Harry permaneció en silencio un instante y después dijo:
– He visto aquí más penalidades de las que jamás hubiera imaginado.
– Sí. -Sofía volvió a suspirar-. ¿Recuerda a nuestra beata, la señora Ávila? Ayer vino a vernos. Dice que el cura está preocupado, y teme que no estemos cuidando debidamente a Paco; quiere que lo dejemos ir al orfelinato. El cura no vino personalmente porque nosotros no vamos a la iglesia. Naturalmente, ésta es la verdadera razón de que quieran apartarnos de Paco. Pero no lo van a conseguir. -Su expresión se endureció por un instante-. Enrique pronto podrá volver a trabajar. Puede que haya trabajo para él en la vaquería.
– Yo tengo una amiga, una inglesa, que trabajó durante algún tiempo en uno de esos orfelinatos. Dijo que era un mal sitio. Y se fue.
– Pues yo he oído hablar de niños que se suicidan. Eso es lo que yo temo que ocurra con Paco. Siempre tiene miedo. Apenas habla y sólo lo hace con nosotros.
– ¿Hay alguien que pudiera… no sé cómo decirlo… ayudarlo?
Sofía se rió amargamente.
– ¿Quién? Sólo estamos nosotros.
– Lo siento.
Sofía se inclinó hacia delante mientras sus grandes ojos brillaban a la luz de las velas.
– No tiene por qué sentirlo. Ha sido muy amable. Se preocupa por los demás. Los forasteros y los ricos de aquí cierran los ojos ante la manera en que vive la gente. Y los que no tienen nada están abatidos y se muestran apáticos. Es bueno conocer a alguien que se preocupa. -Sonrió levemente-. Aunque eso lo entristezca. Es usted un hombre bueno.
Harry pensó en Gómez y en el terror de sus ojos. Denegó con la cabeza.
– No, no lo soy. Quisiera serlo, pero no lo soy. -Se sujetó la cabeza entre las manos, lanzó un profundo suspiro y la miró. La muchacha lo miraba sonriendo. Entonces él alargó la mano y tomó la suya-. La buena es usted -dijo.
Ella no apartó la mano y la mirada de sus ojos se suavizó. Harry se inclinó muy despacio hacia ella y le rozó los labios con los suyos. El vestido de Sofía emitió un leve crujido cuando ésta se inclinó hacia delante para besarlo, un beso profundo y prolongado con un fuerte y apasionante sabor a tabaco. Harry se apartó.
– Perdón -dijo-. Usted está sola en mi apartamento y yo no quería…
Sofía sonrió, denegando con la cabeza.
– No. Me alegro. No me costó demasiado comprender lo que sentía. Y llevo pensando en usted desde que visitó nuestra casa y se sentó en el salón con aquella expresión tan desconcertada, pero con deseo de ayudarnos. -La muchacha bajó la cabeza-. No quería sentir lo que siento, ya bastante complicadas son nuestras vidas. Por eso no llamé al médico al principio. Pobre Enrique -añadió sonriendo-. Ya ve usted lo egoísta que soy.
Harry se inclinó hacia delante y le tomó la mano. Era pequeña y cálida y estaba llena de vida.
– Es usted la persona menos egoísta que he conocido. -Algo en él seguía dudando, no podía creer lo que estaba ocurriendo.
– Harry -dijo ella.
– Pronuncia mi nombre como nadie -dijo él, soltando entre dientes una pequeña carcajada.
– Es más fácil de pronunciar que la manera en que los ingleses dicen David.
– ¿El chico de Leeds?
– Sí. Estuvimos juntos algún tiempo. En la guerra hay que aprovechar las oportunidades que se presentan. A lo mejor lo escandalizo. Los católicos dirían que soy una mujer inmoral.
– Eso, nunca. -Harry vaciló, pero después se inclinó hacia ella y la volvió a besar.
Barbara había oído decir que, cuando se amaba a una persona y después se la dejaba de amar, a veces el amor se convertía en odio. Sandy le había dicho que tenía el corazón lleno de una sensiblería empalagosa, pero no era verdad. Ahora estaba lleno de hastío.
