– El trabajo es muy duro; pero, por lo menos, me dan leche para la familia.
– Debe de estar hasta el moño.
– Pero nos ayuda a ir tirando. Los hombres del organismo del Gobierno vienen cada día a llevarse sus cien litros que, una vez bautizados para el racionamiento, se convierten en doscientos.
– Terrible -dijo Harry, meneando la cabeza.
– Es usted un hombre muy extraño -le dijo ella.
– ¿Por qué?
– Su interés por mi vida. Una vaquería maloliente dista mucho de aquello a lo que está usted acostumbrado, supongo. -Sofía se inclinó hacia delante-. Fíjese en todas estas personas que hablan de las cosas que han comprado en el mercado negro y de sus problemas con la servidumbre. ¿No son éstas las cosas de que suelen hablar las personas de su clase? -En su rostro se había vuelto a dibujar la leve sonrisa burlona de antes.
– Sí. Pero yo ya estoy harto.
Sonó un timbre y regresaron a la sala. Durante el segundo acto, Harry se volvió un par de veces para mirarla, pero Sofía estaba tan enfrascada en la representación que no le correspondió con una sonrisa como él esperaba. Llegaron al momento en que lady Macbeth camina como en sueños, torturada por el remordimiento del asesinato que ella ha instado a cometer a su marido. «¿Cómo, jamás podré lavar mis manos?» Harry experimentó un repentino arrebato de pánico al pensar que quizá sería el culpable de la muerte de Gómez y tendría las manos manchadas de sangre. Emitió un jadeo y se agarró con fuerza a los brazos de la butaca; Sofía se volvió para mirarlo. Al término de la función, sonó el himno nacional a través de los altavoces. Harry y Sofía se pusieron en pie, pero no se unieron a las numerosas personas que levantaron el brazo haciendo el saludo fascista.
Al salir al frío de la calle, Harry volvió a sentirse un extraño, más extraño de lo que jamás se hubiera sentido en muchos meses. Le volvían a zumbar los oídos, el corazón le latía muy rápido y se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Suponía que era una reacción tardía a todo lo que había ocurrido aquel día. Mientras se dirigían a la parada del tranvía trató de entablar conversación, consciente de que le temblaba la voz. No tomó a Sofía del brazo; no quería que ésta notara su temblor.
– ¿Le ha gustado la obra?
– Sí -contestó Sofía, sonriendo-. No sabía que Shakespeare pudiera ser tan apasionado. Todos los asesinos reciben su justo castigo, ¿verdad?
– Sí.
– No ocurre lo mismo en el mundo real. -Harry no la había oído debidamente y ella tuvo que repetir lo que había dicho.
– Pues no, la verdad.
Llegaron a la parada del tranvía. Ahora Harry temblaba de pies a cabeza y ansiaba desesperadamente apartarse del frío y húmedo aire nocturno. No había ningún tranvía detenido en la parada. Tampoco había gente esperando, lo cual significaba probablemente que un tranvía acababa de marcharse. Necesitaba sentarse. Maldijo su temor; si tenía que experimentarlo, ¿por qué no en el apartamento, cuando estuviera solo?
– ¿Le ocurre algo? -oyó que Sofía le preguntaba.
De nada hubiera servido fingir, ahora se notaba todo el rostro empapado de sudor frío.
– No me encuentro demasiado bien. Perdone, es que de vez en cuando me dan estos pequeños ataques, desde que estuve en los combates de Francia. Ya se me pasará, no se preocupe; perdone, es una tontería.
– No es una tontería. -Sofía lo miró, preocupada:-. Es algo que les ocurre a los hombres en la guerra, lo vi aquí. Debería coger un taxi, lo acompañaré a su casa. No conviene que espere en medio del frío.
– Ya se me pasará, se lo aseguro. -No soportaba exhibir su debilidad de aquella manera, no lo soportaba en absoluto.
– No, voy a buscar un taxi. -De repente, Sofía había asumido el mando de la situación, como había hecho en su casa-. ¿Puede quedarse aquí un momento mientras yo me acerco a la esquina? He visto unos cuantos taxis esperando.
