– Gracias -dijo el espía casi sin resuello-. Gracias, señor.
La pierna le seguía sangrando y ahora también había sangre en los pantalones de Harry. Éste pensó en la rabia… Si los perros estuvieran infectados, el espía moriría.
– Pensaba que lo había despistado -dijo Harry.
El espía lo miró horrorizado.
– ¿Lo sabe? -Abrió enormemente los ojos. Era todavía más joven de lo que Harry pensaba, poco más que un niño. Ahora su pálido rostro estaba blanco como la cera a causa del sobresalto y el temor.
– Lo sé desde hace algún tiempo. Pensé que me había librado de usted.
El hombre lo miró con tristeza.
– Siempre lo pierdo. Lo perdí cuando salió esta mañana. Más tarde lo vi cerca de su apartamento, pero se me volvió a escapar antes de llegar a la plaza. -Miró a Harry con una leve sonrisa en los labios-. En eso es usted mejor que yo.
– ¿Cómo se llama?
– Enrique. Enrique Roque Casas. Habla usted muy bien el español, señor.
– Soy traductor. Aunque supongo que eso usted ya lo sabe.
El joven pareció avergonzarse.
– Me ha salvado la vida. Créame, señor. Yo no quería hacer este trabajo, pero necesitamos el dinero. Ahora me avergüenzo. -Se apoyó la mano en la pierna y la retiró cubierta de sangre. Le empezaban a castañetear los dientes.
– Vamos, lo acompañaré a casa. ¿Dónde vive?
La respuesta fue un susurro que él no pudo captar, le silbaba el oído malo. Inclinó el sano hacia él y repitió la pregunta.
– A unas pocas calles de aquí, cerca del río. En Madre de Dios… había oído hablar de esos perros, pero lo olvidé. No quería tener que informar de que lo había vuelto a perder. La verdad es que no están muy satisfechos conmigo. -Ahora Enrique estaba temblando y ya empezaba a experimentar los efectos del choque.
– Vamos -dijo Harry-. Póngase mi abrigo.
Se lo quitó y rodeó con él aquellos escuálidos hombros. Sujetándolo, Harry siguió las instrucciones de Enrique a través de las angostas callejuelas, sin prestar atención a las miradas de los viandantes. «Esto es ridículo», pensó, pero no podía abandonar sin más al muchacho; se encontraba en estado de choque y necesitaba que le examinaran la pierna.
– Bueno, ¿entonces para quién trabaja? -le preguntó bruscamente.
– Para el Ministerio de Asuntos Exteriores, señor. El jefe de nuestro bloque me consiguió el trabajo. Me dijeron que tenía que seguir a un diplomático británico y comunicarles adónde iba.
– Ya.
– Mandan seguir a todos los diplomáticos, menos a los alemanes. Incluso a los italianos. Dijeron que usted era traductor, señor, y que probablemente sólo iría a la embajada y a los buenos restaurantes de la ciudad; pero yo lo tenía que seguir y anotarlo todo.
– Puede que consiguieran alguna información útil. Si yo acudiera a un burdel, por ejemplo, me podrían someter a chantaje.
Enrique asintió con la cabeza.
– Sé cómo funciona la cosa, señor.
«Lo sabes demasiado bien», pensó Harry.
Se detuvieron ante una ruinosa casa de vecindad.
– Ésta es mi casa, señor -dijo Enrique.
Harry abrió la puerta de un empujón y entró en el húmedo y oscuro zaguán.
– Vivimos en el primer piso -dijo Enrique-. Si usted me pudiera ayudar…
Harry lo ayudó a subir el tramo de escalera. Enrique sacó una llave y abrió la puerta con mano temblorosa. La puerta daba a un recibidor pequeño y oscuro. Se respiraba en el aire un penetrante olor a moho. Enrique abrió otra puerta y entró renqueando en un saloncito. Harry lo siguió y se quitó el sombrero. Debajo de una mesilla ardía un brasero, pero la estancia seguía estando muy fría. Un par de sillas de madera arañadas rodeaban una mesa junto a la cual permanecía sentado un delgado chiquillo de unos ocho años, dibujando una y otra vez al pastel unas oscuras formas en un ejemplar del periódico Arriba. Al ver a Harry, el niño se levantó de un salto y se acercó corriendo a una combada cama individual que había en un rincón. La rodeaban unas cortinas que en aquel momento estaban descorridas. Una anciana de fino cabello gris, arrugado rostro torcido hacia un lado en una siniestra mueca y ojo semicerrado, descansaba en ella recostada sobre unas almohadas. El niño se encaramó a la cama de un salto y se acurrucó contra el costado de la anciana. Harry se sorprendió al ver el temor y la rabia que reflejaba su rostro.
