C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Dos guardias sacaron a Pablo de la barraca donde había permanecido incomunicado y lo llevaron a rastras hasta la cruz que había junto a la barraca del rancho. Bernie vio suspirar a Agustín, como si estuviera cansado. Colocaron a Pablo al lado de aquella cosa mientras la respiración se les congelaba en el aire. Aranda se acercó a ellos a grandes zancadas, golpeándose el muslo con la fusta. Lo acompañaban el padre Jaime y el padre Eduardo, ambos envueltos en unas gruesas capas negras. Habían permanecido junto a él en el estrado durante el acto de pasar lista. El padre Jaime, frío y ceñudo; el padre Eduardo, con la cabeza inclinada. Los tres se detuvieron ante Pablo. Aranda se volvió para dirigirse a los prisioneros.

– Vuestro camarada Pablo Jiménez se va a pasar un día en la cruz, como castigo por su operación de contrabando. Pero primero tenéis que ver esto.

El comandante se sacó del bolsillo el trozo de piedra pintada y lo depositó en el suelo. El padre Jaime dio un paso al frente. Sacó un pequeño martillo del bolsillo, se agachó y empezó a golpear el trozo de piedra. Éste se hizo añicos y las astillas volaron en todas direcciones. El padre Jaime le hizo una seña con la cabeza al padre Eduardo y éste recogió los fragmentos. El padre Jaime se volvió para guardar el martillo en el bolsillo y miró a los hombres con una mueca de satisfacción en su inflexible semblante.

– Así es como la Iglesia militante se ha venido enfrentando con el paganismo desde sus primeros tiempos -dijo, levantando la voz-. ¡A golpes de martillo! Recordadlo… si es que algo puede penetrar en vuestras duras e impías molleras. -Dicho lo cual, se alejó a grandes zancadas seguido por el padre Eduardo, que sostenía en sus manos ahuecadas los fragmentos de piedra.

Los guardias tomaron los brazos de Pablo y los ataron con cuerdas al palo horizontal de la cruz. Lo ataron de manera que sólo las puntas de los pies rozaran el suelo y después dieron un paso atrás. Pablo se aflojó un segundo y luego se volvió a incorporar, apoyándose en los dedos de los pies. La tortura de la cruz consistía en la incapacidad del hombre de respirar con los brazos extendidos por encima de él, a no ser que tuviera la fuerza de elevarse. Al cabo de unas cuantas horas en semejante posición, cualquier movimiento suponía un calvario; pero era la única manera de poder respirar. Subiendo y bajando dolorosamente, subiendo y bajando.

Aranda estudió la posición de Pablo y asintió con semblante satisfecho. Miró a los prisioneros con una torva sonrisa, gritó un «¡Rompan filas!» y regresó a grandes zancadas a su barraca. Los guardias distribuyeron a los hombres en sus distintos grupos de trabajo. Agustín estaba en la cuadrilla de Bernie. Mientras cruzaban la verja, se le acercó.

– Quiero hablar contigo -le dijo en voz baja-. Es importante. Sal de tu barraca esta noche después de cenar, como si fueras a mear. Yo te esperaré en la parte de atrás.

– ¿Qué quieres? -le replicó Bernie en un susurro airado.

A juzgar por la inquieta expresión de su rostro, no parecía que el hombre se lo quisiera follar.

– Más tarde. Tengo que decirte una cosa. -Agustín se apartó.

A última hora de la tarde, empezó a caer una copiosa nevada y los guardias ordenaron a los hombres que interrumpieran el trabajo. En el camino de vuelta, Agustín permaneció al otro extremo de la fila, evitando mirar a Bernie. Al regresar al campo, vieron a Pablo todavía atado a la cruz con la nieve arremolinándosele alrededor de la cabeza.

– Mierda -murmuró el hombre que caminaba al lado de Bernie.

– Aún está aquí.

Pablo estaba pálido e inmóvil y, por un instante, Bernie pensó que había muerto; pero después lo vio elevarse empujando el suelo con los dedos de los pies. Respiró hondo y exhaló el aire en medio de un prolongado y chirriante gemido. Los guardias cerraron las verjas y dejaron que los prisioneros regresaran por su cuenta a sus barracas. Bernie y algunos otros se acercaron a Pablo.

