C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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De pronto, oyó el sonido regular de unas pisadas a su espalda y soltó una maldición por lo bajo. Otra vez su espía, probablemente debía de estar esperando en las inmediaciones de su apartamento. En su inquietud, había olvidado comprobar su posible presencia; no había ejercido bien su oficio. Entró en el portal del edificio más próximo. La puerta estaba cerrada y él alargó la mano hacia el pomo y se perdió en un oscuro zaguán. Caía agua desde algún sitio y se respiraba un fuerte olor a orines. Entornó la puerta y dejó sólo un resquicio para mirar alrededor.

Vio pasar al pálido joven arrebujado en su abrigo. Esperó unos minutos y luego salió y dobló la esquina de una calle. El lugar le resultaba familiar. Un grupito de hombres de mediana edad lo miró fríamente al pasar por delante de la esquina donde ellos conversaban. Recordó con una punzada de tristeza lo amable que era la gente nueve años atrás.

Dobló la esquina de una plaza. Dos lados de la plaza habían sido bombardeados y reducidos a escombros, los edificios se habían derrumbado y un caos de muros destrozados se elevaba por encima de un mar de ladrillos rotos y empapados jirones de ropa de cama. La maleza había crecido entre las piedras, unos altos y ásperos hierbajos de color verde oscuro. Unos huecos cuadrados en el suelo, llenos de espumajosa agua de color verdoso señalaban la antigua ubicación de los sótanos. La plaza estaba desierta y las casas que quedaban en pie ofrecían un aspecto abandonado, con todas las ventanas rotas.

Harry jamás había visto una destrucción de semejante calibre; los cráteres de las bombas de Londres parecían pequeños en comparación con todo aquello. Se acercó un poco más para contemplar la destrucción. La plaza debía de haber sido objeto de intensos bombardeos. Cada día se recibían noticias acerca de nuevas incursiones aéreas en Inglaterra… ¿Ofrecería Londres ahora el mismo aspecto que el de aquella plaza?

Después vio un rótulo en una esquina, Plaza del General Blanco, y experimentó una terrible sacudida en el estómago. Era la plaza donde vivía la familia Mera. Volvió a mirar a su alrededor para tratar de orientarse y entonces se dio cuenta de que el bloque de viviendas donde vivía la familia había desaparecido y ahora sólo quedaban los escombros. Permaneció allí en pie, boquiabierto de asombro. Percibió un repentino movimiento y se sobresaltó cuando un perro pegó un brinco y saltó a lo alto de lo que quedaba de una pared y se lo quedó mirando desde allí. Era un pequeño mestizo de color canela y rabo de pelo rizado; debía de haber sido la mascota de alguien, pero ahora estaba muerto de hambre y se le marcaban las costillas a través del pelaje medio comido por la sarna.

El animal soltó dos ladridos secos y entonces una docena de formas emergieron desde detrás de los muros y a través de la maleza, unos perros flacos y sarnosos de todas las formas y tamaños. Algunos no eran más grandes que el mestizo, pero había tres o cuatro de gran tamaño, incluido un pastor alemán. Los perros se juntaron para mirarlo. Harry retrocedió recordando lo que Tolhurst le había dicho el primer día acerca de los perros asilvestrados y la rabia. Miró angustiado alrededor, pero, además de los perros, no había la menor señal de vida en la brumosa y devastada plaza. El corazón le empezó a latir con fuerza al tiempo que notaba un silbido en el oído malo.

Los perros avanzaron hacia él sobre los escombros y se desplegaron lentamente en abanico en medio de un silencio pavoroso. El pastor alemán, que debía de ser el jefe, se adelantó y le enseñó los dientes. Con qué facilidad aquel levantamiento del labio podía convertir un perro en un animal salvaje.

No tienes que manifestar temor. Eso es lo que se decía de los perros.

– ¡Vete! -le gritó al perro.

Para su alivio, los perros se detuvieron a unos diez metros de distancia de él. El pastor alemán le volvió a enseñar los dientes.

