C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Ay, inglés, ¿es que estás dando tus orines de beber al pobre hombre?

Vicente volvió a reclinarse; hasta el esfuerzo de beber lo dejaba agotado.

– Gracias.

– ¿Cómo estás?

– Me duele mucho. Ojalá terminara todo de una vez. No hago más que pensar: «Se acabó la cantera, se acabaron las funciones dominicales.» Estoy muy cansado. Preparado para el silencio infinito.

Bernie no contestó. Vicente sonrió con gesto cansado.

– Precisamente ahora soñaba con el primer día que llegamos aquí. ¿Recuerdas aquel camión? ¿Los brincos que pegaba?

– Sí.

Tras su captura, Bernie se había pasado muchos meses en la prisión de San Pedro de Cárdena, donde lo habían sometido a las primeras pruebas psiquiátricas. Para entonces, casi todos los prisioneros ingleses habían sido repatriados a través de vías diplomáticas, menos él. Después, a finales de 1937, lo habían trasladado junto con un grupo de prisioneros españoles y extranjeros considerados políticamente peligrosos al campo de Tierra Muerta. Bernie se preguntaba si su condición de miembro del partido habría sido la causa de que la embajada no hubiera solicitado su puesta en libertad; seguro que su madre habría intentado sacarlo de allí al enterarse de que había sido hecho prisionero.

Los trasladaron a Tierra Muerta en unos viejos camiones del ejército donde Vicente fue esposado a su lado en el banco. Éste le preguntó a Bernie de dónde era y muy pronto ambos se enzarzaron en una discusión acerca del comunismo. A Bernie le gustaba el ácido sentido del humor de Vicente y siempre había sentido debilidad por los burgueses intelectuales.

A los pocos días de su llegada a Tierra Muerta, Vicente fue en su busca. El abogado había sido adscrito al despacho para ayudar a la administración a aligerar la montaña de papeles relacionada con el traslado de prisioneros al nuevo campo. Bernie estaba sentado en un banco del patio. Vicente se sentó a su lado y bajó la voz.

– ¿Recuerdas que me dijiste que los demás prisioneros ingleses se. habían ido a casa y que tú pensabas que tu embajada no quería tomarse ninguna molestia contigo porque eras comunista?

– Sí.

– Pues ése no es el motivo. Hoy he echado un vistazo a tu expediente. Los ingleses creen que has muerto.

Bernie lo miró asombrado.

– ¿Cómo?

– Cuando te capturaron en el Jarama, ¿qué ocurrió exactamente?

Bernie arrugó la frente.

– Me pasé un rato inconsciente. Y después una patrulla fascista se hizo cargo de mí.

– ¿Te preguntaron lo de siempre? ¿Nombre, nacionalidad, filiación política?

– Sí, el sargento que me capturó tomó unas cuantas notas. Era un cabrón. Estaba a punto de pegarme un tiro, pero su cabo lo convenció de que no lo hiciera porque yo era extranjero y podría haber problemas.

Vicente asintió lentamente con la cabeza.

– Creo que fue más cabrón de lo que tú te imaginas. Las embajadas de los prisioneros de guerra siempre tenían que ser informadas de su captura. Pero, según tu expediente, te apuntaron como español. Un tribunal militar te condenó a veinticinco años de prisión bajo un nombre español, junto con todo un grupo de prisioneros. Las autoridades no descubrieron el error hasta más tarde y entonces decidieron dejar las cosas como estaban.

La mirada de Bernie se perdió en la distancia.

– ¿Entonces mis padres me creen muerto?

– Debieron de darte por desaparecido y presuntamente muerto los de tu propio bando. Supongo que el sargento que te capturó facilitó detalles falsos, precisamente para que tu embajada no fuera informada de que habías sido capturado. Con toda la mala intención.

– ¿Y por qué jamás hubo una rectificación?

Vicente extendió las manos.

– Probablemente, por simple inercia burocrática. Cuanto más tardaran en notificarlo, más probable sería que tu embajada armara un escándalo. Sospecho que te convertiste en un estorbo, una anomalía. Y por eso te han enterrado aquí.

– ¿Y si ahora dijera algo?