Tenía que ocultar sus sentimientos. Era miércoles y se había vuelto a reunir con Luis; Agustín regresaría de su permiso en cuestión de tres semanas, el 4 de diciembre. En cuanto lo hiciera, Luis se trasladaría a Cuenca para disponer todo lo necesario. La fecha de la fuga dependería de los horarios de los guardias, aunque lo más seguro es que se pudiera hacer antes de Navidad. Durante el tiempo que faltaba, ella tendría que procurar que Sandy no sospechara nada.
La casa, con sus estancias espaciosas y su mobiliario costoso e impecablemente limpio, le resultaba cada vez más opresiva. A veces, experimentaba el impulso de descolgar los relucientes espejos de las paredes y estrellarlos contra las enceradas tablas del suelo. Mientras iba de acá para allá, recorriendo con creciente nerviosismo las habitaciones o contemplando a través de las ventanas el jardín invernal, empezó a preguntarse si se estaría volviendo un poco loca.
Después de su discusión acerca del orfelinato, Barbara había vuelto a mostrarse extremadamente amable y sumisa. El domingo siguiente a la discusión, Sandy salió de buena mañana en su coche; asuntos de negocios, alegó. Barbara salió a dar un paseo y compró unas rosas de Andalucía en una lujosa floristería. Costaban mucho dinero, pero eran las preferidas de Sandy. Las llevó a la mesa en un jarrón. Sandy tomó una y olió su perfume.
– Muy bonitas -dijo secamente-. ¿Entonces ya se te ha pasado el enfado? -Seguía estando de muy mal humor.
– Las peleas son absurdas -contestó ella muy tranquila.
– Tu carta a sor Inmaculada ha provocado cierta perplejidad. Una o dos personas me han preguntado si no estaré dando cobijo a una subversiva.
– Mira, Sandy, no te quiero causar problemas con tus socios en los negocios. ¿Por qué no me ofrezco como voluntaria en otro sitio, quizás en algún hospital militar?
Sandy soltó un gruñido.
– Casi todos están dirigidos por la Falange. No quiero que ahora te pelees con ellos.
– Basta con que no vea maltratar a los niños, eso es todo.
La miró con sus ojos sombríos y gélidos.
– Casi todos los niños son maltratados. Así es la vida. A no ser que tengas suerte, como mi hermano. Tú fuiste maltratada y yo también.
– Pero no de esta manera.
– El maltrato es siempre el mismo. -Sandy se encogió de hombros-. Hablaré con Sebastián acerca del hospital militar.
– Gracias. -Barbara procuró fingir agradecimiento. Sandy soltó un gruñido y se inclinó sobre su plato.
No había vuelto a mantener relaciones sexuales con ella desde la pelea. La tarde siguiente, Barbara bajó a la cocina para hablar con Pilar y, desde la escalera, la oyó reírse. Sandy estaba allí apoyado en la mesa, fumando un cigarrillo con una sonrisa lasciva en los labios. Pilar lavaba los platos en el fregadero. Al ver a Barbara, la chica se puso colorada como un tomate y bajó la cabeza.
– Le traigo la lista de la compra, Pilar -dijo Barbara fríamente-. Se la dejo aquí encima de la mesa.
Más tarde no dijo nada, pero él sí lo hizo. Estaban sentados en el salón, cuando él se reclinó en su asiento acunando en sus manos un vaso de whisky con una sonrisa en los labios.
– Buena chica, Pilar. Aunque a veces es un poco descarada.
Barbara siguió enhebrando una aguja en silencio. «Lo hace para castigarme -pensó-, como si ahora me importara.»
– Hay que ver cómo os gusta coquetear con las criadas -dijo alegremente-. Supongo que es una fantasía, una cosa de las escuelas privadas.
– Si tú supieras cuáles son mis fantasías -dijo él-, no te gustarían. -Algo en su tono de voz indujo a Barbara a mirarlo bruscamente. Él le dirigió una fría mirada y tomó otro trago de whisky.
– Tengo que ir a buscar un patrón que mamá me ha enviado -dijo Barbara.
Acto seguido, abandonó la estancia y se quedó en el pasillo respirando afanosamente. A veces, necesitaba apartarse de él. Y pensaba: «Me paso una hora sentada con él y después salgo unos cuantos minutos. De esta manera, me acerco una hora más al momento en que me iré para siempre.»
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