– Faltaría más.
Sofía la miró sonriendo.
– Paco pregunta constantemente por ti. No sé si podrás ir a verlo antes de marcharte a Inglaterra.
Barbara le devolvió la sonrisa.
– Me encantaría. Gracias. A lo mejor, lo podríamos llevar a algún sitio que le guste.
Harry respiró hondo.
– Tengo que hablar con Sandy de un asunto relacionado con aquel negocio. ¿Sabes si hoy estará en su despacho?
– Supongo que sí. -Barbara consultó el reloj-. ¡Oh, Dios mío, me tengo que ir! No os he dejado comer, contándoos todas mis penas. ¡Cuánto lo siento!
– No te preocupes. Oye, a ver si me llamas y organizamos algo para que vayas a ver a Paco.
– Lo haré. Me ha encantado veros a los dos.
Barbara se inclinó para besar a Sofía en la mejilla al estilo español y después se levantó y se encaminó hacia la salida, luego se detuvo un momento para anudarse el pañuelo alrededor de la cabeza. Harry la miró, pero pensando en el matrimonio. ¿Se atrevería a dar aquel paso? ¿Y Sofía lo aceptaría? En la embajada averiguaría más detalles; pero primero tendría que intentar reclutar a Sandy para que Hillgarth le permitiera apuntarse aquel triunfo.
Barbara abrió la puerta y se volvió para despedirse rápidamente con la mano antes de perderse en medio del remolino de los copos de nieve.
Barbara se maldijo en su fuero interno mientras se alejaba calle abajo. No era su intención soltarlo todo de aquella manera. Sin embargo, al verlos a ellos dos sentados allí con aquel aire tan doméstico y en cierto modo tan seguro, no lo había podido evitar.
Tras haber escuchado furtivamente aquella llamada, había temido durante un tiempo que Harry pudiera estar implicado en alguna de las muchas cosas horribles en las que Sandy andaba metido. Pero, cuando más tarde lo vio, supo que no era así; más bien, otros lo utilizaban a él como rehén. Menos mal que el negocio se había ido a pique, fuera lo que fuera. Se sentía culpable cada vez que veía a Harry, porque éste seguía pensando que Bernie había muerto. Precisamente aquel día estaba citada con Luis y esperaba discutir los planes efectivos para la fuga de Bernie. Sabía que Agustín ya había regresado de su permiso de vacaciones. Le había sugerido a Harry que se reunieran en el Café Gijón porque, ahora que la posibilidad de ver a Bernie estaba tan cerca, quería volver a visitar todos los lugares en los que ambos habían estado juntos, lugares que durante tanto tiempo ella había evitado. Tres años transcurridos en campos de prisioneros. «¿Cómo estará? ¿Cómo reaccionará al verme?» Se dijo que no tenía que esperar nada, ambos habrían cambiado hasta extremos irreconocibles. Lo único que tenía que esperar era sacarlo de allí.
La nieve caía copiosamente, cubría los automóviles y los abrigos de quienes deambulaban entre la tormenta cual blancos fantasmas. Se le fundía a través del pañuelo de la cabeza, y pensó que debería haber llevado sombrero. El viento le arrojaba la nieve contra los cristales de las gafas y se las tenía que limpiar con las manos enguantadas.
Pasó por delante de una pareja de la Guardia Civil que montaba guardia a la entrada de un edificio del Gobierno; con sus gruesas capas y sus tricornios cubiertos de nieve, parecían muñecos de nieve con unas máscaras siniestras pintadas encima. Era la primera vez que la contemplación de un guardia civil le provocaba risa.
Se daba cuenta de que últimamente se sentía muy a menudo al borde de la histeria, pero cada vez le resultaba más difícil reprimir sus sentimientos. Quizá le faltara muy poco para irse. Desde la noche, dos semanas atrás, en que había escuchado la conversación telefónica, había estado intentando analizar las palabras de Sandy. «Estos viejos soldados de Marruecos aguantan mucho. ¿Sigue diciendo que Gómez es su verdadero apellido?» Había tratado de buscar una docena de interpretaciones distintas, pero siempre acababa en lo mismo: alguien estaba siendo torturado. Y empezó a pensar: «Como se entere de lo que estoy haciendo, puede que yo también corra peligro.»
