– Hiciste lo que pudiste.
– Mejor así -repitió en tono apagado-. A veces, mojaba la cama. Le dolía tanto hacerlo que se echaba a llorar. -Meneó la cabeza-. Tendrías que haber conocido a mamá antes de que se pusiera enferma, era tan fuerte que cuidaba de todos nosotros. Mi padre no quería que fuera a la universidad, pero mamá siempre me apoyó. -Contempló la fotografía de su madre vestida de novia, de pie entre su marido y su hermano, el cura, los tres mirando con una sonrisa a la cámara.
Harry la estrechó con fuerza en sus brazos.
– Pobre Sofía. No sé cómo has podido resistirlo. -Ella correspondió a su abrazo. Al final, se oyeron unas pisadas en la escalera-. Barbara ya está aquí -dijo Harry-. Algo habrá arreglado.
Sofía lo miró.
– ¿La conoces bien?
Harry la besó en la frente.
– Desde hace mucho tiempo. Pero es sólo una amiga.
Barbara entró con el rostro arrebolado a causa del frío.
– He conseguido hablar con el hospital. Van a dar aviso a la morgue y enviar a alguien, pero puede que tarden un ratito. -Se sacó un trozo de papel del bolsillo del abrigo-. He pasado por una bodega y he comprado un poco de brandy para todos. Pensé que nos vendría bien.
– Muy bien hecho -dijo Harry.
Sofía fue por unas copas y Barbara sirvió una generosa medida para todos. Paco sintió curiosidad y pidió probarlo, y ellos le dieron un poco, mezclado con agua.
– Uy -exclamó el pequeño, haciendo una mueca-. ¡Es asqueroso! -Se quebró la tensión y todos se echaron a reír de una manera un tanto histérica.
– No está bien que nos riamos -dijo Sofía en tono culpable.
– A veces no queda más remedio que hacerlo -dijo Barbara. Miró alrededor, contemplando las paredes manchadas de humedad y los muebles maltrechos y, al darse cuenta de que Sofía la estaba estudiando, bajó los ojos avergonzada.
– ¿Es usted enfermera, señora? -preguntó Sofía-. ¿Trabaja aquí como enfermera?
– No, ahora no. Estoy… estoy casada con un hombre de negocios inglés. Fue compañero de colegio de Harry.
– Barbara trabajó como voluntaria en uno de los orfelinatos de la Iglesia -explicó Harry-. Pero no lo pudo resistir.
– No, era un lugar horrible -dijo Barbara, mirando con una sonrisa a Sofía-. Harry me dice que estudió usted medicina.
– Sí, antes de que estallara la Guerra Civil. ¿Tienen ustedes mujeres médico en Inglaterra?
– Algunas. No muchas.
– En mi curso de la universidad éramos tres. A veces los profesores no sabían qué pensar de nosotras. Comprendías que se avergonzaban de ciertas cosas que tenían que enseñarnos.
– ¿Impropias de una dama? -preguntó Barbara, sonriendo.
– Sí. Aunque, en la guerra, todo el mundo las veía.
– Lo sé. Estuve algún tiempo en Madrid, trabajando para la Cruz Roja. -Barbara se volvió hacia Paco-. ¿Tú cuántos años tienes, niño?
– Diez.
– ¿Vas al colegio?
Paco denegó con la cabeza.
– No pudo adaptarse -explicó Sofía-. Además, las nuevas escuelas no sirven para nada, están llenas de ex soldados nacionales sin experiencia docente. Yo intento darle clase en casa.
Se oyeron pisadas en la escalera, unas fuertes pisadas masculinas. Sofía contuvo bruscamente la respiración.
– Debe de ser Enrique. -Se levantó-. Déjenme hablar con él a solas. ¿Quieren acompañar a Paco a la cocina, por favor?
– Vamos, jovencito. -Barbara tomó al niño de la mano y Harry la siguió. Éste encendió la estufa. Barbara señaló un libro que había sobre la mesa para distraer a Paco, mientras se oía desde fuera un murmullo de voces. El libro tenía unas tapas verdes, con la imagen de un niño y una niña que iban a la escuela-. ¿Qué es este libro? -Paco se mordió al labio, prestando atención a las voces del exterior. Harry había oído la voz de Enrique, un grito repentino y doloroso-. ¿Qué es? -insistió Barbara, en un intento de distraerlo.
