C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Una inglesa. La señora Forsyth.

Bernie meneó la cabeza.

– ¿Quién? Yo no conozco a ninguna señora Forsyth. En el colegio conocía a un chico que se llamaba Forsyth, pero no era amigo mío.

Agustín levantó la mano.

– Tranquilo, hombre, por el amor de Dios. Esta mujer está casada con tu compañero del colegio. Tú la conociste en Madrid durante la guerra. Su nombre era entonces Barbara Clare.

Bernie se quedó boquiabierto de asombro.

– ¿Barbara sigue en España? ¿Y está casada con Sandy Forsyth?

– Sí. Es un hombre de negocios que vive en Madrid. Él no sabe nada, Barbara se lo ha ocultado. Ella es la que nos paga. Mi trabajo aquí está a punto de terminar y no quiero volver a firmar para otro período de servicio. Odio este lugar. El frío y el aislamiento.

– Santo Dios. -Bernie miró a Agustín-. ¿Cuánto tiempo lo lleváis planeando?

– Muchas semanas. No ha sido fácil. Te he estado vigilando desde que regresé. Tienes que andarte con cuidado, te has creado muchos enemigos. No es bueno pasar el invierno en el campo. Todo el mundo tiene frío y evita salir, y el cerebro empieza a inventarse maldades.

Bernie se pasó la mano por la barba enmarañada.

– Barbara. ¡Oh, Dios mío, Barbara! -Experimentó una repentina sensación de debilidad y tuvo que apoyarse contra la pared de la barraca-. Barbara. -Pronunció el nombre en un susurro mientras las lágrimas le humedecían los ojos. Después respiró hondo y se acercó un poco más a Agustín, el cual se echó ligeramente hacia atrás-. ¿Es eso verdad? ¿De veras es cierto?

– Lo es.

– ¿Se casó con Forsyth? -Rompió a reír sin dar crédito-. ¿Y él sabe algo de esto?

– No, sólo ella.

Bernie respiró hondo.

– ¿Cómo se hará? ¿Cuál es el plan?

Agustín se inclinó hacia él.

– Ya te lo diré.

36

Hacía mucho frío en Madrid desde principios de diciembre, y el día 6 al despertar Harry se encontró con la ciudad cubierta por una espesa capa de nieve. Le resultó extraño ver nieve allí. Esta ocultaba parcialmente la fealdad y las cicatrices de la guerra; pero, mientras se dirigía a pie a la embajada contemplando los rostros angustiados y enrojecidos de los viandantes, se preguntó cómo podría la población medio muerta de hambre resistir la situación en caso de que ésta se prolongara.

La nevada había sido tan fuerte que los tranvías no circulaban; Harry atravesó una ciudad extraña y silenciosa con todos los sonidos amortiguados bajo un cielo gris pizarra que prometía más nieve. Al cruzar la Castellana, vio un gasógeno detenido en mitad de la calle que vomitaba espesas nubes de humo mientras el conductor trataba desesperadamente de ponerlo en marcha. Un viejo pasó lentamente con un asno cargado con latas de aceite de oliva. Las botas agrietadas del hombre estaban empapadas.

– Hace mal tiempo -le dijo Harry.

– Sí, muy malo.

Tenía que ver a Hillgarth a las diez; no es que deseara precisamente aquel encuentro, y encima ahora iba a llegar tarde. A lo largo de las dos semanas transcurridas desde que la cena quedara interrumpida por la llamada de Sofía, Harry había seguido adelante con su «turno de vigilancia» sobre Sandy, con quien se había reunido un par de veces en el café y en cuya casa había vuelto a cenar; pero ya no había podido averiguar nada más. Sandy ya no le había vuelto a mencionar la mina de oro y, al preguntarle qué tal iban las cosas por allí, Sandy contestaba que la situación era «difícil» y rápidamente cambiaba de tema. Parecía preocupado, y sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía conservar su habitual afabilidad. En su más reciente reunión en el café, le había preguntado a Harry cómo iba todo en Inglaterra, si el mercado negro era muy grande y cuánto negocio hacían los traficantes del mercado negro. A su vez, Harry le había preguntado si pensaba regresar a casa; pero él se había limitado a encogerse de hombros. Harry habría deseado que todo terminara de una vez, estaba harto del engaño y las mentiras. La idea de que Gómez tal vez hubiera sido asesinado no se apartaba jamás de sus pensamientos.

