– Podría ser. Los del campo habrán llamado a la ciudad. Si así fuera, espere en la catedral. El señor Piper cruzará el desfiladero más abajo y se dirigirá allí. Después tendrán ustedes que regresar al automóvil y fingir ser un matrimonio inglés que está pasando el día en Cuenca. Y recuerde que andarán buscando a un prisionero, no a un hombre impecablemente afeitado y vestido con traje de paisano. Con un poco de suerte, no habrá bloqueo de carreteras, no pensarán que se haya ido en coche. -Luis miró a Barbara con sus profundos y duros ojos verde aceituna-. Su aspecto de persona acomodada será su mejor disfraz, señora.
– ¿Cuánto ha dicho usted que distaba Cuenca del campo? ¿Ocho kilómetros?
– Sí.
– ¿Él estará en condiciones de caminar tanto? -preguntó Barbara con voz trémula.
– Supongo que sí. Con el frío que hace, muchos se ponen enfermos en el campo; pero, de momento, su amigo está bien. Y todo es cuesta abajo.
– ¿Y si lo descubren por el camino?
– Esperemos que no -contestó Luis en tono cortante. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que descansaba sobre la mesa-. Tenemos que confiar en que no haya nieve y no brille la luna. -Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda-. Tendrá que moverse con cuidado y ocultarse en la sombra.
Barbara se sintió repentinamente abrumada por las dudas.
– ¿Y si lo atrapan…?
– El lo ha querido así, señora.
– Sí. -Barbara se mordió el labio-. Sí, correrá el riesgo, lo sé. Tengo que hacerlo por él.
Luis la miró con curiosidad.
– Cuando lo tenga a su lado, ¿qué hará usted?
El rostro de Barbara se puso tenso.
– Lo acompañaré a la embajada británica. Es ciudadano británico; tendrán que aceptarlo. Ya enviaron a casa a todos los demás brigadistas internacionales.
– ¿Y usted?
– Ya veremos. -Barbara no tenía intención de revelarle sus planes.
– Confío en que me pague el resto del dinero cuando regrese.
– Me volveré a reunir con usted el día dieciséis -dijo Barbara-. Aquí, a mediodía. ¿Y si se produce algún cambio en el plan, si le cambian el turno a Agustín, o Bernie se pone enfermo o algo por el estilo?
– Agustín me enviará un mensaje y yo la llamaré a usted a casa. Me tendrá que dar su número.
– Eso es peligroso. -Barbara lo pensó un momento-. Si no estoy en casa, diga que llama de la panadería por lo del pastel de Navidad y que volverá a llamar. Yo enseguida me pondré en contacto con usted. ¿De acuerdo? -Anotó el número en la cajetilla de cigarrillos y se la entregó. Luis sonrió, siempre encantado de que le regalaran cigarrillos; pero, de repente, la miró con aire muy cansado.
– Lo han planeado todo muy bien -dijo Barbara-. Usted y su hermano.
Luis evitó mirarla a los ojos.
– No nos dé las gracias -dijo-. No nos dé las gracias, por favor.
– ¿Por qué no?
– Lo hemos hecho por dinero. Necesitamos dinero para nuestra madre. -Otra vez el mismo cansancio en su rostro. Ambos guardaron silencio un instante.
– Dígame -preguntó Barbara-, ¿ha tenido alguna otra noticia de aquel periodista? ¿Markby?
Luis meneó la cabeza.
– No, contactó conmigo a través de un amigo; quería hacer un reportaje sobre los campos de prisioneros, pero ya no supe nada más de él. Creo que ha regresado a Inglaterra.
– He intentado llamarle varias veces, pero siempre estaba fuera.
– Los periodistas. Son gente sin raíces. -Luis contempló su café y después carraspeó-: Señora…
– Sí, claro. -Barbara abrió el bolso y le entregó un sobre abultado por debajo de la mesa.
Él lo tomó, permaneció inmóvil un instante y después hizo una señal afirmativa con la cabeza. Barbara observó que los hombros de su raída chaqueta estaban mojados; comprendió que no tenía abrigo.
