– ¿Fue en la fiesta del general Maestre de la que me hablaste? ¿En honor de su hija?
«Mierda -pensó Harry-, mierda.» Qué rápido era Sandy; la fiesta de Maestre era la única de la que él le había hablado y Sandy no tenía más remedio que haberla recordado, siendo Maestre su enemigo. Sandy seguía mirando al portero a través del espejo retrovisor.
– Pues sí. Cuando más tarde acompañé a la hija de Maestre al Prado, él la fue a recoger. Supongo que lo habrán despedido.
– Tal vez. -Sandy hizo una pausa-. Nos vino recomendado, dijo que era un veterano que se había quedado sin trabajo.
– Si lo despidieron, se comprende que no tuviera referencias.
– ¿Has vuelto a ver a la hija? -preguntó Sandy con aparente indiferencia.
– No. Ya te dije que no era mi tipo. He conocido a otra persona -añadió para apartar a Sandy del tema. Pero Sandy se limitó a asentir con la cabeza. Ahora fruncía el entrecejo con semblante pensativo. Harry pensó: «Maestre ha colocado a Gómez aquí como espía y yo lo acabo de traicionar. Mierda. Mierda.»
Atravesaron una aldea. Sandy se detuvo ante un bar. Fuera había dos asnos atados a una verja.
– ¿Esperas un minuto, Harry? -dijo-. Tengo que hacer una llamada rápida, se me ha olvidado una cosa.
Harry esperó mientras Sandy entraba en el bar. Los asnos atados a la verja le hicieron recordar el Lejano Oeste. Tiroteos al amanecer. ¿Qué le harían a Gómez? Era mucho lo que estaba en juego. Tragó saliva. ¿Lo habría enviado Maestre allí para espiar? Un par de chiquillos andrajosos se habían detenido a contemplar el impresionante automóvil americano. Él les hizo señas para que se fueran, y los niños dieron media vuelta y echaron a correr, resbalando con los pies descalzos entre el barro.
Sandy volvió a salir con una expresión fría y reconcentrada, que le hizo recordar a Harry el día en que lo habían castigado en clase y empezó a planear su venganza contra Taylor. Abrió la puerta del vehículo y subió sonriendo con semblante más relajado.
– Cuéntame algo más de esta chica -dijo, mientras ponía en marcha el motor.
Harry le contó la historia de la salvación de un desconocido del ataque de unos perros y del encuentro con su hermana. Las mejores mentiras son las que más se acercan a la verdad. Sandy sonrió asintiendo con la cabeza, pero la fría expresión de su rostro cuando regresaba al vehículo se quedó grabada en la mente de Harry. Habría llamado a Otero, lo habría llamado con toda seguridad. Supo que se había equivocado con respecto a Sandy, se había equivocado al pensar que éste no tenía ni idea de las barbaridades que podían ocurrir, como, por ejemplo, lo de Dunkerque. Pero vaya si la tenía, y él mismo podía cometer barbaridades. Era como en el colegio, le importaba todo un bledo.
Habían acordado que, a la vuelta de la mina, Harry acudiría directamente a la embajada para presentar su informe. Le pidió a Sandy que lo dejara en la puerta de su casa, alegando que tenía que traducir un documento. En cuanto el vehículo dobló la esquina, Harry tomó un tranvía para dirigirse a la calle de Fernando el Santo.
Tolhurst estaba en su despacho, leyendo un ejemplar cuatro días atrasado del Times. Se había producido un corte de electricidad y él se había puesto un jersey grueso con un dibujo muy llamativo para protegerse del frío. El jersey le confería una apariencia más juvenil, como de regordete colegial.
– ¿Cómo ha ido? -le preguntó con ansia.
– Existe una mina, eso seguro. -Harry se sentó y respiró hondo-. Pero algo ha fallado.
El rostro redondo de Tolhurst pareció encogerse.
– ¿Cómo? ¿Sandy desconfía de ti?
– No es eso. Me acompañó en un recorrido por la mina. Está más allá de Segovia; abarca un territorio muy amplio, aunque la producción parece ser que se encuentra en una fase muy inicial. Otero estaba allí y esta vez se mostró muy amable conmigo.
