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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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– Y de tanto ir, ¿no te echa el yerno?

– Erxi nunca haría una cosa así.

A los vecinos de Erxi les caía muy bien Fengxia. Cuando iba yo, me la alababan diciendo lo trabajadora que era y lo lista. Cuando barría, barría también delante de las casas de los demás, barría media calle. Al verla sudar, los vecinos iban a llamarla, a decirle que dejara de barrer, sólo entonces volvía a su casa toda risueña.

Fengxia no había aprendido a hacer punto. En casa éramos pobres, y nunca habíamos llevado jersey. Al ver que las mujeres del vecindario se sentaban en la puerta de casa a hacer punto, que si uno al derecho uno al revés, le gustó; así que se traía un taburete, se sentaba junto a ellas a mirar, y allí se estaba mirando un buen rato, embobada. Las mujeres, al ver que a Fengxia le interesaba tanto el punto, decidieron enseñarle paso a paso. Pero se quedaron asustadas al ver que Fengxia aprendía a la primera. En tres o cuatro días, ya hacía punto igual de rápido que ellas.

– ¡Qué lástima que Fengxia sea sorda y muda! -me decían al verme.

La compadecían de corazón. A partir de entonces, en cuanto acababa el trabajo de casa, se sentaba fuera a hacer punto para las demás. En toda la calle, Fengxia pasaba por ser la que tejía el punto más prieto y tupido, así que les vino de perlas: ellas le pasaban la lana y Fengxia les hacía los jerseys. Se cansaba, claro, pero estaba contenta. Cuando los acababa, los entregaba, y las vecinas le mostraban el pulgar levantado, y Fengxia se pasaba el resto del día sonriendo de satisfacción.

Cuando iba yo a verla, todas las vecinas venían, una tras otra, a contarme esas cosas, lo bien que hacía Fengxia esto, lo otro, lo de más allá. Todo lo que decían era bueno, y a mí me emocionaba.

– La gente de la ciudad es buena -decía yo-. En el pueblo, lo difícil es oír que hablen bien de mi Fengxia.

Al ver que a todo el mundo le caía bien Fengxia, Erxi también la tenía en palmitas, y eso a mí me gustaba. Cuando volvía a casa, Jiazhen siempre me reprochaba que había pasado demasiado tiempo allí. Y era verdad: Jiazhen se quedaba en casa esperando ansiosa que volviera y le contara cosas de su hija. Esperaba y esperaba, y yo no venía, así que ella, como es natural, se impacientaba.

– Es que es ver a Fengxia y perder la noción del tiempo -le decía yo.

Cada vez que volvía a casa, me quedaba un buen rato sentado al borde de la cama contándole las cosas que hacía Fengxia dentro y fuera de su casa; de qué color llevaba la ropa, si los zapatos que le había hecho Jiazhen ya estaban gastados o no… Eran cosas que Jiazhen sabía, pero me las preguntaba una y otra vez, y yo se las contaba una y otra vez, hasta que me quedaba sin saliva; y aun así no me dejaba.

– ¿Qué más hay que no me hayas contado? -me preguntaba.

Y nos quedábamos hablando hasta que anochecía. Casi todo el mundo en el pueblo ya estaba en la cama, y nosotros aún no habíamos ni cenado.

– Tengo que hacer algo de cena -decía yo.

– Cuéntame más cosas de Fengxia -me suplicaba ella sin dejarme ir.

En realidad, yo se las contaba de muy buena gana y, una vez contadas, todavía me parecía poco. Así que, cuando iba a trabajar al campo, las volvía a contar a los del pueblo, les decía lo lista y hacendosa que era mi Fengxia, lo bien que estaba allá en la ciudad, lo querida que era por todos, lo bien que hacía punto, más rápido que nadie. Pero a algunos les parecía mal.

– Fugui -me decían-, estás chocheando. Los de la ciudad son mala gente, y si Fengxia se pasa el día trabajando para los demás, a ver si no va a acabar muerta de cansancio.

– Eso tampoco es así -contestaba yo.

– Si Fengxia les teje jerseys, ellas deberían darle alguna cosa a cambio. ¿Se la dan?

