C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Necesitamos averiguar datos sobre esta mina, con cuántos recursos de oro cuenta el régimen. El único camino que nos queda es Forsyth. -Hillgarth miró a Harry con expresión inquisitiva-. Me gustaría ofrecerle una oportunidad de redimirse. Barajamos la posibilidad de reclutarlo, dado que Maestre no se dejará sobornar. Dígaselo, Tolly.

Tolhurst lo miró más serio que una lechuza.

– Ésta es información clasificada, Harry. ¿Recuerdas que me preguntaste acerca de los Caballeros de San Jorge? -Harry asintió con la cabeza-. Nuestro Gobierno dispone de grandes sumas destinadas a sobornar a gente aquí en España. A destacados monárquicos bien relacionados con el régimen y a cualquier otra persona que ejerza influencia sobre el Gobierno y pueda abogar en favor de que España no entre en guerra.

– Casi todas las embajadas cuentan con fondos para sobornos -terció Hillgarth-. Pero esto, a distinta escala. No es sólo la antipatía por los fascistas lo que induce a Maestre a facilitarnos información; a él y a otros personajes de alto rango. Si Forsyth se pasara a nuestro bando, podríamos hacerle llegar fondos y ofrecerle protección diplomática si fuera necesario. He llegado a la conclusión de que es la única manera de averiguar algo acerca del oro. Las acciones de su empresa están cayendo en picado. Supongo que Maestre y su comité le están apretando las tuercas. Quieren arrebatarle el control del oro a la Falange.

– Estaría muy bien, señor.

– Londres quiere saber si hay oro, y cuánto. Están ejerciendo presión sobre Sam; pero, de momento, éste ni siquiera consigue concertar una cita con Franco. El Generalísimo se está tomando toda suerte de molestias para tratarnos con el mayor desdén posible y complacer así a los alemanes. Y lo que hemos conseguido averiguar acerca de la personalidad de Forsyth nos induce a pensar que éste se tirará de cabeza a nuestro bando si su proyecto tropieza con dificultades. -Hillgarth se inclinó hacia delante-. ¿Usted qué piensa, Harry?

Harry reflexionó un momento.

– Si tiene problemas, creo que podría hacerlo.

Al final, había acabado por despreciar a Sandy, pero pensaba que la perspectiva de que Hillgarth le arrojara un salvavidas sería un alivio para él.

– Si necesita un plan de fuga, se conformará con menos dinero -terció Tolhurst-. No conviene estirar demasiado el presupuesto.

Harry miró a Hillgarth con la cara muy seria.

– Pero no sé hasta qué extremo se pueden fiar ustedes de Sandy. Siempre le hace el juego a alguien.

Hillgarth sonrió.

– Ah, sí, de eso ya me he dado cuenta. De hecho, creo que Forsyth podría convertirse en un espía excelente. Alguien aficionado a tener secretos; puede que disfrute con la emoción del peligro. ¿Qué tal le suena eso?

– Yo diría que bien, siempre y cuando el peligro no se acerque demasiado. Tal vez debería estar asustado -contestó Harry, mirando a Hillgarth a los ojos-. Podríamos estar contratando a alguien implicado en un asesinato.

El capitán inclinó la cabeza.

– No sería el primero, no podemos ser remilgados.

Hubo una pausa de silencio. Tolhurst la rompió.

– ¿Tiene Forsyth alguna preferencia política?

– Creo que apoya cualquier sistema que le dé mano libre para ganar dinero. Por eso le gusta Franco. Odia a los comunistas, naturalmente. -Harry hizo una pausa-. Pero tampoco es leal a Gran Bretaña, ni poco ni mucho.

– Su padre es obispo, ¿verdad? -preguntó Hillgarth-. Por regla general, los hijos de los clérigos acostumbran a ser personas inestables.

– Sandy cree que la Iglesia y todas sus antiguas tradiciones están hechas a propósito para asfixiar a personas como él.

– Y no le falta razón. -Hillgarth asintió con la cabeza y luego juntó las puntas de los dedos de las manos delante de sí-. Entonces, eso es lo que vamos a hacer: vuelva a reunirse con Forsyth; dígale, simplemente, que hay alguien en la embajada que tiene un ofrecimiento que hacerle. No revele demasiado, sólo anímelo a venir. Puede decirle que tiene contactos con el servicio secreto si cree que eso le podría resultar útil. Si consigue hacerlo, podría borrar la pizarra y regresar a casa con un triunfo en el bolsillo.

