C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Quizá sería mejor regresar a casa.

– No tengo nada por lo que regresar a casa. -Su mirada se perdió como si la hubiera dirigido hacia dentro; pareció olvidarse de la presencia de Harry. Éste se compadeció inmensamente de ella.

– Venga a comer a mi hotel -le dijo.

Ella esbozó una rápida y triste sonrisa y asintió con la cabeza.

Se pasó con ella buena parte de los dos días siguientes. Barbara quería saberlo todo acerca de Bernie, y eso parecía animarla un poco a ratos; aunque constantemente volvía a hundirse en aquella profunda y retraída tristeza de ojos vidriosos. Vestía faldas viejas y blusas sin planchar y no llevaba maquillaje; su aspecto la traía sin cuidado.

Al segundo día Harry acudió a la embajada británica, pero allí le dijeron lo que todo el mundo decía «desaparecido y dado por muerto», lo cual significaba que no habían encontrado ningún cuerpo identificable. Regresó al apartamento de Barbara sin el menor deseo de contarle lo que le habían dicho. Le había prometido visitar el cuartel general del ejército al día siguiente, quizás allí tuvieran más interés por un hombre. Después, ya no sabía qué otra cosa podría hacer. Estaba seguro de que Bernie había muerto.

Llamó al timbre y volvió a escuchar las cansinas pisadas. Barbara abrió la puerta y se apoyó en ella, mirándolo fijamente. Estaba bebida.

– Pasa -le dijo.

Había una botella de vino semivacía encima de la mesa y otra en la papelera. Barbara se dejó caer en una silla junto a la mesa.

– Toma una copa -dijo-. Bebe conmigo, Harry.

Éste dejó que le escanciara una copa. Barbara levantó la suya.

– Por la maldita revolución.

– La maldita revolución.

Le explicó lo que le habían dicho en la embajada. Barbara posó su copa y su rostro volvió a adquirir la ensimismada expresión de costumbre.

– Siempre estaba tan lleno de vida. Era tan divertido. Tan guapo. -Levantó los ojos-. Me decía que algunos chicos de la escuela se enamoraban locamente de él. Y eso a él no le gustaba.

– No. No, no le gustaba.

– ¿Tú te enamoraste de él?

– No. -Harry sonrió tristemente. Recordó la noche en que Bernie se había ido de putas-. Pero a veces le envidiaba la guapura.

– ¿Tienes alguna novia allá en Inglaterra?

– Sí. -Harry vaciló-. Una buena chica. -Llevaba unos cuantos meses saliendo con Laura; se sorprendió al darse cuenta de que apenas había pensado en ella desde su llegada a Madrid.

– Dicen que siempre hay alguien para todo el mundo, y es cierto; pero no te dicen que, a veces, te lo vuelven a arrebatar. Se esfuma. Desaparece. -Barbara se comprimió la frente con el puño y rompió a llorar en ásperos y desgarradores sollozos-. Me estoy engañando, ¿verdad? Se ha ido.

– Me temo que eso parece -contestó serenamente Harry.

– Pero mañana irás al cuartel general del ejército por mí, ¿verdad? Pregunta a ver si está el capitán Duro. Y si no tienen más noticias, yo… me daré por vencida. Tendré que aceptarlo.

– Lo haré. Te lo prometo.

Barbara meneó la cabeza.

– Normalmente no me pongo en este plan. Te he escandalizado, ¿verdad?

Harry se inclinó sobre la mesa y tomó su mano.

– Lo siento -le dijo con dulzura-. Lo siento con toda mi alma.

Barbara le apretó la mano, apoyó la cabeza en ella y lloró con desconsuelo.

El soldado de la entrada del cuartel general del ejército no quería franquearle el paso, pero Harry le explicó lo que quería en español y eso facilitó las cosas. Dentro, le dijo a un sargento que había acudido allí para informarse acerca de un soldado desaparecido en el Jarama. Dio el nombre de Bernie y el del comunista que había ayudado a Barbara. El sargento le dijo que lo consultaría con un oficial y lo acompañó a un pequeño despacho sin ventana. Harry se sentó a esperar junto a una mesa. Contempló un retrato de Stalin que colgaba en la pared, con los ojillos entornados, grandes bigotes y una sonrisa que parecía una mueca. Había también un mapa de España en el que unas líneas trazadas a lápiz señalaban las zonas cada vez más reducidas que conservaba la República.

