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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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– ¡Chunsheng! ¡Prométeme que vivirás!

Él siguió andando, y luego se volvió hacia mí.

– ¡Te lo prometo!

Pero al final no cumplió. Al cabo de un mes y pico, oí decir que el jefe de distrito Liu se había ahorcado en la ciudad. Por larga que tenga uno la vida que le ha tocado, si se empeña en morirse, no hay manera de que la viva entera. Cuando se lo dije a Jiazhen, ella estuvo muy triste todo el día.

– En realidad -me dijo esa noche-, Chunsheng no tuvo la culpa de que muriera Youqing.

Al llegar la temporada de más trabajo en el campo, ya no pude ir tan a menudo a la ciudad a ver a Fengxia. Menos mal que en aquella época estaba la comuna popular: trabajábamos todos los del pueblo juntos, y ya no tenía que preocuparme de nada. Lo malo es que Jiazhen seguía sin poder levantarse, así que yo trabajaba de sol a sol. Por una parte, no podía faltar al trabajo del campo; por otra, tampoco podía dejar a Jiazhen sin comer. Estaba agotado. Y yo ya era mayor; que si tienes veinte años, duermes y te levantas como nuevo. Pero, cuando entras en años, ya puedes dormir todo lo que quieras que no recuperas y, a la hora de trabajar, no puedes con el alma. Allí, en medio de los demás del pueblo, más que trabajar hacía como que trabajaba. Pero, como todos sabían las penalidades que pasaba yo, nadie me reprochaba nada.

En la temporada agrícola, Fengxia vino a pasar unos días en casa. Hacía la comida, hervía el agua, cuidaba de Jiazhen, así que yo estaba mucho más relajado. Pero entonces pensé en el dicho de que casar a una hija es como derramar agua en el suelo: perderla y no recuperarla. Hacía tiempo que Fengxia ya era de Erxi, y no podía ser que pasara tanto tiempo en nuestra casa. Lo hablé con Jiazhen, le dije que teníamos que hacer que volviera a su casa como fuera, y eché a Fengxia. Fui dándole empujoncitos hasta la entrada del pueblo. La gente, al verme, se reía de mí, decía que nunca habían visto un padre así. Yo, al oírlos, pensaba que en el pueblo no había una sola hija que fuera tan buena con sus padres como Fengxia.

– Fengxia es una sola persona. Si se ocupa de Jiazhen y de mí, no podrá ocuparse de mi yerno cabiztuerto.

No pasó mucho tiempo desde que mandé a Fengxia de vuelta a la ciudad, cuando vino de nuevo a casa. Esta vez, hasta se trajo al yerno cabiztuerto. Por allá venían los dos de la mano, los vi de muy lejos. No necesitaba ni ver la cabeza ladeada de Erxi: con ver que iban de la mano ya sabía quiénes eran. Erxi llevaba en la mano una botella de vino de arroz, y venía sonriendo de oreja a oreja. Fengxia traía un cesto de bambú colgado del brazo, sonriendo igual que él. Pensé: «¿Qué les habrá pasado para que vengan tan contentos?»

Cuando llegamos a casa, Erxi cerró la puerta.

– Padre, madre, Fengxia está preñada.

¡Fengxia iba a tener un hijo! Jiazhen y yo reímos de felicidad. Estuvimos riendo los cuatro un buen rato, antes de que Erxi recordara el vino de arroz que había traído. Fue hasta la cama y dejó la botella en la mesita de Jiazhen. Fengxia sacó un cuenco de judías del cesto.

– Vamos todos a la cama -dije-, todos a la cama.

Fengxia se sentó al lado de Jiazhen, yo fui por cuatro cuencos y me senté en un extremo con Erxi. Erxi me llenó el cuenco de vino hasta arriba, sirvió a Jiazhen, luego quiso servir a Fengxia, pero ella le apartó la botella moviendo la cabeza una y otra vez.

– Hoy también tú vas a beber.

Fengxia pareció entender lo que le había dicho Erxi, y cedió. Levantamos los cuencos, Fengxia tomó un sorbo y frunció las cejas. Miró a Jiazhen, que también fruncía las cejas, y le sonrió con los labios apretados. Erxi y yo nos los bebimos de un solo trago, mandando directo al estómago un cuenco entero de vino.

– Padre, madre -dijo Erxi con lágrimas en los ojos-, ni en sueños pensé nunca que llegaría este día.