Harry asintió con la cabeza.

– Haré lo que pueda. Hoy voy a comer con Barbara. Puedo intentar organizar algo. -«Menos mal que es lo último que me piden», pensó.

– Muy bien. ¿Qué tal es la mujer de Forsyth?

– No creo que sean muy felices.

– ¿Sigue sin saber nada acerca del negocio?

– Sí. Estoy prácticamente seguro de que él no le cuenta nada.

– Temíamos que usted se hubiera empezado a encariñar con ella, hasta que se lió con esa lechera -dijo Hillgarth, haciéndole a Harry un repentino e inoportuno guiño.

Mientras se dirigía a pie al centro a la hora del almuerzo, Harry pensó en la entrevista. La indiferente manera con que Hillgarth había despachado la desaparición de Gómez y la posible intervención de Sandy en el asunto lo habían dejado helado. ¿Acaso no sabían lo que significaba para una persona normal el hecho de tener que hacer aquel trabajo? Unas pequeñas brigadas de obreros limpiaban sin orden ni concierto las aceras con palas y escobas. Harry buscó la posible presencia de Enrique entre ellos, pero no lo vio.

Barbara le había propuesto reunirse con él y Sofía en el Café Gijón. La elección del lugar le había parecido un poco rara; sabía que Barbara solía ir allí con Bernie durante la Guerra Civil, pero ahora apenas mencionaba su nombre. «Pobre Bernie -pensó-, por lo menos no tuvo que ver en qué se había convertido España.»

La barra estaba llena de prósperos madrileños que se quejaban de la nieve mientras tomaban café. Se respiraba en el aire un húmedo olor a grasa. Harry se llevó su taza de café con leche a un desierto rincón del local. Se dio cuenta de que había llegado muy temprano.

Sandy y los espías se llevarían muy bien, pensó. Bueno, él los dejaría con lo suyo y se iría a casa. «Pero ¿a casa para hacer qué?», se preguntó. Vuelta a Cambridge, más solo que la una. Se miró la cara en los espejos. Había adelgazado desde su llegada allí, lo cual le parecía de perlas. «¿Y si me pudiera llevar a Sofía?», se preguntó. ¿Habría alguna manera? Tendría que cargar también con Paco, porque ella jamás lo abandonaría. Si pudiera llevárselos a los dos a Inglaterra… ¿Y si no diera resultado? Una parte de su mente también le decía que estaba loco, que sólo la conocía desde hacía seis semanas.

El barman le había dejado el cambio en un platito. Una de las nuevas monedas de cinco pesetas con el busto de Franco. Volvió a pensar en Hillgarth, hablando como si tal cosa de la posibilidad de reclutar a alguien… que quizá fuera un asesino, contándole de qué manera había sobornado a los monárquicos. Hoare había dicho que había sudado sangre para intentar convencer a los monárquicos de que él y ellos hablaban el mismo lenguaje. «Pero también había sudado oro», pensó Harry. Gente como Maestre que hablaban del honor de España y de las tradiciones que preservaban; pero que, al mismo tiempo, aceptaban sobornos de un enemigo en potencia. Y Gran Bretaña, a la que sólo interesaba España por su valor estratégico… aunque ganaran la guerra, España quedaría en poder de Franco y volvería a ser olvidada.

Se inclinó sobre su taza de café con leche. Pensó que quizá fuera mejor que Hitler invadiera España. Hasta Sandy decía que el régimen era muy débil; quizás el pueblo volviera a alzarse contra los alemanes tal como se había alzado contra Napoleón. Pero entonces Gran Bretaña perdería Gibraltar y quedaría todavía más debilitada/Recordó la imagen que había visto el primer día, unos soldados alemanes y españoles saludándose en la frontera. El Führer y el Caudillo sellando su eterna amistad tras la victoria de ambos en Europa. La idea era espantosa. Volvió a estudiar su tenso rostro en el espejo. Les prestaría aquel último servicio, intentaría reclutar a Sandy para ellos.

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