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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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– Fengxia murió hace ya tiempo. Si puedes, olvídala.

Kugen tenía entonces tres años. El crío estaba sentado en un taburete, balanceando las piernas y esforzándose cuanto podía en oír lo que decíamos, con los ojos muy abiertos. Erxi se quedó pensando, con la cabeza ladeada.

– Pensar en Fengxia es el único momento de felicidad que me queda -dijo al cabo de un rato.

Luego tuve que volver al pueblo, y él a trabajar, así que salimos juntos. Una vez fuera, Erxi echó a andar, arrimado a la pared, con la cabeza torcida, a toda velocidad, como si temiera que alguien lo reconociera. Llevaba a Kugen de la mano, y el pobre niño iba a trompicones, casi casi a rastras. Yo tampoco me atrevía a reprocharle nada, sabía que Erxi estaba así desde que murió Fengxia.

– ¡Ve más despacio! -le gritaban las vecinas al verlo-, ¡que vas a tirar a Kugen!

Erxi soltó un «hum» de los suyos, y siguió andando igual de rápido. Llevaba a Kugen casi en volandas, pero el crío iba mirándolo todo con los ojos muy vivos, como canicas.

– Erxi -dije cuando llegamos a la esquina-, me voy.

Sólo entonces se paró, y me miró levantando el hombro.

– Kugen, me voy -le dije al niño.

– Adiós -me decía Kugen con su vocecilla, agitando la mano.

Apenas tenía yo un momento, me iba a la ciudad. En casa no sabía estar y, como Kugen y Erxi estaban allí, me parecía que la ciudad era donde estaba realmente mi casa. Cuando volvía al pueblo, más solo que la una, me entraba angustia. Varias veces me llevé a Kugen al pueblo, a pasar unos días. Él nada, corría contentísimo por todo el pueblo y me pedía que le ayudara a atrapar gorriones en los árboles. Yo le decía que cómo iba a atraparlos.

– Sube al árbol -me decía el crío señalando hacia arriba.

– Si me caigo, me descalabro -le decía yo-. ¿Quieres que me muera?

– No quiero que te mueras. Quiero un gorrión.

En el pueblo, Kugen se lo pasaba en grande. El que lo pasaba mal era Erxi, que no soportaba estar un día entero sin ver a Kugen. Cada día, después del trabajo, cuando ya no podía ni con su alma, recorría los más de diez li para venir a ver a Kugen. Al día siguiente, apenas amanecía, volvía a la ciudad a trabajar. Pensé que así no podía ser, así que, a partir de entonces, antes de que anocheciera, llevaba a Kugen a su casa. Al morir Jiazhen, yo en casa ya no tenía ataduras, así que, cuando llegaba a la ciudad, Erxi me decía:

– Padre, quédate.

Y yo me quedaba allí varios días. A Erxi le habría parecido bien que me quedara más tiempo y todo. Decía que tres generaciones en una casa siempre eran mejor que dos. Pero yo tampoco podía vivir a su costa, todavía tenía buenos pies y buenas manos, podía ganarme la vida. Y, si ganábamos dinero Erxi y yo, Kugen también viviría con más holgura.

Así fuimos viviendo hasta que Kugen tuvo cuatro años, que fue cuando murió Erxi. Quedó aplastado entre dos hileras de placas de cemento. Los mozos de carga, al menor descuido, chocan y se hacen daño. Pero que pierdan la vida en eso yo sólo conozco a Erxi. Todos los Xu tenemos la vida dura. Ese día, Erxi y otros compañeros estaban cargando placas de cemento en el carretón. Erxi se había subido encima, y la grúa traía otras cuatro. Algo salió mal, no sé qué fue, y las placas fueron a parar adonde estaba Erxi. Nadie había visto que estaba allí. Sólo se oyó de repente un grito:

– ¡Kugen!

Los compañeros de Erxi me contaron que al oírlo se quedaron helados. No pensaban que Erxi pudiera tener ese vozarrón, parecía que se hubiera partido el pecho con ese grito. Cuando se dieron cuenta, mi yerno cabiztuerto ya estaba muerto, pegado a las placas de cemento. Aparte de los pies y la cabeza, el resto del cuerpo había quedado aplastado, no encontraron ni un solo hueso entero, todo era sangre y carne hecha papilla, incrustada como engrudo en las placas de cemento. Me contaron que, al morir, el cuello se le había enderezado, y tenía la boca muy abierta. Eso era de llamar a su hijo.