Entró un español con uniforme de capitán, sujetando en la mano una carpeta. Era bajito y moreno, y su rostro cansado ostentaba una barba de dos días. Lo acompañaba otro capitán alto y fuerte y con la cara muy pálida. Ambos se sentaron frente a él. El español inclinó brevemente la cabeza a modo de saludo.

– Tengo entendido que está usted haciendo indagaciones acerca de un tal capitán Duro.

– No, no; estoy tratando de averiguar el paradero de un voluntario inglés, Bernie Pipen Su novia ha estado aquí y dice que el capitán Duro la ha estado ayudando mucho.

– ¿Me permite su pasaporte, si es tan amable?

Harry se lo entregó. El español lo abrió, lo estudió a contraluz. Después soltó una especie de gruñido y lo guardó en la carpeta.

– ¿Me lo podría devolver, por favor? -dijo Harry-. Lo necesito. -El capitán cruzó los brazos encima de la carpeta y se volvió hacia su compañero. El otro inclinó la cabeza.

– Habla usted muy bien el español, señor. -Su acento era extranjero, gutural.

– Es mi especialidad… soy lector… en Cambridge.

– ¿Quién lo ha enviado aquí?

Harry frunció el entrecejo.

– Los padres del soldado Piper.

– Pero su mujer ya ha estado aquí. Consta en las fichas que desapareció y se le dio por muerto. Eso significa que murió, pero no se encontró el cuerpo. Después esta mujer de la Cruz Roja ha estado viniendo aquí día tras día, y ahora usted. Y hablan siempre del capitán Duro.

– Mire, nosotros queremos saber, eso es todo. -Ahora Harry ya empezaba a enfadarse-. El soldado Piper vino a combatir por la República, ¿no le parece que es lo menos que se nos debe?

– ¿Usted es partidario de los nacionales, señor?

– No, no lo soy. Soy inglés, somos neutrales. -Harry se estaba empezando a poner nervioso. Observó que ambos oficiales iban armados con revólveres. El oficial extranjero le arrebató bruscamente la carpeta a su compañero.

– La señorita Barbara Clare, que ha estado aquí muchas veces, veo que pidió permiso para visitar el campo de batalla. Es una zona de acceso limitado. Y ella, que trabaja en la Cruz Roja, debería saberlo. Allí han declinado cualquier responsabilidad por sus investigaciones.

– Ella no venía en nombre de la Cruz Roja. Verá, Bernie Piper era su… bueno, su amante.

– Y usted, ¿qué relación tiene con él?

– Fuimos compañeros de escuela.

El capitán soltó una carcajada, un áspero sonido desde lo más profundo de su garganta.

– ¿Y a eso lo llama usted una relación?

– Bueno, mire -dijo Harry-, yo he venido aquí de buena fe para interesarme por un soldado desaparecido. Pero, si ustedes no me van a ayudar, quizá será mejor que me vaya -añadió, haciendo ademán de levantarse.

– Siéntese. -El oficial extranjero se levantó y le propinó un fuerte empujón en el pecho. Harry perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, aterrizando dolorosamente sobre la pelvis. El oficial lo miró fríamente cuando se levantó-. Siéntese en aquella silla.

A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Recordó lo que el periodista le había dicho acerca de las cámaras de tortura de la Puerta del Sol. El oficial español contempló la escena con semblante preocupado. Se inclinó y susurró algo al oído a su compañero. Éste meneó la cabeza con impaciencia, sacó una cajetilla de cigarrillos y se encendió uno. Harry miró la cajetilla; el texto estaba escrito con caracteres cirílicos.

El oficial sonrió.

– Pues sí, soy ruso. Ayudamos a nuestros camaradas españoles en asuntos de seguridad. Necesitan ayuda; hay espías fascistas y trotskistas por todas partes. Haciendo preguntas. Inventándose mentiras.

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