C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¿Tú de qué bando estás? -preguntó ella de repente.

Harry meneó la cabeza.

– De ninguno. Creo que todo eso es una tragedia.

– Han estado aquí los del Comité de Ayuda a las familias de los miembros del Batallón Británico de las Brigadas Internacionales; pero yo no quiero dinero, sólo quiero a Bernie. -La señora Piper lo miró a los ojos-. ¿Tú podrías ir allí para localizar a esta chica y averiguar lo que ha ocurrido? -La mujer se inclinó hacia delante y tomó una mano de Harry entre las suyas-. Es mucho pedir, pero los dos erais muy buenos amigos. Si pudieras averiguarlo con certeza, averiguar si hay alguna esperanza…

Dos días después de su visita a la señora Piper, Harry subió al tren con destino a Madrid. Había conseguido reservar habitación en un hotel. El agente de viajes le había dicho que estaría lleno de periodistas; eran los únicos que viajaban a España en aquellos momentos.

A través de la ventanilla del tren Harry veía letreros por todas partes que proclamaban la guerra de los «trabajadores». Era una tibia y serena primavera castellana, pero la gente se mostraba amargada y como a la defensiva. Cuando llegó a Madrid, se sorprendió de lo distinto que estaba todo en comparación con lo que él había visto durante su primera visita. Carteles de gran tamaño, soldados y milicianos por todas partes, gente con semblante nervioso y preocupado pese a la propaganda que tronaba a través de los altavoces instalados en el centro. En los periódicos no se hablaba de otra cosa más que del intento de golpe en Barcelona por parte de unos traidores «trotskistas-fascistas».

Se registró en el hotel, muy cerca de la Castellana. Tenía la dirección de Barbara, pero primero quería orientarse un poco. Aquella tarde fue a dar un paseo y atravesó el barrio de La Latina para dirigirse a Carabanchel. Recordó haber bajado por allí con Bernie en 1931 para ir a ver a los Mera, el calor de aquel verano y lo despreocupados y alegres que ambos se sentían entonces.

Cuanto más al sur se desplazaba, menos gente había. Muchas calles estaban cerradas por barricadas, unas toscas estructuras de adoquines con un pequeño hueco para los peatones; las calles, privadas de sus adoquines, eran unos barrizales. Se oía el ruido de la artillería y, de vez en cuando, silbidos y detonaciones a lo lejos. Harry dio media vuelta. Se preguntó, con una sensación de mareo en el estómago, si los Mera estarían todavía en Carabanchel.

Aquella noche en su hotel conoció a un periodista, un individuo cínico y culto llamado Phillips. Le preguntó qué había ocurrido en Barcelona.

– Los rusos están imponiendo su control. -Soltó una carcajada-. Trotskistas una mierda. No hay ninguno.

– ¿O sea que es cierto? ¿Los rusos se han apoderado de la República?

– Vaya si es cierto. Ahora lo gobiernan todo; tienen sus propias cámaras de tortura en un sótano de la Puerta del Sol. Guardan un as en la manga, ¿comprende? En caso de que el Gobierno los desafíe, Stalin podrá decir: «Muy bien, pues ahora interrumpimos los envíos de armas.» Hasta ha conseguido que envíen el oro del Banco de España a Moscú. Y tardarán mucho en volver a verlo.

Harry meneó la cabeza.

– Me alegro de que nosotros seamos partidarios de la no intervención.

Phillips soltó otra carcajada.

– No intervención, un cuerno. Si Baldwin hubiera permitido que los franceses entregaran armas a la República el año pasado, no habrían querido a los rusos ni regalados. La culpa es nuestra. Al final, la República perderá; los alemanes y los italianos lo están inundando todo de armas y de hombres.

– Y entonces, ¿qué ocurrirá?

Phillips saludó brazo en alto a la romana.

Sieg heil, amigo mío. Otra potencia fascista. Bueno, será mejor que me vaya a la cama. Mañana tengo que elaborar un informe desde la Casa de Campo, mala suerte. Ojalá me hubiera traído mi sombrero de hojalata.

Al día siguiente, Harry se presentó en el cuartel general de la Cruz Roja y preguntó por la señorita Clare. Lo acompañaron a un despacho donde un suizo de aire agobiado permanecía sentado detrás de una mesa de caballete llena de papeles. Ambos se hablaron en francés. El funcionario lo miró con la cara muy seria.