La anciana se incorporó apoyándose en un brazo.
– Enrique, ¿qué ha pasado, quién es éste? -Hablaba arrastrando muy despacio las palabras, y Harry se dio cuenta de que había sufrido un ataque.
Enrique pareció recuperar el dominio de sí mismo. Se acercó y besó a la mujer en la mejilla mientras le daba al niño una palmada en la cabeza.
– Tranquila, mamá. He sufrido un accidente, unos perros me atacaron y este hombre me ha acompañado a casa. Por favor, señor.
Acercó una de las desvencijadas e inseguras sillas de madera y Harry se sentó. La silla chirrió bajo su peso. Enrique volvió a acercarse renqueando a la anciana. Se sentó en la cama y tomó su mano.
– No te preocupes, mamá, no pasa nada. ¿Dónde está Sofía?
– Ha ido a comprar.
La anciana se inclinó hacia delante para acariciar al niño. Este había hundido el rostro en su brazo izquierdo, muy blanco y arrugado. El niño se incorporó y señaló la pierna de Enrique.
– ¡Sangre! -chilló-. ¡Sangre!
– Tranquilo, Paquito, es sólo un corte, no es nada -dijo Enrique, tratando de serenarlo.
La anciana acarició la cabeza del chiquillo.
– No es nada, niño. -Después miró a Harry-. ¿Extranjero? -le preguntó a su hijo en voz baja-. ¿Es alemán?
– Soy inglés, señora.
Ella lo miró con inquietud y Harry comprendió que sabía con qué se ganaba la vida su hijo. Harry contempló los pantalones desgarrados y manchados de Enrique.
– Habría que lavar esta pierna.
La anciana asintió con la cabeza.
– Agua, Enrique, trae agua.
– Sí, mamá.
Enrique inclinó la cabeza y se acercó renqueando a la puerta. Harry se levantó para echarle una mano, pero Enrique rechazó su ayuda con un gesto de la mano.
– No. Quédese aquí, señor, por favor. Ya ha hecho suficiente.
Tomó un cubo que había en un rincón y se retiró dejando a Harry allí sin saber qué hacer. Este pensó que ya podría marcharse, pero no quería parecer grosero. Recordó cómo el pastor alemán había tirado del brazo del espía, en un intento de morderle la garganta, y se estremeció.
La mujer y el niño lo miraban fijamente desde la cama. Era difícil leer la expresión del rostro de la anciana, pero la del niño reflejaba rabia y temor. Harry esbozó una torpe sonrisa. Miró alrededor. Todo estaba muy limpio, pero, si la mujer se pasaba allí todo el día, era lógico que no se pudiera evitar aquel olor a moho que se respiraba en el aire. Había unas flores secas en unos jarrones y unos cuadros baratos de escenas campestres en las paredes destinados a alegrar un poco la estancia. Sin embargo, Harry observó que la pared de debajo de la ventana presentaba unas oscuras estrías de hongos en la parte donde el agua goteaba desde un antepecho podrido sobre una manta doblada. Apartó la mirada. Vio también unas cuantas fotografías prendidas en la pared. La anciana señaló una de ellas con el dedo.
– Mi boda -graznó.
Harry asintió cortésmente y se levantó para echarle un vistazo, mientras el niño se ponía tenso al verle cruzar el cuarto. La fotografía mostraba a una joven pareja de pie ante el pórtico de una iglesia y, a su lado, un joven y sonriente sacerdote. A juzgar por la ropa, la fotografía parecía corresponderse más o menos con la época de la boda de sus padres. La mujer sonrió con la mitad del rostro que todavía podía mover.
Читать дальше