– Agua -graznó éste-. Agua, por favor.

Los hombres se agacharon y empezaron a recoger puñados de nieve, acercándoselos para que bebiera. Fue un proceso muy lento. De pronto, se abrió la puerta de la barraca de Aranda y una luz amarilla atravesó la espesa cortina de copos de nieve. Los hombres se pusieron tensos, temiendo que saliera el comandante y les ordenara alejarse; pero el que salió fue el padre Eduardo. Vio al grupo alrededor de la cruz, titubeó un instante y después se acercó a ellos. Los prisioneros se hicieron a un lado para dejarle pasar.

– Yo creía que eran los romanos los que crucificaban a los inocentes -dijo alguien en voz alta.

El padre Eduardo se detuvo un instante y después reanudó la marcha, levantando la mirada hacia Pablo.

– He hablado con el comandante -dijo-. Muy pronto te van a bajar.

La única respuesta de Pablo fue otro ruidoso jadeo mientras se elevaba, empujando una vez más el suelo con los dedos de los pies. El cura se mordió el labio y dio media vuelta para retirarse.

Bernie le cortó el paso. El padre Eduardo lo miró parpadeando, pues tenía los cristales de las gafas cubiertos por una fina capa de nieve fundida.

– ¿Es eso lo que usted quiere decir, cura, cuando habla de los cristianos que comparten los sufrimientos de Cristo en la cruz?

El padre Eduardo se volvió y se alejó muy despacio con la cabeza inclinada. Mientras luchaba contra la nieve que se arremolinaba a su alrededor, alguien le gritó a su espalda.

– ¡Hijo de puta!

Un manotazo en la espalda sobresaltó a Bernie. Se volvió y vio a Miguel.

– Bien hecho, Bernardo -dijo éste-. Creo que has avergonzado al muy cabrón.

Sin embargo, mientras contemplaba la espalda del padre Eduardo perdiéndose en la distancia, Bernie también se avergonzó. Jamás se hubiera atrevido a insultar al padre Jaime de aquella manera, ninguno de los hombres lo habría hecho. Había elegido al representante más débil, al que más fácilmente podía herir; y, en ese caso, ¿qué clase de valor era el suyo?

Bernie abandonó la barraca después de cenar, alegando que tenía que mear y su cubo ya estaba lleno. Les estaba permitido hacerlo hasta que se apagaban las luces. Agustín lo había puesto nervioso, pero necesitaba averiguar qué quería de él. Dejó a Pablo tumbado en el jergón de al lado, tapado por una gruesa capa de mantas ofrecidas por los demás hombres, pues estaba congelado y le dolían tremendamente los hombros. Bernie había colocado su manta encima de las demás. El rostro de Pablo estaba muy pálido. Miguel le murmuró a Bernie:

– Es joven y vigoroso, con un poco de suerte lo superará. -Estaba claro que había decidido hacer caso omiso de las órdenes de Eulalio para desairarlo; es probable que otros imitaran su ejemplo.

Fuera había cesado de nevar. Bernie rodeó la barraca para dirigirse a la parte de atrás, donde la luz de la luna arrojaba una sombra alargada. En el interior de la sombra, Bernie vio el rojo resplandor de una colilla de cigarrillo. Se acercó a Agustín. El guardia apagó el cigarrillo aplastándolo con el pie.

– ¿Qué coño quieres? -le preguntó Bernie con aspereza-. Llevas siglos mirándome a hurtadillas.

Agustín lo miró fijamente.

– Tengo un hermano en Madrid que también era guardia, ¿lo recuerdas? Alto y delgado como yo, se llama Luis.

Bernie frunció el entrecejo.

– Se fue hace varios meses, ¿verdad? ¿Qué tiene que ver conmigo?

– Se fue a Madrid en busca de trabajo; en Sevilla no hay. Allí entró en contacto con un periodista inglés que conoce a una amiga tuya. -Agustín vaciló, mirando a Bernie, y después añadió-: Han planeado una fuga para ti.

– ¿Qué? -Bernie se lo quedó mirando-. ¿Y quién es esta amiga?

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