Kugen estaba junto a un estanque cercano, lanzando piedras al agua. Al oír la última llamada de su padre, se giró y preguntó:

– ¿Qué quieres?

Esperó un momento y, como no oyó que su padre siguiera llamándolo, siguió lanzando piedras. Así hasta que llevaron a Erxi al hospital, se confirmó su muerte, y alguien fue a buscar a Kugen.

– ¡Kugen! ¡Kugen! ¡Tu padre ha muerto!

Kugen no sabía qué era la muerte, así que se giró y contestó:

– Vale.

Y se volvió y siguió lanzando piedras al agua.

Yo estaba en el bancal. Los compañeros de trabajo de Erxi vinieron corriendo a avisarme.

– ¡Erxi se está muriendo! ¡Está en el hospital! ¡Date prisa!

Nada más oír que Erxi había tenido un accidente y estaba hospitalizado, me eché a llorar.

– ¡Sacadlo de allí ahora mismo! -les grité-. ¡No puede ir al hospital!

Se quedaron mirándome, pasmados, creyendo que me había vuelto loco.

– Si Erxi entra en ese hospital -les dije-, corre peligro de muerte.

Youqing y Fengxia habían muerto en ese hospital. ¿Quién me iba a decir a mí que al final Erxi también iba a acabar allí muerto? Imagínate, en esta vida habré visto tres veces esa habitacioncita donde ponían a los cadáveres, y las tres veces el muerto era familiar mío. Yo ya era viejo, no estaba para esas cosas. Cuando fui a recoger a Erxi, nada más ver esa habitación, caí al suelo. Me tuvieron que sacar del hospital igual que a Erxi, a cuestas.

Al morir Erxi, me traje a Kugen al pueblo a vivir conmigo. El día en que dejamos la ciudad, di los enseres que había en casa de mi yerno a los vecinos. Sólo me quedé unas cuantas cosas ligeras y fáciles de llevar. Cuando me fui de allí con Kugen de la mano, estaba a punto de anochecer. Todos los vecinos salieron a despedirme y me acompañaron hasta la bocacalle.

– Ven a vernos de vez en cuando -me dijeron.

Algunas mujeres lloraron y todo.

– ¡Qué vida más dura tiene este pobre niño! -decían acariciándole la cabeza.

A Kugen le molestaba que se les cayeran las lágrimas en su cara, así que me tiraba de la mano sin parar.

– ¡Vámonos! -decía-. ¡Vámonos!

En esa época ya hacía frío. Mientras iba por la calle con Kugen, silbaba un viento helado que se te metía por el cuello. Cuanto más andaba, más frío tenía. Pensando en lo alegre y animada que había sido mi familia, y que ahora ya sólo quedaban un viejo y un niño, me entraba tanta congoja que no podía ni suspirar. Pero me consolaba viendo a Kugen. Antes no lo tenía. Nada era mejor que tenerlo a mi lado ahora. Al fin y al cabo, Jiazhen y yo tendríamos descendencia, había que vivir y seguir adelante.

Llegamos delante de un restaurante de tallarines. De repente, Kugen gritó a todo pulmón:

– ¡No quiero tallarines!

Yo iba pensando en mis cosas y no me fijé en los que decía.

– ¡No quiero tallarines! -volvió a gritar Kugen al llegar a la entrada.

Y, tirándome de la mano, se quedó allí plantado, sin querer avanzar más. Sólo entonces entendí que le apetecía comer tallarines. El crío no tenía padre ni madre. Si le apetecían tallarines, lo menos que podía hacer era invitarlo a un cuenco. Entramos y nos sentamos, y pedí un cuenco de tallarines de a nueve céntimos. Miré cómo se los comía, sorbiéndolos, con la cabeza cubierta de sudor. Cuando salimos, todavía se relamía.

– Mañana más, ¿vale? -me dijo.

– De acuerdo -le contesté asintiendo.

Un poco más allá, pasamos por una tienda de caramelos, y Kugen volvió a tirarme de la mano. Levantó la cabeza para mirarme, y me dijo muy formal:

– No me apetecía tomar caramelos. Pero como he comido tallarines, no los tomaré.

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