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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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Vi que estaba inventando una manera de conseguir que le comprara caramelos, así que me llevé la mano al bolsillo y encontré dos céntimos. Pero me lo pensé mejor y busqué otra de cinco, para comprar a Kugen cinco céntimos de caramelos.

Al llegar a casa, dijo que le dolían los pies. Había andado mucho y estaba cansado. Le dije que se tumbara en la cama mientras yo iba a calentar agua para darle un baño de pies. Cuando volvía con el agua caliente, Kugen se había quedado dormido, con los pies apoyados en la pared, estaba como un tronco. Al verlo me eché a reír. Había puesto los pies en alto, apoyados en la pared, porque le dolían. ¡Tan pequeño, y ya sabía cuidar de sí mismo! Pero enseguida se me encogió el corazón. Kugen no sabía aún que su padre había muerto.

Esa noche, dormido, sentí opresión y congoja. Me desperté y vi que tenía el culete de Kugen apretándome en el pecho, y lo aparté. Al poco rato, justo cuando me estaba volviendo a dormir, el culete de Kugen fue moviéndose, moviéndose, hasta apoyárseme en el pecho. Estiré la mano a ver qué pasaba y comprendí que se había meado en la cama: debajo tenía toda una parte empapada, ¡por eso me ponía el culo en el pecho!, y pensé: «Bueno, pues que siga así.»

Al día siguiente, el crío echaba de menos a su padre. Mientras yo trabajaba en el campo, él se quedaba sentado en el sendero, jugando. Y así estaba, jugando tan tranquilo, cuando de repente me preguntó:

– ¿Me vas a llevar tú, o me viene a buscar padre?

Los del pueblo, al verlo, movían la cabeza diciendo: «¡Pobrecito!»

– Ya no te irás -le dijo uno.

– Sí que me voy -dijo él muy serio.

Al atardecer, viendo que su padre todavía no había venido por él, se enfadó un poco, y empezó a decir cosas a toda velocidad, moviendo la boquita. Yo no entendía nada de lo que decía, y pensé que debía de estar soltando tacos. Al final, levantó la cabeza.

– Bueno. Si no viene, no pasa nada -dijo-. Como soy pequeño y no me sé el camino, acompáñame tú.

– Tu padre no vendrá por ti, y yo tampoco puedo llevarte. Tu padre está muerto.

– Ya sé que está muerto -contestó-. Ya es de noche y aún no ha venido a buscarme.

Esa noche, arropados los dos con el edredón, le expliqué lo que era la muerte. Le dije que, cuando alguien moría, había que enterrarlo, y que los vivos ya no volvían a verlo nunca más. El crío, al pronto, se puso a temblar de miedo. Luego, al pensar que ya no volvería a ver a Erxi, se echó a llorar a lágrima viva, con la carita apoyada en mi cuello y sus lágrimas calientes cayéndome por el pecho. Estuvo llorando y llorando hasta que se quedó dormido.

Al cabo de un par de días, pensé que tenía que enseñarle la tumba de Erxi, y me lo llevé a la parte oeste. Le dije qué tumba era la de su abuela materna, cuál era la de su madre, y luego la de su tío. Cuando aún no le había enseñado la de Erxi, Kugen la señaló llorando.

– Ésa es la de mi padre -dijo.

Cuando llevábamos juntos seis meses, en el pueblo empezó el sistema de cuota de producción por familia, [18] con lo que la vida se volvió aún más difícil. A la nuestra le asignaron un mu y medio de tierra. Se acabó para mí lo del trabajo en común y lo de aprovechar para gandulear cuando me cansaba. El trabajo del campo me llamaba constantemente. Si no acudía, nadie lo iba a hacer por mí.

Y cuando uno se hace viejo, todo son achaques. Todos los días me dolían los riñones, veía mal. Antes, cuando llevaba a la ciudad los canastos de verdura con la palanca, iba de una tirada. En cambio entonces, iba andando y descansaba; descansaba y seguía andando. Tenía que ponerme en camino dos horas antes de que amaneciera, porque, si llegaba tarde, ya no había manera de vender la verdura. Como dice el refrán, «El pájaro torpe es el primero en volar». Y el que pagó el pato fue Kugen. Cuando el crío estaba durmiendo profundamente, iba yo y lo sacaba de la cama, y él se venía conmigo andando, agarrado con las dos manos al canasto de detrás, con los ojos todavía medio cerrados. Kugen era un buen niño. Cuando se despertaba del todo y veía que la carga que llevaba pesaba demasiado para mí y que cada dos por tres tenía que pararme a descansar, él sacaba un par de coles de los canastos y las llevaba en brazos, andando delante de mí. De vez en cuando, se volvía y me preguntaba:

– ¿Pesa menos?

