C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Días más felices -dijo en un susurro.

– Sí, más felices, señora.

– Por favor, tome asiento, señor.

Harry volvió a sentarse. La mujer acarició el cabello del niño. Éste miraba a Harry con semblante asustado.

Se abrió la puerta y entró una muchacha envuelta en un grueso abrigo, con una bolsa de la compra. Era una veinteañera menuda y morena, con la cara en forma de corazón y grandes ojos castaños. Al ver a Harry, se detuvo en seco. Éste se levantó.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó bruscamente la chica-. ¿Quién es usted?

– Tranquila -dijo la anciana-. Es que unos perros han atacado a Enrique. Este hombre lo ha acompañado a casa. Tu hermano ha ido por un poco de agua.

La chica dejó la bolsa en el suelo, frunciendo el entrecejo con inquietud.

– Siento haberla asustado -dijo Harry.

– ¿De dónde es usted?

– Soy inglés. Me llamo Harry Brett. Trabajo en la embajada.

La chica lo miró boquiabierta de asombro.

– Entonces… ¿usted es el que…?

– Pues… sí. -O sea que la chica también sabía con qué se ganaba la vida su hermano.

– ¿Y ahora qué es lo que ha hecho? -preguntó mirando a Harry con dureza. Acto seguido, dio media vuelta y abandonó la estancia.

– Mi hija -dijo la anciana sonriendo-. Mi Sofía, corazón de mi vida.

Se oyeron unas voces en la escalera; la de la chica, enojada, la de Enrique y un murmullo como de disculpa. Éste entró renqueando, seguido de la chica que llevaba el cubo de agua. Enrique se sentó en una silla frente a Harry y la chica sacó unas tijeras de un cajón y miró al niño.

– Paquito, ve a la cocina, anda. Enciende el horno para calentar.

El niño obedeció, se levantó de la cama y se retiró, dirigiéndole a Harry una última mirada de temor.

– Creo que lo de la pierna es lo peor -dijo Harry-. Pero también lo han mordido el brazo. ¿La puedo ayudar?

La chica levantó la cabeza.

– Ya me las arreglo yo sola. -Después se volvió hacia su hermano-. Tendrás que buscarte otros pantalones en algún sitio. -Empezó a cortar la pernera, mientras Enrique se mordía el labio para ahogar un grito de dolor. La pierna estaba hecha un desastre, llena de señales de mordeduras que se alargaban hasta formar desgarros allí donde los perros habían tirado violentamente de la carne. La chica le quitó la chaqueta a su hermano y cortó la manga de la camisa, dejando al descubierto otras mordeduras. Sacó un frasco de yodo de un cajón-. Esto te va a picar mucho, Enrique; pero, si no lo hacemos, las heridas se te van a infectar.

– ¿Hay alguna señal de rabia? -preguntó Enrique con voz trémula.

– Eso no se puede saber -contestó ella en un susurro-. ¿Alguno de los perros se comportaba de una manera extraña, se tambaleaba o parpadeaba?

– Uno se tambaleaba, el pastor alemán -contestó Enrique con inquietud-. ¿Verdad, señor?

Sofía miró a Harry con semblante preocupado.

– Es que yo le había arrojado una piedra cuando antes me había querido atacar a mí. Por eso se tambaleaba. Ninguno de los perros parecía enfermo.

– Menos mal -dijo Sofía.

– Esos perros son un peligro -dijo Harry-. Habría que sacrificarlos.

– Sería un milagro que el Gobierno hiciera algo por nosotros. -Sofía siguió lavándole la pierna a su hermano. Harry observaba con asombro su habilidad y su fría profesionalidad.

– Sofía iba para médico -graznó la anciana desde la cama.

Harry se volvió para mirarla.

– ¿De veras? -preguntó con fingido interés.

Sofía no levantó la vista.

– La guerra acabó con mis estudios. -Empezó a cortar un trozo de tela en tiras.

– ¿No convendría que a su hermano lo viera un médico?

– No podemos permitirnos ese gasto -contestó secamente-. Procuraré mantener las heridas limpias.

Harry vaciló.

– Yo lo podría pagar. A fin de cuentas, lo he rescatado y tendría que encargarme de él hasta el final.