– ¿Conoce personalmente a la señorita Clare?

– No, yo conocía a su amigo. Sus padres me han pedido que me ponga en contacto con ella.

– Está muy afectada. La hemos dado de baja por enfermedad, pero no sabemos si sería mejor que volviera a Inglaterra.

– Comprendo.

– Una lástima, ha sido un pilar de fortaleza en esta oficina. Pero no se irá, no piensa hacerlo hasta que averigüe con toda certeza qué le ha ocurrido a su novio, dice. Sin embargo, puede que jamás lo sepa con certeza. -El hombre hizo una pausa-. Siento haber recibido una queja de las autoridades. Clare se está poniendo pesada. Y nosotros necesitamos mantener buenas relaciones con las autoridades. Si usted pudiera ayudarla a ver las cosas con cierta perspectiva…

– Haré todo lo que pueda. -Harry suspiró-. Aunque aquí parece que no hay demasiada perspectiva, que digamos.

– En efecto. Más bien poca.

La dirección correspondía a un bloque de apartamentos. Harry llamó a la puerta y oyó unas pisadas como de alguien que arrastrara los pies. Se preguntó si se habría equivocado de apartamento, parecían las pisadas de una anciana; pero quien le abrió la puerta fue una joven de estatura elevada, desgreñado cabello pelirrojo y rostro hinchado y congestionado.

– ¿Sí? -preguntó sin interés.

– ¿La señorita Clare? Usted no me conoce. Me llamo Brett, Harry Brett. -Ella lo miró sin comprender-. Soy un amigo de Bernie.

Al oír el nombre, la joven cobró vida.

– ¿Hay alguna noticia? -preguntó con ansia-. ¿Tiene usted alguna noticia?

– Me temo que no. Los padres de Bernie recibieron su carta y me han pedido que venga a ver qué se puede hacer.

– Ah. -La joven volvió a hundirse de inmediato, pero sostuvo la puerta abierta-. Pase.

El apartamento estaba revuelto y desordenado y, en el aire, se respiraba un fuerte olor a humo de tabaco. Ella frunció el entrecejo con expresión perpleja.

– Conozco su nombre de algún sitio.

– Rookwood. Estuve allí con Bernie.

Ella sonrió con semblante repentinamente cordial.

– Claro. Harry. Bernie hablaba de usted.

– ¿De veras?

– Decía que usted era su mejor amigo en el colegio. -Barbara hizo una pausa-. Aunque él aborrecía aquel colegio.

– ¿Todavía?

Barbara lanzó un suspiro.

– Todo estaba relacionado con sus ideas políticas. Y ahora parece ser que sus malditas ideas políticas han acabado con él. Perdone, mis modales son horribles. -Retiró unas prendas de ropa de un sillón-. Siéntese. ¿Le apetece un café? Me temo que es bastante malo.

– Gracias, me encantará.

Le preparó un café y se sentó frente a él. Una vez más, la vida parecía haber huido de ella. Se hundió en el sillón, fumando unos fuertes cigarrillos españoles.

– ¿Ha ido a la Cruz Roja? -preguntó.

– Sí. Me dijeron que estaba usted de baja por enfermedad.

– Ahora ya han pasado casi dos meses. -Barbara meneó la cabeza-. Quieren que regrese a Inglaterra, dicen que seguramente Bernie ha muerto. Yo también lo creía al principio, pero ahora no estoy segura, no puedo estar segura hasta que alguien me diga dónde está el cuerpo.

– ¿Ha hecho algún progreso?

– No. Se están cansando de mí, me han dicho que no vuelva. Incluso se han quejado al viejo Doumergue. -Barbara encendió otro cigarrillo-. Había un comisario a quien Bernie conocía de los combates en la Casa de Campo, un comunista que trabajaba en el cuartel general del ejército. El capitán Duro. Era muy amable; trataba de averiguar todo lo que podía, pero se fue de repente la semana pasada. Lo trasladaron o algo por el estilo. Ha habido muchos cambios últimamente. Pregunté si podía ir allí, a las líneas del frente; pero, naturalmente, me dijeron que no.

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