bien.
– ¿De verdad?
– ¡De verdad! ¡A todos les ha gustado!
Ahora ya no teme revelar sus sentimientos porque sabe que An Tai ha sido sincero. Le había dejado sobre la mesa unas hojas atadas con una cinta amarilla. Ello le recordaba las novelas clásicas del siglo XVII y XVIII o las óperas como La dama de las camelias en las que los enamorados ataban las cartas de amor con una cinta de seda amarilla. Lo cierto es que Jinghua nunca tuvo que guardar ese tipo de cartas en un baúl o en el último cajón de la mesilla. Sin embargo, sabe que esas cosas tienen mucho valor. Esperaba sin decir nada que tomase la palabra el viejo An.
– Esas cartas son de ella.
An acariciaba esas cartas como si fuese la cabellera de su amada.
Jinghua sabía quien era «ella», el amor de An. Es difícil imaginar que un hombre de más de sesenta años esté enamorado. Jinghua le deseaba, de todo corazón, lo mejor. Un hombre tan bueno como él tiene derecho a encontrar una compañera para disfrutar de los placeres del amor.
An Tai tuvo una vida de familia desdichada. Su mujer se divorció porque quiso a otro hombre. De camino hacia el comité de barrio donde tenían que firmar los papeles del divorcio, An intentó salvar su dignidad: «Digamos que es una incompatibilidad de carácter y que estamos de acuerdo sobre el divorcio. No mezclemos a otra persona en este asunto, para no complicar más las cosas». No dijo más; hablar claramente implica, a veces, herir al otro. Más tarde le comentó a Jinghua: «Soy un hombre de la antigua sociedad donde se maltrataba a las mujeres, por eso ahora las honro. Estoy dispuesto a saltar, pero temo que ella sea demasiado occidental. Por eso necesito que me aconsejes. Mira las cartas, las he ordenado por orden cronológico. Empezarás por leer las de abajo y luego las demás».
Las cartas siguen en su despacho y Jinghua no sabe aún si las va leer. De todas formas, jamás olvidará el hecho de que un personaje importante como An Tai le pida semejante consejo. Lo mismo que le ocurre a An con las sonrisas de su camarada. Ella no lo conoció. ¿Estará todavía vivo? ¿Qué papel desempeñará actualmente en la sociedad? ¿Sabrá que supo transmitir ese carácter noble a las generaciones siguientes? Si es así, puede considerar que su vida ha sido un éxito.
¡Pan, Pan, Pan! Ese ruido semejante a petardos es el carro que trae carbón. En la calle se oye gritar: «¡Carbón, carbón!» Jinghua deja su cepillo de carpintero y baja corriendo las escaleras.
Casi todo el vecindario utiliza butano, menos algunos como ella que siguen quemando trozos de carbón. Jinghua y sus amigas nunca lograron comprar botellas de gas y ahora que valen unos doscientos yuanes ni lo sueñan. Es demasiado caro. Reconoce que los trozos de carbón no son nada prácticos. Como no tienen fechas determinadas para distribuir el carbón, muchas veces se quedan sin él para cocinar. Podrían comprar más cantidad pero no tienen sitio donde dejarlo. Además cada individuo tiene un lugar preciso para ir a recogerlo. Esta vez Jinghua ha conseguido después de recibir un «no» a muchas llamadas telefónicas, que se lo traigan a domicilio.
«¡No hacemos entregas, y basta ya! No tenemos ni carro ni personal. ¿Estáis en ascuas? Pues coged un balde y venir por él». No esperan a que acabes de hablar, te cuelgan enseguida. Ni siquiera puedes suplicar.
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