Cuando Sandy bajó del estudio después de la llamada, Barbará le entregó la bolsa que el viejo judío le había entregado, pero él pareció no darle importancia. La dejó en el suelo, junto a su silla, y se quedó allí sentado contemplando el fuego de la chimenea sin prestarle la menor atención. Estaba más preocupado que nunca: el sudor le brillaba en el negro bigote. A partir de aquella noche, se había mostrado cada vez más reservado. Ya apenas le prestaba atención, aunque eso a ella le daba igual. Si pudiera aguantar hasta liberar a Bernie y después huir a Inglaterra. Quizá Sandy jamás se enterara de lo que había hecho.
Dos noches atrás, Sandy había regresado a casa muy tarde. A pesar de que bebía mucho, raras veces se emborrachaba. Tenía un extraordinario autocontrol. Aquella noche, en cambio, entró en el salón tambaleándose y miró alrededor con la expresión de quien lo ve todo por primera vez.
– ¿Qué miras? -le preguntó a Barbara con voz pastosa.
A Barbara el corazón le empezó a galopar en el pecho.
– Nada, cariño. ¿Te encuentras bien? -Siempre en actitud conciliadora, su estrategia instintiva. Dejó su labor de punto. Ahora se pasaba la tarde haciendo calceta, los rítmicos movimientos la tranquilizaban.
– Pareces una vieja, todo el día con tu maldita calceta -dijo él-. ¿Dónde está Pilar?
– Es su noche libre, ¿no lo recuerdas? -Probablemente quería acostarse con ella; le estaría bien empleado a Pilar, tener que aguantar que él la sobara en semejante estado.
– Ah, sí, es verdad. -Una lujuriosa sonrisa se le dibujó en los labios mientras se acercaba al mueble bar para prepararse un whisky. Después, se sentó frente a ella y tomó un buen trago-. Esta noche vuelve a hacer un frío de cojones.
– La escarcha ya ha matado un montón de plantas en el jardín.
– Plantas -repitió Sandy en tono burlón-. Plantas. Hoy he tenido un día fatal. Algo muy importante que tenía entre manos se ha ido al carajo, a la puta mierda. -Se volvió a mirarla con su ancha sonrisa de siempre-. ¿Te imaginas que fuéramos pobres, Barbara?
– Pero no es para tanto, ¿verdad?
– ¿Que no? Pobre Barbara. -Se rió para sus adentros-. Pobre Barbara, eso fue lo que pensé de ti cuando nos conocimos. -La sonrisa le tembló a Barbara en los labios. Si se quedara dormido. Si se cayera al fuego de la chimenea. Sandy la volvió a mirar, esta vez con la cara muy seria-. No seremos pobres -dijo-, yo no permitiré que eso ocurra. ¿Lo entiendes?
– Pues claro, Sandy.
– Me recuperaré. Siempre lo hago. Nos quedaremos en esta casa. Tú, yo y Pilar. -Una chispa se encendió en sus ojos-. Ven a la cama. Anda, te voy a enseñar de qué estoy hecho todavía.
Barbara respiró hondo. Recordó el plan de echarle en cara su relación con Pilar para mantenerlo a raya, pero ahora estaba demasiado asustada.
– Has bebido mucho, Sandy.
– Pero eso a mí no me detiene. Vamos.
Se levantó, se acercó a ella haciendo eses y le estampó un húmedo beso de cerveza en la boca. Barbara reprimió el instinto de apartarse y dejó que la levantara, la rodeara con un brazo y la acompañara al piso de arriba. Al llegar al dormitorio, Barbara confió en que Sandy se desplomara en la cama, pero ahora parecía que estaba más controlado. Empezó a desnudarse mientras ella se quitaba la ropa, muerta de asco en su fuero interno. Se quitó la camisa y dejó al descubierto el cuerpo musculoso que tanto la excitaba en otros tiempos, pero que ahora sólo le recordaba a un animal fuerte y perverso. Consiguió dominar su repugnancia mientras él la penetraba, emitiendo unos pequeños gruñidos que parecían de desesperación. Después se apartó de ella y, al cabo de un minuto, se puso a roncar. Barbara se preguntó cómo había podido aguantarlo y cómo no se había echado a llorar y no lo había apartado a golpes. Por miedo, suponía. El miedo te puede aplastar, pero también te puede conferir fuerza y capacidad de control. Se dirigió sigilosamente al cuarto de baño, cerró la puerta y, víctima de unos violentos mareos, empezó a vomitar.
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