Nada más oírlo, a Jiazhen se le humedecieron los ojos y, al verla, se me empañaron a mí también.

– Yo tampoco -dije-. Antes, lo que más nos preocupaba era qué sería de Fengxia cuando muriéramos yo y Jiazhen. Al casarte tú con ella, nos quedamos tranquilos. Pero si hay hijos mucho mejor. Así, cuando muera Fengxia, tendrá quien la entierre.

Al vernos llorar, a Fengxia también le cayeron las lágrimas.

– Ojalá viviera Youqing -dijo Jiazhen entre sollozos-. Lo había criado Fengxia, la quería mucho. Youqing no verá este día.

– Ojalá vivieran mis padres -dijo Erxi llorando todavía más-. Cuando murió mi madre, me tenía la mano cogida y no la soltó.

Los cuatro llorábamos cada vez más desconsolados. Al cabo de un rato, Erxi volvió a reír.

– Padre, madre -dijo señalando el cuenco de judías-, comed esto, que lo ha hecho Fengxia.

– Ya como, ya -dije-. Jiazhen, come tú también.

Jiazhen y yo nos estuvimos mirando, y los dos nos echamos a reír. ¡Pronto íbamos a tener un nieto! Estuvimos los cuatro llorando y riendo hasta que anocheció, cuando se fueron Erxi y Fengxia.

Estando embarazada Fengxia, Erxi la trataba con más cariño todavía. En verano, como había muchos mosquitos y no tenían mosquitera, cuando anochecía, Erxi se acostaba solo, para alimentar a los mosquitos, y mandaba a Fengxia a sentarse fuera a tomar el fresco. Cuando los mosquitos de la casa ya estaban hartos y dejaban de picar, la llamaba para que fuera a dormir. Más de una vez entró Fengxia a ver qué pasaba, y él se impacientaba y la echaba. Todo esto me lo contaron las vecinas de Erxi.

– Cómprate una mosquitera -le decían.

Él sonreía y no contestaba.

– Mientras no haya saldado la deuda -me dijo en cuanto tuvo ocasión-, no me quedaré tranquilo.

Me daba lástima verlo lleno de picaduras de mosquito por todo el cuerpo.

– No hagas esto -le dije.

– Yo estoy solo -me dijo Erxi-, no pasa nada porque me piquen un poco más o menos los mosquitos. Pero es que Fengxia es dos personas.

Fengxia dio a luz un día de invierno. Caía tanta nieve que apenas se veía por la ventana. Fengxia ingresó en la sala de partos y no salió en toda la noche. Erxi y yo esperábamos fuera, cada vez con más miedo de lo que pudiera pasar. En cuanto salió un médico, fui a preguntarle. Así supimos que seguía el parto, y nos tranquilizamos un poco.

– Padre -me dijo Erxi cuando ya estaba a punto de amanecer-, ve a dormir un rato.

– Con esta preocupación no podría dormir -dije moviendo la cabeza.

– No podemos quedarnos así los dos -insistió él-. Cuando Fengxia haya dado a luz, alguien tendrá que cuidar de ella.

Pensándolo bien, tenía razón.

– Erxi -le dije-, ve tú a dormir.

Estuvimos así, dale que te pego, y al final no dormimos ninguno de los dos. Se hizo de día, y Fengxia aún no había salido, así que volvimos a angustiarnos. Todas las mujeres que habían entrado después de Fengxia habían dado a luz y ya habían salido. Erxi y yo no aguantábamos quietos. Nos acercamos a la puerta a ver si oíamos algo de lo que pasaba dentro. Al oír gritos de mujer, nos quedamos más tranquilos.

– ¡Lo que estará sufriendo la pobre Fengxia! -dijo Erxi.

Pero al poco pensé que era imposible: Fengxia era muda, no podía gritar. Se lo dije a Erxi, que se puso pálido de golpe. Corrió hasta la puerta de la sala de partos y se puso a gritar con todas sus fuerzas.

– ¡Fengxia! ¡Fengxia!

Salió un médico y le dijo de mala manera:

– ¿Qué hace gritando? ¡Fuera de aquí!

– ¿Cómo es que aún no ha salido mi mujer? -preguntó él llorando a lágrima viva.

– Hay niños que vienen rápido -dijo alguien-, y otros que tardan.

Miré a Erxi, Erxi me miró a mí, y pensamos que quizá fuera verdad. Nos sentamos a seguir esperando, con el corazón latiéndonos con fuerza. Al poco rato, salió una médica.

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