VIVIR PELIGROSAMENTE
Título original: Viure perillosament
Primera edición: febrero de 2021
© del texto: Gemma Pasqual i Escrivà, 2019
© de la traducción: Carme Geronès, 2020
© de esta edición: Editorial Comanegra, 2020
Editorial Comanegra
Consell de Cent, 159
08015 Barcelona
www.comanegra.com
Corrección: Nuria Ochoa
Ilustración de cubierta: Irene Pérez
Maquetación: Eduard Vila
Producción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-18857-29-4
La traducción de esta obra ha recibido una ayuda del Institut Ramon Llull
Todos los derechos reservados a los titulares de los copyright.
GEMMA PASQUAL I ESCRIVÀ
VIVIR PELIGROSAMENTE
UNA MUJER DE SAL, DOCE
ESCRITORAS, UNA PINTORA Y UNA SEÑORA
SENTADA EN EL AUTOBÚS
TRADUCCIÓN DE CARME GERONÈS
Prólogo: La mujer de sal
Bunga bunga
Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury
La carta rasgada
Mercè Rodoreda y Andreu Nin
Mellada
Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre
Harta
Rosa Parks y Recy Taylor
El coleccionista
Anaïs Nin y Henry Miller
Mil francos suizos
Aurora Bertrana, Monsieur Choffat y el tío Ramon
El higuillo
Caterina Albert y el señor Emili Gandia
Chocho viejo
Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós
Despeinada
Frida Kahlo y Lev Trotski
La mujer pecadora
Isabel de Villena y Jaume Roig
Un montón de ladrillos para hacer un edificio
Maria Aurèlia Capmany, Salvador Espriu y el profesor de matemáticas
Una espía rusa
Carmen de Burgos y su hija
El corazón pútrido del poeta
Mary Shelley y Percy B. Shelley
Nada... una novela
Jane Austen y Cassandra
Sin ser aventurera, he vivido como hay que vivir: es decir, peligrosamente.
MERCÈ RODOREDA
¡Una mirada! Y aterronados por un dolor mortal sus ojos ya no pueden, de repente, mirar.
MARIA-MERCÈ MARÇAL
Acechas ciega la ciudad condenada, te vuelves por curiosidad, al aguzar el oído y notar que os persiguen. Asombrada por el silencio, con la esperanza de que Dios haya cambiado de idea.
Había salido el Sol sobre la Tierra cuando llegabas a Zóar. No había nube alguna en el cielo. Levantabas el brazo izquierdo para secarte el sudor de la frente, cuando de pronto una chispa cegadora ha cubierto todo el cielo, seguida de un estruendo ensordecedor. Te has sentido envuelta por el trueno más fuerte que hubieras oído nunca. Era el sonido del universo en explosión. Dios había hecho llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Una espada luminosa segando la raíz más viva. De repente se oía un gran terremoto, acompañado de erupciones, relámpagos y llamas, y destruía las dos ciudades y la llanura entera, con todos sus habitantes y los animales y las plantas. En la huida, todo bicho viviente se arrastraba y pegaba saltos en una aglomeración que daba pánico. Dios es celoso y vengador, vengador y furibundo, implacable con sus enemigos. El estruendo del día de Dios es espeluznante: en él, incluso el guerrero pide auxilio. Ha sido un día de ira, de angustia, de calamidad y de miseria, un día de tinieblas y de oscuridad.
El hombre justo sigue al emisario de Dios, gigantesco y resplandeciente por la montaña negra. Y tú lo sigues a él, camináis en silencio. Miras las sandalias de Lot: al avanzar dibujan un surco en la arena. Detrás de él se extiende un hongo de polvo, humo y fuego acompañado de unas líneas verticales que parecen diseminarse infinitamente hacia el cielo. Al dejar el hatillo en el suelo te vuelves mientras te anudas la tira de cuero de la sandalia, para no tener que seguir viendo la nuca virtuosa de tu marido Lot. Por la súbita certidumbre de que, si mueres, él ni siquiera va a detenerse. Es por lo que te vuelves, por la desobediencia de los sumisos.
El ángel escribe un solo camino, en la montaña negra brilla un único trazo, el valle verdea en vano. Tus dos hijas han desaparecido tras la cima de la colina. Has notado el peso de la vejez, del alejamiento, de la vanidad de una vida errante, de la somnolencia. Y te vuelves por una sensación de soledad, por la vergüenza de huir a hurtadillas, por el deseo de gritar, de regresar.
No es demasiado tarde, todavía puedes mirar. Mirar las torres rojas de Sodoma donde naciste, la plaza donde cantabas, el patio donde hilabas. Los ventanales desiertos de la casa encumbrada donde habían nacido los hijos, fruto de un vínculo feliz. Te vuelves por la nostalgia de un lebrillo de plata, por la casa devastada, por el dolor de tu vida, por la soledad en pareja, por los labios falsos que te traicionaban, por la frialdad mortal en los ojos, porque el mundo es áspero y brutal.
Miras hacia atrás, ni una sola voz conoce tu nombre. Te vuelves por la ira y Dios no te salva. Ves un gran centelleo azul y una bola de fuego gigantesca, cinco veces mayor y diez veces más brillante que el Sol. Hacia allí avanza una poderosa llama, casi de color blanco, y oyes un gran estruendo. La Tierra tiembla. Es como si hubiera explotado el Sol. Ves muertos, muchos muertos, desfilando como un ejército de fantasmas quemados, con las caras deshechas y las orejas fundidas. No parecen humanos, se les cae la piel a cachos, como andrajos. Y notas un dolor punzante que se extiende por todo tu cuerpo, como si te echaran un cubo de agua hirviendo sobre la piel. Y corres, te arrastras, das vueltas, hasta que la negrura se desploma del cielo, y con ella un arenal caliente y una chubascada de aves muertas. Por falta de aliento, te vas haciendo un ovillo. Si alguien te hubiera visto, habría pensado que bailabas. Y de golpe te arrojan a las tinieblas, donde permanece tu cuerpo, ebrio de lluvia de agua negra y sol. ¡Una mirada! Y, compactados por un dolor mortal, tus ojos ya no pueden, de pronto, mirar; has emblanquecido de angustia, estás extenuada y sin memoria. Tu cuerpo se ha convertido de súbito en sal transparente y las piernas ligeras se enraízan en el suelo. Has dado la vida tan solo por una mirada. Y has gritado tu nombre: Edit, y nadie te ha oído nunca.
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.
VIRGINA WOOLF
Virginia decidió que ella misma se cortaría el pelo.
¡Menuda fiesta! ¡Menuda aventura! Abrió de par en par el balcón del número 14 de la calle Fitzroy de Bloomsbury y salió al aire libre. En Londres hacía un día de febrero nublado y algo húmedo. Una calma tan silenciosa… Como el beso de una ola, fresco y penetrante, a sus veintiocho años, solemne, plantada junto a las puertas del balcón, una extraña sensación se apoderaba de ella, algo terrible pero muy divertido estaba a punto de suceder. Pensó en las palabras que tendría que pronunciar cuando no supiera de qué hablar. De sus labios salió: «Bunga bunga».
Se encendió un cigarrillo y su vista se fijó en la habitación a través del humo del tabaco. Le gustaba la mesita de mimbre, el cofre donde guardaba cartas atadas con cintas y ramitas de lavanda, la estufa, los tres crisantemos en el redondeado jarrón de cristal encima de la repisa de la chimenea, la tela que había pintado su hermana Vanessa, en la que podía admirar un barco en medio del oleaje, navegando, imponente, hacia un faro.
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