C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Dio media vuelta y abandonó a grandes zancadas la barraca para regresar a la tormenta del exterior. Bernie se volvió de nuevo hacia Vicente.

– Se ha ido.

El abogado sonrió amargamente.

– He sido fuerte, ¿verdad, Bernardo?

– Sí. Sí lo has sido. Perdona que no se lo haya podido impedir.

– Has contribuido a distraerlo. Sé que sólo tengo la nada por delante. Y lo acepto. -Vicente emitió un jadeo entrecortado-. Intentaba reunir suficientes gargajos para escupirle. Como vuelva, lo haré.

Aquella noche el viento viró al este y volvió a nevar. A la mañana siguiente, hacía un frío espantoso. El viento había amainado, la nieve formaba una espesa capa, los ruidos del campo estaban amortiguados y los pies de los hombres hacían crujir la nieve mientras éstos se colocaban en fila para el acto de pasar lista. A Aranda no le gustaba el frío; se paseaba por allí con un pasamontañas que contrastaba poderosamente con el inmaculado uniforme que vestía.

Estaban a domingo y no había ninguna cuadrilla de trabajo. Después del acto de pasar lista, a algunos prisioneros les encomendaron la tarea de quitar la nieve del patio y amontonarla contra las barracas. Vicente se había despertado con una sed ardiente. Bernie había dejado el cubo fuera antes de irse a dormir y ahora estaba lleno de nieve. Lo miró. Tardaría siglos en fundirse en la gélida barraca y, cuando lo hiciera, sólo habría una cuarta parte de agua en el cubo. Permaneció un momento temblando en la gélida mañana; las viejas heridas del hombro y el muslo le dolían intensamente. Miró hacia Id barraca que albergaba la iglesia, con una cruz pintada en la parte lateral. Dudó y echó a andar hacia ella.

Aranda permanecía de pie a la entrada de su barraca, contemplando la actuación de la cuadrilla quitanieves. Miró a Bernie, mientras éste pasaba por delante de él. Bernie atravesó la iglesia y llamó con los nudillos a la puerta del despacho. Dentro ardía una estufa de gran tamaño y la cálida atmósfera era como un bálsamo. El padre Jaime permanecía de pie junto a ella, calentándose las manos mientras el padre Eduardo trabajaba sentado tras el escritorio. El cura de más edad miró a Bernie con recelo.

– ¿Qué quieres?

– Este hombre y yo hemos mantenido unas cuantas discusiones -explicó el padre Eduardo.

El padre Jaime enarcó sus pobladas cejas.

– ¿Éste? Es un comunista. ¿Ha hecho la confesión?

– Todavía no.

El padre Jaime arrugó la nariz con gesto de desagrado.

– Me he dejado el misal en mi habitación. Tengo que ir a buscarlo. Aquí la atmósfera no es lo que era. -Pasó como una exhalación y cerró ruidosamente la puerta a su espalda.

– Decirle una mentira a su superior, ¿no es un pecado venial o algo por el estilo?

– No ha sido una mentira. Hemos hablado, ¿no? -El padre Eduardo lanzó un suspiro-. Eres implacable, ¿verdad, Piper?

– He venido por el agua.

– Allí la tienes.

El padre Eduardo le señaló el grifo que había en un rincón. Debajo había un cubo limpio de acero.

Bernie lo llenó y después se volvió de nuevo hacia el padre Eduardo.

– Le creo capaz de haber echado una gota de agua bendita en el fondo del cubo y de haberlo bendecido después.

El padre Eduardo meneó la cabeza.

– Sabes muy poco sobre lo que nosotros creemos. Sabes lanzar dardos que hieren, pero no hace falta ser muy listo para eso.

– Por lo menos, yo no amargo las últimas horas de la gente, padre. Adiós. -Bernie dio media vuelta y se fue.

Ahora el patio ya estaba casi limpio de nieve. Los hombres amontonaban las paletadas contra el muro de la barraca del comandante. A medio cruzar el patio, Bernie oyó un grito.

– ¡Oye, tú! ¡Inglés! -Aranda bajó los peldaños de su barraca y se acercó a él. Bernie dejó el cubo en el suelo y se cuadró. El comandante se detuvo delante de él y lo miró con semblante enfurecido-. ¿Qué hay en este cubo?