Harry retrocedió sin apartar los ojos de ellos. Estuvo a punto de tropezar con un ladrillo roto y agitó los brazos para no perder el equilibrio. Mirando al pastor alemán a los ojos, se agachó para recoger el ladrillo. Los perros se pusieron tensos.

Lo arrojó contra el pastor alemán, soltando un grito. Alcanzó al animal en una de sus sarnosas caderas y éste se retorció emitiendo un aullido.

– ¡Vete! -le volvió a gritar Harry.

Los perros vacilaron un instante, pero después dieron media vuelta y echaron a correr en pos de su jefe.

La jauría se detuvo lejos de su alcance y se lo quedó mirando en actitud vigilante. A Harry le temblaban las piernas. Recogió otro fragmento de ladrillo y se retiró muy despacio. Los perros se quedaron donde estaban. Se detuvo en el extremo más alejado de la plaza con la espalda apoyada contra una pared. Un maltrecho cartel republicano seguía fijado a la misma, un soldado con casco de acero que saltaba ante el fuego de artillería.

Harry volvió lentamente sobre sus pasos sin apartarse de las paredes, vigilando por si hubiera algún movimiento desde el cráter de la bomba. Los perros habían desaparecido entre los escombros, pero él sintió su mirada y no volvió la espalda hasta llegar a la calle que desembocaba en la plaza. Se apoyó contra la pared, respirando afanosamente. De pronto, oyó un grito, un alarido de puro terror. Lo siguió otro todavía más fuerte. Dudó un instante y después corrió de nuevo a la plaza.

Su espía se encontraba al borde del cráter de la bomba. Los perros lo habían rodeado y se le habían echado encima. Un mestizo de gran tamaño lo sujetaba por la espinilla y lo sacudía para derribarlo al suelo mientras el hombre volvía a gritar. La pernera de su pantalón y el hocico del perro estaban manchados de sangre. Mientras Harry contemplaba la escena, uno de los perros más pequeños pegó un brinco y apresó el brazo del hombre, haciendo que se tambaleara. El hombre se desplomó, soltando otro grito. Entonces el pastor alemán se le arrojó al cuello. El hombre consiguió cubrirse la garganta con el brazo, pero el pastor alemán le apresó el brazo. La jauría emitió unos gruñidos de excitación y el hombre estuvo casi a punto de desaparecer debajo de ellos.

Harry cogió otro trozo de ladrillo y lo arrojó. Cayó entre los perros y éstos se apartaron enseñando los dientes sin dejar de gruñir. Cruzando la plaza medio agachado, recogió piedras y fragmentos de ladrillo y los arrojó con ambas manos, sin dejar de gritar contra los perros. Una vez más, apuntó especialmente al jefe, el pastor alemán. Los perros vacilaron y Harry pensó que ahora irían también por él, pero el pastor alemán retrocedió y echó a correr. Renqueaba; el ladrillo que Harry le había arrojado anteriormente le debía de haber hecho un poco de daño. Los otros perros lo siguieron y se perdieron una vez más entre la maleza.

El hombre permanecía tumbado, despatarrado sobre los adoquines rotos, apretando el brazo contra la garganta. Miró a Harry con la boca abierta, respirando entre jadeos sonoros. La pernera del pantalón estaba rasgada y cubierta de sangre.

– ¿Se puede levantar? -le preguntó Harry. El hombre lo miró con los ojos desorbitados a causa del terror-. Tenemos que irnos de aquí -añadió dulcemente Harry-. Podrían volver, ahora ya han probado su sangre. Vamos, yo lo ayudo.

Sujetó al hombre por las axilas y lo ayudó a levantarse. Era muy liviano, sólo piel y huesos. Apoyando el peso del cuerpo en una pierna, el hombre puso el otro pie en el suelo y lo volvió a levantar, haciendo una mueca. El pastor alemán había regresado y los observaba desde lo alto de una montaña de escombros. Harry le pegó un grito y el perro se retiró una vez más. Después, ayudó al hombre a abandonar la plaza, echando la vista hacia atrás a cada pocos segundos. Cuando ya se encontraban a un par de calles de distancia, lo dejó en el peldaño de la entrada de una casa de vecindad. Una mujer los miró desde una ventana y después cerró las persianas…

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