– Sí, pero…
– Sólo será un minuto. -Ella le rozó el brazo, lo miró sonriendo y se alejó. Harry se apoyó en el frío poste de la parada, inspirando hondo a través de la nariz y espirando por la boca como le habían enseñado a hacer en el hospital. Momentos después, se acercó un taxi.
Sentado en medio del calor del vehículo, enseguida se sintió mejor. Miró a Sofía con una triste sonrisa.
– Menuda manera de terminar la velada, ¿eh? Deje que pague yo el taxi para que la lleve a casa.
– No, quiero asegurarme de que se encuentra bien. Está muy pálido -dijo Sofía, estudiándolo con mirada profesional.
Al llegar a su destino, el taxi los dejó. Harry temía necesitar la ayuda de Sofía para subir la escalera, pero ahora ya se encontraba mucho mejor y subió sin ningún problema. Abrió la puerta y ambos pasaron al salón.
– Siéntese en aquel sofá -le dijo ella-. ¿Tiene un poco de alcohol?
– Hay algo de whisky en aquel aparador.
Ella fue por un vaso a la cocina y le preparó un trago. El whisky le hizo experimentar como una especie de pequeña sacudida. Sofía lo miró sonriendo.
– Bueno, ya le está volviendo el color a la cara. -Encendió el brasero y se sentó en el otro extremo del sofá, mirándolo.
– Beba usted también -le dijo Harry.
– No, gracias. No me gusta demasiado. -Estudió la fotografía de los padres de Harry.
– Son mi madre y mi padre.
– Es una fotografía muy bonita.
– Su madre me enseñó la fotografía de su boda el día que acompañé a Enrique a casa.
– Sí. Ella, papá y tío Ernesto.
– Su tío era sacerdote, ¿verdad?
– Sí, en Cuenca. No hemos sabido nada de él desde que empezó la Guerra Civil. Puede que haya muerto; Cuenca estaba en la zona republicana. ¿Le importa que fume, Harry?
– Claro que no. -Harry tomó el cenicero de la mesita auxiliar y se lo pasó. Observó que la mano le seguía temblando ligeramente.
– ¿Fue muy grave? -preguntó Sofía-. La guerra en Francia, quiero decir.
– Sí, una granada estalló justo a mi lado y mató al hombre que estaba conmigo. Me quedé sordo durante algún tiempo y sufría unos tremendos ataques de pánico. Últimamente, me encuentro mucho mejor. Luché contra ellos y pensé que los había derrotado, pero esta noche han vuelto.
– Quizá no se cuida usted lo bastante.
– Me encuentro bien. No me puedo quejar, recibo buenas raciones y vivo en este apartamento tan grande.
– Sí, es bonito. -Sofía miró alrededor-. Pero la atmósfera resulta un poco triste.
– La verdad es que para mí es demasiado grande. Me paseo constantemente de un lado para otro. Pertenecía a un funcionario comunista.
– Aquella gente se daba muy buena vida. -Sofía suspiró.
– A veces, me parece sentir su presencia. -Harry soltó una tímida carcajada.
– Ahora Madrid está lleno de fantasmas.
Todas las luces se apagaron y los sumieron en la más completa oscuridad, salvo por el resplandor del brasero. Ambos soltaron una exclamación y después Sofía explicó:
– Es sólo un corte de electricidad.
– Vaya, hombre, lo que faltaba.
Ambos se echaron a reír.
– Tengo unas velas en la cocina -dijo Harry-. Deme una cerilla para que vea un poco e iré por ellas. ¿A no ser que usted prefiera volver a casa?
– No -contesto Sofía-. Es bueno hablar un rato.
Harry encendió las velas y las colocó en unos platitos. Las velas iluminaron la estancia con una trémula luz amarilla. Allí donde lo iluminaba la luz, Harry observó una vez más que el cabello de la chica no era totalmente negro, sino que tenía unos reflejos castaños. Tenía un rostro muy triste.
– Siempre nos cortan la luz -dijo-. Ya nos hemos acostumbrado.
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