– Agua, mi comandante. Tenemos a un hombre enfermo en mi barraca. El padre Eduardo me dijo que podía sacar un poco de agua del grifo de la iglesia.

– Ese marica de mierda. Cuanto antes muera el abogado, mejor.

Bernie adivinó que Aranda estaba aburrido y quería provocar su reacción. Bajó la vista al suelo.

– No creo en la blandura. -Aranda propinó un puntapié al cubo con su bota y el agua se derramó sobre la tierra-. Yo digo: «¡Viva la muerte!» Devuélvele este cubo al cura maricón. Ya hablaré yo después de eso con el padre Jaime. ¡Andando!

Bernie recogió el cubo y regresó lentamente a la barraca. Estaba furioso, pero también aliviado. De buena se había librado. Aranda estaba deseando hostigar a alguien.

Le contó al sacerdote lo que Aranda había dicho.

– Dice que presentará una queja contra usted al padre Jaime.

– Es un hombre muy duro. -El padre Eduardo se encogió de hombros.

Bernie dio media vuelta para retirarse.

– Espera -le dijo el cura, mirando todavía a través de la ventana-. Está regresando a su barraca. -Se volvió hacia Bernie-. Mira, lo conozco muy bien. Ahora irá a calentarse junto a la estufa, en la parte de atrás de la barraca. Vuelve a llenar el cubo y vete rápido, no te verá.

Bernie lo miró con los ojos entornados.

– ¿Por qué está usted haciendo todo esto?

– Vi a tu amigo pidiendo desesperadamente agua y quería ayudar. Eso es todo.

– Entonces, déjelo en paz. No le amargue sus últimas horas por la probabilidad de uno contra un millón de que se arrepienta.

El sacerdote no contestó. Bernie volvió a llenar el cubo y abandonó la barraca sin decir ni una sola palabra más. El corazón le latía violentamente en el pecho cuando cruzó el patio. Como Aranda viera que lo había desobedecido, se pondría hecho una fiera.

Llegó sano y salvo a la barraca y cerró la puerta a su espalda. Se acercó al jergón de Vicente.

– Agua, amigo mío -dijo-. Cortesía de la Iglesia.

El sacerdote regresó aquella tarde. Casi todos los hombres que se encontraban en forma, hartos de permanecer encerrados, habían salido fuera a jugar un inconexo partido de fútbol en el patio. Vicente deliraba; al parecer, se imaginaba de vuelta en su despacho de Madrid y pedía repetidamente a alguien que le llevara una carpeta y abriera la ventana porque hacía demasiado calor. Estaba empapado de sudor a pesar del intenso frío que reinaba en la barraca. Bernie se sentó a su lado, secándole el rostro de vez en cuando con una esquina de la sábana. En la cama del otro lado, Eulalio permanecía tumbado fumando en silencio. Ahora raras veces salía de la barraca.

Bernie oyó un murmullo junto a su codo y se volvió. Era el padre Eduardo; debía de haber entrado sigilosamente.

– Está soñando, padre -dijo Bernie en voz baja-. Déjelo, ya está muy lejos de aquí.

El cura depositó una caja encima de la cama, una caja con los santos óleos, supuso Bernie. Se le aceleraron los latidos del corazón; había llegado el momento. El padre Eduardo se inclinó hacia delante y le tocó la frente a Vicente. El abogado hizo una mueca, se echó hacia atrás y abrió lentamente los ojos. Respiró hondo y emitió un estertor.

– Mierda. Otra vez usted.

El padre Eduardo respiró hondo.

– Creo que se acerca su hora. Se ha estado deslizando hacia el sueño y puede que la próxima vez ya no regrese. Pero incluso ahora, señor Vicente, Dios lo acogerá en la vida eterna.

– No lo escuches -le dijo Bernie.

Vicente esbozó un rictus espectral a modo de sonrisa, dejando al descubierto unas pálidas encías.

– No te preocupes, compadre. Dame un poco de agua. -Bernie ayudó a Vicente a beber. Éste ingirió muy despacio unos sorbos, sin quitarle los ojos de encima al sacerdote, y después se volvió a reclinar entre jadeos.

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