– Mi viejo libro del colegio. De cuando iba al colegio, antes de que se llevaran a papá y mamá. Me gustaba.
Barbara lo abrió y lo empujó hacia él sobre la mesa. Oyeron que alguien lloraba fuera, el llanto de un hombre. Paco volvió a mirar hacia la puerta.
– Enséñamelo -le dijo dulcemente Barbara-. Sólo unos minutos. Es bueno dejar a Enrique y Sofía juntos un ratito. Recuerdo el libro -añadió-. Los Mera me lo enseñaron una vez. Carmela tenía un ejemplar. -Se le llenaron los ojos de lágrimas y Harry comprendió que, pese a su fingida alegría, estaba al límite de sus fuerzas. Se volvió hacia Paco-. Mira todos los apartados. Historia, geografía, aritmética.
– A mí me gustaba la geografía -dijo Paco-. Mira los dibujos, todos los países del mundo.
Fuera volvía a reinar en silencio. Harry se levantó.
– Voy a ver cómo están. Tú quédate con Paco. -Apretó afectuosamente el hombro de Barbara y regresó a la habitación principal. Enrique estaba sentado en la cama con Sofía. Miró a Harry con una amarga expresión que éste jamás le había visto y que afeaba su pálido rostro surcado por las lágrimas.
– Ya ve usted todos nuestros dramas familiares, inglés.
– Lo siento mucho, Enrique.
– Harry no tiene la culpa -dijo Sofía.
– Si al menos nos viera con un poco de dignidad. Antes teníamos dignidad, ¿lo sabe usted, señor?
Llamaron a la puerta. Sofía suspiró.
– Debe de ser la ambulancia. -Pero, mientras se encaminaba hacia la puerta, ésta se abrió y apareció el rostro chupado de la señora Ávila. Llevaba la cabeza envuelta en un chal negro y se sujetaba fuertemente los extremos.
– Perdón, pero he oído que alguien lloraba, ¿ha ocurrido algo?… ¡Oh! -La mujer vio el cuerpo en la cama y se santiguó-. ¡Oh, pobre señora Roque! ¡Pobre señora! Pero ahora está en paz con Dios. -Después miró a Harry con curiosidad.
Sofía se levantó.
– Señora Ávila, quisiéramos estar solos, por favor. Esperamos a que vengan a llevarse a nuestra madre.
La beata miró alrededor.
– ¿Dónde está Paco, pobrecito?
– En la cocina. Con otra amiga.
– Aquí tendría que haber un sacerdote en estos momentos -dijo la anciana en tono halagüeño-. Voy a avisar al padre Fernando.
Algo pareció romperse con un chasquido en el interior de Sofía. Harry lo percibió casi físicamente, como si hubiera sonado un crujido en la estancia. Sofía se levantó y se acercó a ella a grandes zancadas. La anciana era más alta; pero, aun así, se echó hacia atrás.
– Óigame bien, buitre del demonio, ¡aquí no queremos que venga el padre Fernando! -La voz de Sofía se elevó hasta casi convertirse en un grito-. Por mucho que intente introducirlo en nuestra casa, por mucho que intente apoderarse de Paco, ¡jamás lo conseguirá! No es bienvenida aquí, ¿comprende? Y ahora, ¡largo!
La señora Ávila se irguió en toda su estatura mientras el pálido rostro se le teñía de arrebol.
– ¿Así es como recibes a una vecina que viene a ayudarte? ¿Así es como correspondes a la caridad cristiana? El padre Fernando tiene razón, sois enemigos de la Iglesia…
Enrique se levantó de la cama y se acercó a la señora Ávila con los puños apretados. La beata retrocedió.
– ¡Pues vaya y denúncienos al cura si quiere, bruja maldita! ¡Usted, que disfruta de todo un apartamento para usted sola porque su cura es amigo del jefe de la finca!
– A mi padre lo mataron los comunistas -replicó la beata temblando-. No tenía a donde ir.
– ¡Pues yo escupo a su padre! ¡Fuera de aquí! -Enrique levantó un puño. La señora Ávila lanzó un grito y abandonó a toda prisa el apartamento, cerrando estrepitosamente la puerta a su espalda. Enrique se sentó a los pies de la cama, respirando con entrecortados jadeos. Sofía se sentó a su lado, agotada. Barbara salió y se quedó en la puerta de la cocina-. Lo siento -dijo Enrique-. No tendría que haberle gritado así.
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