– Gracias -dijo Luis-. Y ahora le sugiero que nos reunamos aquí el viernes, día once, para discutir los preparativos definitivos. Para asegurarnos de que todo marcha como la seda.
– De acuerdo. -Se sentía alborozada. Estaba ocurriendo, iba a ocurrir.
Luis se metió el sobre en el bolsillo y miró a hurtadillas a los clientes que lo rodeaban para asegurarse de que no lo estaban observando. Barbara se sintió súbitamente oprimida y agobiada. Estaba deseando irse de allí. Se levantó.
– ¿Nos vamos?
– Yo me quedaré un ratito, hasta que deje de nevar. Hasta la semana que viene, señora. -Después la miró y añadió inesperadamente-: Es usted una buena mujer.
Barbara rió.
– ¿Yo? No lo creo. Simplemente causo problemas.
Luis meneó la cabeza.
– No. Eso no es cierto. Adiós, señora.
– Hasta luego.
Se abrió paso hasta la puerta. Fue un alivio respirar una vez más el frío aire del exterior. La nieve empezaba a amainar. Encendió un cigarrillo y se dirigió al centro. Ahora había muy pocas personas en la calle. Todos los que podían se habían quedado en casa. La gente no quería correr el riesgo de estropearse los zapatos; aunque pudiera encontrar otros que los sustituyeran, los precios estaban por las nubes.
Cruzó la Plaza Mayor. Las palmeras cubiertas de nieve ofrecían un aspecto extraño. Al lado de una de las fuentes, un vendedor de periódicos permanecía en pie junto a su quiosco. Le llamó la atención un titular garabateado en una cartelera: «Veterano de guerra torturado y asesinado en Alcalá. El Terror Rojo, bajo sospecha.»
Compró un ejemplar del Ya, el periódico católico. Se acercó a la entrada de una tienda cerrada y examinó la primera plana. Bajo la fotografía de un hombre de complexión delgada vestido con uniforme del ejército en posición de firmes, leyó:
El cuerpo del teniente Alfonso Gómez Romero, de 59 años, fue' descubierto ayer en una acequia de drenaje cerca del pueblo de Paloblanco, a las afueras de Santa María la Real. El comandante Gómez, veterano de las guerras de Marruecos que en 1936 participó en la liberación de Toledo, fue salvajemente torturado. Lo hallaron con las manos y los pies quemados y el rostro desfigurado. Se sospecha de una de las bandas del Terror Rojo que actúan en distintas zonas de la sierra. El subsecretario de Comercio coronel Santiago Maestre Miranda, patrón y antiguo jefe del comandante Gómez, declaró que eran amigos y compañeros desde hacía treinta años y que él se encargaría personalmente de que los asesinos fueran detenidos. «No hay seguridad ni protección para los enemigos de España», dijo.
Barbara sintió flojera en las rodillas y pensó que se iba a desmayar. Un sacerdote que pasaba por delante de la tienda la miró con curiosidad. Ahora ya lo sabía. Sandy había mencionado el apellido de Gómez por teléfono y ella había oído mencionar el nombre de Maestre como adversario de los amigos de la Falange de Sandy. Estaba implicado en la tortura y el asesinato de aquel hombre. Sandy había dicho que tendrían que resolver el asunto, queriendo decir con ello «asesinar». Y aquél era el hombre al que ella estaba engañando para salvar a su enemigo de la infancia. Se agarró al tirador de la puerta cerrada y respiró hondo varias veces, para no desmayarse.
Tras su encuentro con Barbara y Sofía, Harry regresó a la embajada. Llamó al despacho de Sandy desde la pequeña estancia en la que había un teléfono privado a disposición de los espías. La secretaria le pasó la llamada.
– ¿Sandy? Hola, soy Harry. Mira, quisiera reunirme contigo. Hay algo que me gustaría comentarte.
Percibió un tono de impaciencia en la voz de Sandy.
– Es que estoy muy ocupado, Harry. ¿Qué te parece después del fin de semana?
– Es un poco urgente.
– De acuerdo. Mañana es sábado, pero yo vendré al despacho. Me reuniré contigo en el café. -Harry captó un suspiro inmediatamente reprimido-. ¿A las tres en punto?
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