C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– No importa. Si nos denuncia, diremos que estábamos abrumados por la pena.

Enrique agachó la cabeza y juntó las huesudas manos sobre las rodillas. Desde algún lugar del exterior, Harry oyó una especie de aullido que fue en aumento hasta dar la impresión de proceder de una docena de lugares a la vez.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Barbara con voz trémula.

Sofía levantó la mirada.

– Los perros. Los perros asilvestrados. A veces, en esta época del año aúllan por el frío. Señal que el invierno ha llegado de verdad.

TERCERA PARTE

FRÍO GLACIAL

35

Una gruesa capa de nieve cubría Tierra Muerta desde hacía casi un mes. Había llegado temprano y se había quedado; los guardias decían que, en Cuenca, la gente comentaba que era el invierno más frío que tenían desde hacía muchos años. Unos días claros y gélidos alternaban con copiosas nevadas, y el viento siempre soplaba desde el noreste. Algunas noches, los pequeños venados de las colinas que captaban el olor de la comida, bajaban y se detenían a escasa distancia del campo. Cuando se acercaban demasiado, los guardias de las atalayas los mataban a tiros y de esta manera disponían de carne de venado para comer.

Ahora, a principios de diciembre, ya se había abierto un trillado camino a través de los ventisqueros entre el campo y la cantera. Cada mañana la cuadrilla de trabajo subía arrastrando los pies a las colinas, donde el panorama de interminables paisajes blancos sólo quedaba interrumpido por las finas ramas desnudas de las carrascas.

Bernie se sentía muy solo. Echaba de menos a Vicente y ahora ningún comunista le dirigía la palabra. Por la noche permanecía silenciosamente tumbado en su jergón. Incluso en Rookwood había tenido siempre a alguien con quien hablar. Pensó en Harry Brett; a veces Vicente le recordaba a Harry, bondadoso y con principios, pese a su irremediable pertenencia a la clase media.

A los prisioneros les resultaba muy difícil resistir el mal tiempo. Todo el mundo estaba resfriado o tosía; ya había habido nuevas muertes y más cortejos fúnebres hasta el anónimo cementerio. Bernie notó que la antigua herida del brazo le estaba causando molestias; a media tarde, el hecho de sostener el pico en la cantera le resultaba extremadamente doloroso. La herida de la pierna del Jarama, que había cicatrizado con gran rapidez y jamás le había vuelto a dar problemas, ahora le volvía a doler.

No había conseguido cambiar de barraca, como Eulalio le había ordenado que hiciera. Había presentado la petición semanas atrás, pero no se había producido ningún cambio. De pronto, una tarde en que regresaba de la cantera le dijeron que Aranda lo quería ver.

Bernie permaneció de pie en la caldeada barraca ante el comandante. Aranda estaba sentado en su sillón de cuero, con su fusta de montar apoyada contra el costado del sillón. Para asombro de Bernie, el comandante lo miró sonriendo y lo invitó a tomar asiento. Después, sacó una carpeta y se puso a hojear su contenido.

– Tengo el informe del doctor Lorenzo -le dijo jovialmente-. Dice que eres un psicópata antisocial. Según él, todos los izquierdistas cultos padecen una forma innata de locura antisocial.

– ¿En serio, mi comandante?

– A mí, personalmente, me parece una tontería. En la guerra, tu bando combatió por vuestros intereses y nosotros lo hicimos por los nuestros. Ahora poseemos España por derecho de conquista. -Aranda enarcó una ceja-. ¿Qué dices a eso, eh?

– Estoy de acuerdo con usted, mi comandante.

– Muy bien. O sea que estamos de acuerdo. -Aranda sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió-. ¿Te apetece uno? -Bernie vaciló, pero Aranda le ofreció la pitillera-. Vamos, cógelo, te lo ordeno. -Bernie extrajo un cigarrillo y Aranda le ofreció un encendedor de oro. El comandante se reclinó en su asiento y el cuero chirrió-. A ver, ¿qué es eso de que ahora quieres cambiar de barraca?