Yo estaba contentísimo.

– ¡Mucho menos! -le contestaba.

Ahora que lo pienso, Kugen, con cinco años recién cumplidos, ya se había convertido en un buen ayudante mío. Allá donde fuera yo, allá iba él detrás a trabajar conmigo. Hasta sabía segar el arroz. Encargué a un herrero de la ciudad que le hiciera una hoz pequeña. Ese día el crío se puso como loco de contento. Normalmente, cuando íbamos a la ciudad, al pasar por delante de la callejuela de la casa de Erxi, el crío iba para allá como una exhalación, a jugar con sus amiguitos. Ya podía llamarlo, ya, que no me hacía ni caso. Pero ese día, como le dije que le había encargado una hoz, me agarró de la ropa y no me soltó en ningún momento. Estuvimos esperando juntos un buen rato delante de la herrería. En cuanto entraba alguien, él le señalaba la hoz que le estaban haciendo.

– ¡Es la hoz de Kugen! -decía.

Cuando vinieron a buscarlo sus amiguitos para jugar, él les dijo que no muy ufano.

– Ahora no tengo tiempo de hablar con vosotros.

Cuando tuvo su hoz, Kugen no quería soltarla ni para dormir, pero yo no le dejaba, así que dijo que la metería debajo de la cama. Y lo primero que hacía al despertarse por la mañana era buscarla con la mano. Le dije que la hoz, cuanto más se usa, más afilada está; y que el hombre, cuanto más trabajador es, más fuerte se vuelve. El crío se quedó un buen rato mirándome, parpadeando.

– Entonces -dijo de repente-, ¡cuanto más afilada esté la hoz, más fuerte seré yo!

De todos modos, Kugen era un niño, y segaba el arroz mucho más despacio que yo. Al ver que yo iba más rápido, se enfadaba.

– ¡Fugui! -me gritaba-. ¡Ve más despacio!

Como la gente del pueblo me llamaba Fugui, él también me llamaba así, aunque también me llamaba abuelo.

– Esto lo ha segado Kugen -le decía, señalando el arroz que yo acababa de cortar.

Él se echaba a reír muy contento.

– Esto lo ha segado Fugui -decía él señalando lo suyo.

Al ser tan pequeño, también se cansaba pronto, así que iba cada dos por tres a tumbarse en el sendero del bancal y echar una siesta.

– Fugui -me decía-, la hoz ya no está afilada.

Lo que quería decir era que ya no tenía fuerza. Después de echarse un rato, se levantaba, me miraba trabajar y me decía muy chulo:

– ¡Fugui, no pises mi arroz!

Los de los campos de al lado se reían al verlo. Hasta el jefe de equipo se reía. El jefe de equipo estaba igual de viejo que yo, y seguía siendo jefe de equipo. Como en su casa eran muchos, le tocaron cinco mu de tierra, justo pegada a mi campo.

– ¡Menudo pico tiene el mocoso éste, me cago en la mar! -decía él.

– Habla todo lo que no pudo hablar Fengxia -decía yo.

La vida que llevábamos entonces era dura, desde luego, y cansada, pero estábamos contentos. Con Kugen a mi lado, yo vivía mucho más animado. Viéndolo cada día más grande, yo, como abuelo, también estaba cada día más tranquilo. Al atardecer, nos sentábamos los dos en el quicio de la puerta a mirar cómo se ponía el sol, brillando rojo, rojo, sobre los campos, a escuchar las llamadas a casa de los del pueblo, y las dos gallinas que teníamos iban y venían delante de nosotros. Kugen y yo nos queríamos mucho y, cuando estábamos los dos allí sentados, siempre teníamos miles de cosas que decirnos. Al ver a las dos gallinas, me acordaba de lo que decía mi padre en vida, y se lo contaba una y otra vez a Kugen.

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