– ¿Y qué más?
– Cuando ya nos íbamos, salió el vigilante para abrirnos la verja y yo lo reconocí. Es un tal Gómez. Trabaja para Maestre; ¿recuerdas que lo conocimos en la fiesta?
– Sí, era su antiguo ordenanza o algo por el estilo.
– Lo saludé sin pensar. Él me reconoció, pero yo comprendí que estaba asustado.
– Mierda. ¿Y cómo reaccionó Forsyth?
– Captó de inmediato el detalle y me preguntó dónde había conocido a Gómez.
– ¿Y tú se lo dijiste?
– Sí; lo siento, Simón, me… me quedé en blanco, no conseguí inventarme ninguna trola en aquel momento. Dije que Gómez trabajaba para Maestre y que quizá lo habían despedido. Fue lo único que se me ocurrió.
– Maldita sea. -Tolhurst cogió un lápiz y empezó a darle vueltas entre las manos. Harry estaba furioso consigo mismo, horrorizado ante las consecuencias que su fallo pudiera tener para Gómez-. Supe que Sandy estaba preocupado. Se detuvo en un pueblo, dijo que tenía que hacer una llamada. Salió con la cara muy seria. Debió de llamar a Otero. ¿Cómo puede Maestre estar metido en todo eso, Simón?
Tolhurst se mordió el labio.
– Pues no lo sé, pero está metido en todas las batallas de monárquicos contra falangistas. Sabíamos que formaba parte del comité de evaluación de la mina de oro, pero el capitán no ha conseguido sonsacarle nada más. Es muy hermético en todo lo que él considera intereses nacionales de España.
«O sea que los Caballeros de San Jorge sólo te llevarán hasta un determinado punto», pensó Harry.
– No tendrías que haber saludado a alguien que sabías que trabajaba para él -dijo severamente Tolhurst-. Tendrías que haber adivinado que quizá se trataba de una tapadera.
– Jamás me había visto obligado a pensar tan rápido. Lo siento. Estaba totalmente concentrado en el emplazamiento de la mina y en tratar de interpretar bien el papel de un inversor auténtico.
Tolhurst soltó el lápiz.
– Forsyth comprenderá que Maestre no puede haber despedido sin más a un antiguo ordenanza suyo al que, encima, utilizaba para acompañar a su hija. Por Dios, Harry, menudo lío has armado. Se lo tendré que decir al capitán. Ahora mismo está reunido con sir Sam, hay una valija diplomática que tiene que salir esta misma noche. Espera aquí.
Tolhurst se retiró y él se quedó allí, mirando tristemente a través de la ventana. Bajó por la calle un mendigo montado en un burrito con los pies casi rozando el suelo a ambos lados. Unos pesados fardos de leña iban atados al lomo del animal. Harry pensó en las tremendas cargas que las bestias de pequeño tamaño se veían obligadas a soportar; parecía que estuviera a punto de rompérsele el espinazo.
Fuera se oyeron unas rápidas pisadas. Harry se levantó en el momento en que Tolhurst, con semblante muy serio, abría la puerta para franquearle la entrada a Hillgarth. Lo acompañaba el embajador. Hoare, con el rostro enjuto congestionado por la furia, se dejó caer en el asiento de Tolhurst, mirando ceñudo a Harry.
– Es usted un maldito insensato, Brett -empezó diciendo Hillgarth-. Pero ¿cómo se le ha ocurrido?
– Disculpe, señor, yo no sabía que Maestre…
Hoare se dirigió a Hillgarth en un tono cortante como el cuchillo.
– Alan, le advertí que esta operación era muy arriesgada. Siempre se lo digo, nada de operaciones encubiertas; tendríamos que habernos limitado a recoger información y nada más. Nosotros no somos el maldito SOE, la Dirección de Operaciones Especiales. Pero no, ¡usted y Winston tenían que montarse sus propias historias! Ahora puede que hayamos puesto en peligro nuestras relaciones con todo el sector monárquico por culpa de este idiota. -El embajador señaló a Harry con el gesto de quien espanta un molesto insecto.
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