Si es que la gente de pueblo es mezquina, sólo piensan en sacar pequeñas ganancias de todo. Las mujeres de la ciudad no eran en absoluto tan malas como ellos decían. Dos veces las oí decir a Erxi:

– Erxi, ve a comprar dos jin de lana, que Fengxia tenga también su jersey.

Erxi se rió, sin decir nada. Era un hombre de buena fe. Cuando se casó con Fengxia, por cumplir con lo que yo le había pedido, se había gastado mucho dinero, y había dejado a deber.

– Padre -me dijo en voz baja en un momento en que estábamos solos-, en cuanto devuelva el dinero que debo, le compro un jersey a Fengxia.

En la ciudad, la Revolución Cultural iba arreciando. Había dazibao [16] por todas partes. Los que los pegaban en las paredes eran unos gandules: pegaban los carteles nuevos sin arrancar los viejos, y se formaban capas cada vez más gruesas, como si a los muros les hubieran salido bolsillos llenos a reventar por todas partes. Hasta pegaron uno en la puerta de la casa de Fengxia y Erxi. Dentro, hasta la jofaina llevaba impresas consignas del venerable presidente Mao. En la funda de la almohada ponía: «Nunca olvidéis la lucha de clases»; en la sábana: «Avancemos contra viento y marea.» Erxi y Fengxia dormían todos los días encima de las palabras del presidente Mao.

Cada vez que iba a la ciudad y veía alguna muchedumbre, yo la evitaba. Allí había peleas todos los días. Varias veces vi cómo pegaban a alguien hasta dejarlo tendido en el suelo sin poder levantarse. No me extraña que el jefe de equipo ya no acudiera a las reuniones. A menudo la comuna enviaba a alguien a anunciar alguna asamblea de cargos de tercera categoría, pero él no iba nunca.

– En la ciudad muere gente todos los días -me dijo una vez en privado-, estoy acojonado. Hoy por hoy, ir a la ciudad a una reunión es meterse en el ataúd.

El jefe de equipo se quedaba en el pueblo sin ir a ninguna parte, pero sólo pudo pasar así unos cuantos meses de tranquilidad. Él no iba, pero vinieron a buscarlo. Ese día, estábamos trabajando en el campo, y vimos venir desde muy lejos una bandera roja ondeando al viento. Era un grupo de jóvenes guardias rojos. El jefe de equipo también estaba en el campo.

– No vendrán por mí, ¿no? -me dijo todo encogido, con el corazón en vilo, al verlos venir.

Una chica encabezaba la comitiva de guardias rojos.

– ¿Por qué aquí no hay consignas ni dazibaol -preguntó a gritos-. ¿Y el jefe de equipo? ¿Quién es el jefe de equipo?

El jefe de equipo se apresuró a dejar la azada y presentarse.

– ¡Camarada general! -la saludó con reverencias.

La joven sacudió el brazo con fastidio.

– ¿Por qué no hay consignas ni dazibao ? -repitió.

– Sí que hay consignas -dijo el jefe de equipo-, hay dos. Están pintadas en la pared trasera de aquella casa.

La chica no tenía pinta de tener más de dieciséis o diecisiete años, pero trataba a nuestro jefe de equipo con mucha arrogancia, mirándolo apenas de reojo.

– ¡Id a pintar consignas! -ordenó a unos guardias rojos que llevaban cubos de pintura.

Los guardias rojos corrieron hacia las casas del pueblo a pintar consignas.

– Reúne a todo el pueblo -ordenó la chica al jefe de equipo.

El jefe de equipo se apresuró a sacar el silbato del bolsillo y a pitar con todas sus fuerzas. La gente que estaba trabajando en otros campos acudió corriendo.

– ¿Quién es el terrateniente de aquí? -preguntó a voces la chica cuando estuvo prácticamente todo el mundo reunido.

Todo el mundo me miró, y me temblaron las piernas. Menos mal que el jefe de equipo dijo:

– Al terrateniente lo ejecutaron al principio de la Liberación.

– ¿Tenéis campesinos ricos? -preguntó ella.

– Había uno -dijo el jefe de equipo-, pero hace dos años que murió.

– Entonces ¿tenéis algún dirigente seguidor del capitalismo?

– Esto es un pueblo pequeño -dijo el jefe de equipo componiendo una sonrisa-, ¿cómo va a haber dirigentes seguidores del capitalismo?

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