Vicente meneó la cabeza.

– No serviría de nada. -Lo miró con la cara muy seria-. Puede que te pegaran un tiro para eliminar la anomalía. Aquí no tenemos ningún derecho, no somos nada.

Vicente se pasó el resto del día durmiendo, despertando de vez en cuando y pidiendo agua. Al anochecer, el padre Eduardo entró en la barraca. Bernie lo vio cruzar el patio en medio del viento y la lluvia, envuelto en una gruesa capa negra. Entró chorreando agua sobre las tablas desnudas.

El padre Jaime se habría acercado directamente al lecho del enfermo sin prestar atención a los demás, pero el padre Eduardo siempre trataba de establecer contacto con los prisioneros. Miró alrededor con una sonrisa nerviosa en los labios.

– Vaya, menuda tormenta -dijo.

Algunos hombres se lo quedaron mirando fríamente; otros volvieron a su lectura o a su costura. A continuación, el cura se dirigió al jergón de Vicente. Bernie se levantó y le impidió el paso.

– Él no quiere verlo, padre -dijo en tono pausado.

– Tengo que hablar con él. Es mi deber. -El sacerdote se inclinó un poco más-. Mira, Piper, el padre Jaime quería venir, pero yo le he dicho que consideraba que este hombre me correspondía a mí. ¿Prefieres que lo vaya a buscar? No quisiera hacerlo; pero, si me impides el paso, tendré que comunicárselo. El es el sacerdote de mayor antigüedad.

Bernie se apartó a un lado sin decir nada. Se preguntó si habría sido mejor que estuviera allí el padre Jaime; a Vicente tal vez le hubiera resultado más fácil oponer resistencia a aquel hombre tan brutal.

El ruido había despertado al abogado. Éste levantó la vista mientras el sacerdote se inclinaba hacia él. Unas gotas de agua cayeron desde la capa del cura sobre la sábana de arpillera.

– ¿Eso es agua bendita, padre?

– ¿Cómo estás?

– No muerto todavía. Bernardo, amigo mío, ¿me quieres dar un poco más de agua?

Bernie introdujo el recipiente en el cubo y se lo pasó a Vicente. Éste bebió con avidez. El sacerdote contempló con desagrado el cubo de los meados.

– Hijo, estás muy enfermo -dijo-. Debes confesar tus pecados.

Se hizo un silencio absoluto en la barraca. Todos los prisioneros miraban y escuchaban con sus rostros convertidos en círculos borrosos de color blanco bajo la pálida luz de las velas. Todo el mundo sabía que Vicente aborrecía a los curas, sabía que se acercaba aquel momento.

– No. -Vicente consiguió incorporarse un poco. La luz brilló en la barba grisácea de dos días de sus mejillas y en sus ojos cansados y enfurecidos-. No.

– Si mueres sin confesión, tu alma irá derecha al infierno. -El padre Eduardo estaba nervioso y sus dedos retorcían un botón de su sotana. Sus gafas reflejaban la luz de la vela y convertían sus tristes ojos en dos pequeñas hogueras.

Vicente se pasó la lengua por los labios resecos.

– No hay infierno -dijo entre jadeos-. Sólo… silencio. -Se volvió a reclinar, agotado por el esfuerzo.

El padre Eduardo lanzó un suspiro y dio media vuelta. Inclinándose hacia Bernie, le habló en voz baja. Emanaba de él un leve perfume a incienso y óleo sagrado.

– Creo que a este hombre le quedan tan sólo uno o dos días. Volveré mañana. Pero, dime, ¿este cubo de los orines es lo único que tienes para darle de beber?

– Lo he limpiado.

– Aun así, tener que utilizar eso… ¿Y de dónde sacas el agua?

– Es agua de lluvia.

– La lluvia no durará eternamente. Oye, tengo un grifo en la iglesia y también un cubo. Ven mañana y te daré un poco de agua.

– No se va a ganar su confianza de esta manera.

– ¡No quiero verlo sufrir más de lo debido! -replicó el padre Eduardo, súbitamente enojado-. Vengas o no vengas, como quieras; pero hay agua, si quieres.

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