La chica lo miró.

– Hay otra cosa que usted podría hacer por nosotros, señor, algo que no le costaría dinero.

– Cualquier cosa que yo pueda hacer…

– No diga nada. Mi hermano me ha dicho en la escalera que usted ya llevaba algún tiempo sabiendo que él lo seguía. Sólo lo hacía porque necesitamos el dinero.

Harry miró a Enrique; allí sentado con sus improvisados vendajes parecía un muchacho muy cansado y asustado.

– El jefe del bloque, el representante de la Falange responsable de este edificio, sabía que lo estábamos pasando muy mal y dijo que le podría conseguir un trabajo a Enrique. No nos hizo mucha gracia cuando nos enteramos de lo que era, pero necesitamos el dinero.

– Lo sé -dijo Harry-. Ya me lo ha dicho su hermano.

La chica entornó los párpados.

– ¿O sea que usted le preguntó a qué se dedicaba?

– ¿Acaso usted no lo hubiera hecho?

La chica frunció los labios.

– Quizá. -No le quitaba los ojos de encima. Estaba muy seria, pero su expresión no era de súplica; Harry intuyó que no era una persona capaz de suplicar nada.

– Menos mal que Ramón no estaba abajo -dijo Enrique.

– Sí, eso nos da una oportunidad. Podemos decir que Enrique fue atacado por unos perros, pero no que usted estaba presente; incluso puede que le paguen hasta que se ponga mejor.

– Y, cuando ya esté mejor, usted no tendrá que preocuparse de que alguien lo siga, señor, porque sabrá que soy yo -añadió Enrique-. Diré que sólo pasea por las calles para tomar el aire; cosa que, de hecho, es lo único que le he visto hacer.

Harry se echó a reír y meneó la cabeza. Enrique también se rió muy nervioso. Sofía frunció el entrecejo.

– Lo siento mucho -dijo Harry-. Lo siento de veras, pero es que todo ha sido muy extraño.

– Éste es el mundo en el que vivimos constantemente -replicó la chica con aspereza.

– Pero usted sabe que yo no he provocado la situación -dijo Harry-. De acuerdo, no diré nada.

– Gracias. -Sofía lanzó un suspiro de alivio. Sacó una cajetilla barata de cigarrillos y le pasó uno a Enrique antes de ofrecerle la cajetilla a Harry.

– No, gracias, no fumo.

Enrique dio una larga calada. Se oyó un sonoro ronquido desde la cama; la anciana se había quedado dormida.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Harry.

La chica miró tiernamente a su madre.

– Se pasa todo el rato durmiendo. Sufrió un ataque cuando papá murió combatiendo con los milicianos.

Harry asintió con la cabeza.

– ¿Y Paquito es su hermanito?

– No. Vivía en el piso de enfrente con sus padres. -La chica miró al niño sin pestañear-. Eran activistas sindicales. Un día del año pasado, al volver a casa, vi la puerta del piso abierta y sangre por las paredes. Se habían llevado a sus padres y a él lo habían dejado. Lo acogimos en casa para que no lo llevaran a las monjas.

– Desde entonces, no anda muy bien de la cabeza -añadió Enrique.

– Lo siento.

– Sofía trabaja en una vaquería -prosiguió diciendo Enrique-. Pero no es suficiente para mantenernos a los cuatro, señor, por eso acepté este trabajo.

Harry respiró hondo.

– No diré nada. Lo prometo. Puede estar tranquilo.

– Pero, por favor, señor -añadió Enrique, en un intento de hacerse el gracioso-. No me vuelva a llevar a aquella plaza.

Harry sonrió.

– No lo haré.

Experimentaba una extraña sensación de parentesco con Enrique; otro como él, obligado por las circunstancias a trabajar a regañadientes como espía.

– Es un sitio un poco raro para que un diplomático vaya a pasear por aquel lugar -terció Sofía, mirándolo con perspicacia.

– Es que allí vivía una familia que yo conocía. Hace años, antes de la Guerra Civil. Vivían en la plaza donde ahora están los perros. Su casa fue bombardeada. -Harry suspiró-. No sé qué habrá sido de ellos.

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