– Desde que murió mi amigo el mes pasado, me cuesta estar allí.

– También he oído decir que te has apartado de tus amigos comunistas. Y, muy especialmente, de Eulalio Cabo. Es un hombre fuerte y, en cierto modo, hasta lo admiro. -El comandante sonrió-. No te sorprendas tanto, Piper. Tengo oídos entre los prisioneros. -Bernie guardó silencio. Sabía que había confidentes en casi todas las barracas. En la suya se sospechaba de un pequeño vasco, un católico que asistía a los oficios religiosos. Había muerto de neumonía dos semanas atrás-. No es fácil ser prisionero y, encima, no gozar de la simpatía de los demás hombres. Tus amigos comunistas te han abandonado, ¿por qué no vengarte un poquito? -El comandante enarcó las cejas-. Podrías tener todos los cigarrillos que quisieras, y otros privilegios. Te podría sacar de la cuadrilla de la cantera. Debe de hacer mucho frío allí arriba; yo, estas mañanas, me quedo congelado de sólo salir al patio. Si tú te convirtieras en mi confidente entre los prisioneros, yo no te pediría demasiado, sólo un poco de información de vez en cuando. Tener amigos en el campo enemigo facilita mucho la vida.

Bernie se mordió el labio. Pensó que, si se negaba, habría problemas. Contestó muy despacio, procurando que su voz sonara lo más respetuosa posible.

– No daría resultado, mi comandante. Eulalio ya me considera un traidor. Me vigila.

Aranda lo pensó.

– Sí, ya lo veo; pero quizá los problemas con los comunistas serían una buena excusa para que tú te buscaras otros amigos. De esta manera, podrías averiguar cosas.

Bernie vaciló.

– Mi comandante, usted ha hablado antes de la batalla entre nuestros dos bandos…

– Me vas a decir que no puedes cambiar tus lealtades -dijo Aranda sin dejar de sonreír, pero ahora con los párpados entornados. Bernie guardó silencio-. Pensaba que me ibas a decir eso, Piper. Vosotros, los ideólogos, os buscáis muchos problemas. -Aranda meneó la cabeza-. Bueno, pues ya te puedes retirar; ahora estoy ocupado.

Bernie se levantó. Se sorprendió de haber salido tan bien parado. Sin embargo, a veces Aranda esperaba y te pillaba más tarde. El cigarrillo ya se había consumido, por lo que Bernie se inclinó hacia delante para apagar la colilla en el cenicero. Casi esperaba que el comandante levantara la fusta y lo azotara en el rostro, pero Aranda no se movió. Esbozó una sonrisa cínica, regodeándose en el temor que le había provocado, y después levantó la mano haciendo el saludo fascista.

– ¡Arriba España!

¡Grieve España! -Bernie abandonó la barraca y cerró la puerta. Le temblaban las piernas.

Eulalio se había puesto enfermo. De la sarna, estaba cada vez peor, y ahora sufría una dolencia estomacal y tenía diarrea casi todos los días. Se estaba consumiendo, se había quedado en los puros huesos y se veía obligado a caminar con un bastón; pero, cuanto más debilitado tenía el cuerpo, tanto más brutal y autoritario se volvía.

Pablo había ocupado el jergón de Vicente, aunque tenía orden de no dirigirle la palabra a Bernie. Apartó la cabeza cuando Bernie regresó de su visita a Aranda y se tumbó en su jergón. Eulalio había estado hablando con los demás comunistas al fondo de la barraca, pero ahora se acercó a Bernie fuera del resplandor de la luz de la vela, golpeando el suelo de madera con el bastón. Se detuvo al pie del jergón.

– ¿Qué quería Aranda de ti? -Su voz era un resuello gutural. Bernie contempló el rostro amarillento cubierto de sarna.

– Era por mi petición de cambiar de barraca. Me ha dicho que no.

Eulalio lo miró con recelo.

– Te trata con mucha amabilidad. Como a todos los confidentes. -Hablaba en voz alta, y otros hombres se volvieron para mirarlos.

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