Barbara seguía dando la impresión de estar muy alterada y se mostraba muy distante con él. Sin embargo, cuando lo acompañó a la puerta tras su visita de unos días atrás, le preguntó cómo estaba Sofía. Ésta había expresado su deseo de volver a ver a Barbara y Harry había apuntado la posibilidad de que los tres se reunieran a almorzar algún día. Tras dudarlo un instante, Barbara había accedido.

A los espías no les había gustado enterarse de la existencia de Sofía. Tolhurst lo había interrogado sobre la llamada de la chica a la embajada; Harry adivinó que todas las llamadas relacionadas con él eran comunicadas automáticamente a Tolhurst.

– Nos tenías que haber informado de que habías conocido a una putita española -le dijo-. ¿Cómo os conocisteis?

Harry le contó la historia del rescate del hermano del ataque de los perros, y omitió el detalle de quién era Enrique.

– Podría ser una espía -dijo Tolhurst-. Aquí nunca se es lo bastante precavido con las mujeres. Dijiste que ya no te seguían. No obstante, si os conocisteis por casualidad…

– Por pura casualidad. Además, Sofía es enemiga del régimen.

– Sí, Carabanchel era un barrio rojo. Pero allí abajo no son muy amigos nuestros. Ten cuidado, Harry, es lo único que te digo.

– Le he dicho que soy traductor. No me pregunta nada acerca de mi trabajo.

– ¿Es guapa? ¿Ya te la has metido entre las sábanas?

– Vamos, Tolly, no es una de tus pelanduscas -replicó Harry con repentina exasperación.

Una expresión ofendida se dibujó en el rostro de Tolhurst. Éste se apartó un mechón de cabello de la cara y se ajustó la corbata blanca de Eton.

– Calma, chico. -Enarcó una ceja-. Pero no te impliques demasiado.

Habían quitado la nieve de delante de la embajada. No hacía viento, y la bandera británica colgaba como sin vida del asta. Harry pasó por delante de la pareja de guardias civiles de la entrada, arrebujados en sus capas. Una vez más, la reunión iba a tener lugar en el despacho de Tolhurst. Hillgarth ya estaba allí, aquel día enfundado en su uniforme de la Armada, sentado detrás del escritorio fumando Players. Tolhurst permanecía de pie, estudiando unos documentos. En la pared, el enjuto y sombrío rostro del rey miraba desde su retrato.

– Buenos días, Harry -lo saludó Tolhurst.

– Buenos días. Lamento el retraso, pero hoy no circulan los tranvías a causa de la nieve.

– Bueno -dijo Hillgarth-. Quiero revisar la situación con Forsyth. He estado examinando los informes de sus reuniones recientes. Ya no habla de la mina de oro, pero usted dice que parece preocupado.

– Sí, señor, lo está.

Hillgarth tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– No podemos obtener ninguna información de Maestre acerca de la mina. Ahora sabemos que forma parte de este comité de vigilancia, aunque él no va a decir nada al respecto. Por muchas cosas que le ofrezcamos a cambio. -Hillgarth arqueó las cejas, mirando a Harry-. Seguimos sin tener noticias del tal Gómez. De lo cual se nos acusa. Sobre todo a usted, Harry. -Hillgarth encendió otro cigarrillo y exhaló un torrente de humo-. Será mejor que se mantenga apartado de él a partir de ahora.

– Lo vi en el Rastro hace un par de semanas. No estuvo muy amable.

– Me lo imagino. -Hillgarth reflexionó un instante-. Dígame, ¿cree usted que Forsyth u otra persona podría estar activamente implicado en algún tipo de juego sucio?

– Podría ser -contestó Harry muy despacio-. En caso de que pensara que sus intereses corren peligro.

Hillgarth asintió con la cabeza.

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