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Yu Hua: Vivir

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Yu Hua Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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– Muchas gracias por venir -iba diciendo a todos-, muchas gracias.

Cuando los demás del pueblo casaban a sus hijos, lo mejor que se fumaba era Caballo Volador, nada que ver con el estilo que derrochó Erxi regalando cajetillas de Puerta Grande a troche y moche. Los que conseguían los cigarrillos se los guardaban inmediatamente en el bolsillo, como si tuvieran miedo de que alguien se los fuera a quitar. Luego hurgaban con los dedos en el bolsillo, sacaban uno y se lo llevaban a los labios.

Los veintipico hombres que había traído Erxi también se desvivían, haciendo temblar el cielo con los gongs y los tambores y desgañitándose con sus gritos. Llevaban los bolsillos llenos a reventar de caramelos y los iban lanzando a las mujeres y niños que veían. Todo ese derroche hasta a mí me dejó de piedra, pensando que lo que lanzaban, al fin y al cabo, era dinero.

Cuando llegaron delante de casa, entraron uno tras otro a ver a Fengxia, dejando fuera los gongs y los tambores, y los jóvenes del pueblo se pusieron a tocarlos para que no decayera. Ese día, con su ropa nueva, Fengxia estaba preciosa. Ni yo, que soy su padre, imaginaba que pudiera ser tan guapa. Estaba sentada delante de la cama de Jiazhen, buscando a Erxi entre los que iban entrando. En cuanto lo vio, bajó la cabeza.

– ¡Menuda suerte tiene el cabiztuerto! -dijeron todos los que habían venido de la ciudad acompañando a Erxi, al ver a Fengxia.

Durante muchos años después, cuando alguna familia del pueblo casaba a su hija, todo el mundo decía que la boda más estilosa había sido la de Fengxia. Ese día, cuando sacaron a Fengxia de casa, tenía las mejillas rojas como tomates. Nunca había visto a tanta gente mirándola. Bajaba la cabeza hasta el pecho, sin saber qué hacer. Erxi le cogió la mano y la llevó hasta el carretón. Ella, al ver la silla que había encima, tampoco supo qué hacer. Cuando Erxi, que era más bajo que Fengxia, la cogió en brazos y la subió al carretón, todo el mundo se echó a reír a carcajadas. Fengxia también se rió.

– Padre, madre -nos dijo Erxi-. Me llevo a Fengxia.

Dicho lo cual, él mismo levantó las varas del carretón y se puso en camino. Al moverse el carretón, Fengxia, que se reía muy tímida, se puso de repente a girar la cabeza mirando atrás una y otra vez con angustia. Yo sabía que estaba buscándonos a Jiazhen y a mí. En realidad, yo estaba a su lado, con Jiazhen a cuestas. En cuanto nos vio, se echó a llorar. Se volvía hacia nosotros y nos miraba entre lágrimas. De repente, la recordé con trece años, cuando se la llevaron. También nos miraba anegada en llanto. También a mí se me saltaron las lágrimas de pena. En ese momento, sentí la nuca húmeda y supe que Jiazhen también estaba llorando. Pero pensé que esta vez era diferente, que esta vez Fengxia se casaba, y sonreí.

– Jiazhen -dije a mi mujer-, hoy es un día feliz, tienes que sonreír.

Erxi era un buenazo. Mientras iba tirando del carretón, se giraba para mirar a su novia. Al ver que Fengxia se había vuelto hacia nosotros llorando, se paró y se quedó mirándonos también. Fengxia estaba cada vez más desconsolada, se le agitaban los hombros con los sollozos, y a mí se me encogía el corazón verla así.

– ¡Erxi! -grité-. ¡Fengxia ya es tu mujer, llévatela de una vez!

Cuando Fengxia se fue a la ciudad, Jiazhen y yo parecía que hubiéramos perdido el alma, siempre aturdidos. Hasta entonces, cuando Fengxia entraba o salía de casa, casi no nos dábamos ni cuenta. Pero ahora que se había ido, sólo quedábamos en casa Jiazhen y yo. Mirábamos a nuestro alrededor esa casa que llevábamos tantos años viendo, como si no la hubiéramos visto bastante. Y yo, todavía, no podía quejarme: al trabajar en el campo, podía dejar de pensar en Fengxia. Pero Jiazhen lo tenía peor: todo el día en la cama, sin hacer nada; al no estar Fengxia, ¿cómo iba a sentirse la pobre madre? Antes, no se quejaba de quedarse en la cama, pero tal como estaban las cosas empezó a encontrarse mal, le dolían los riñones, la espalda, no estaba cómoda de ninguna de las maneras. Yo la comprendía: pasarse el día entero en la cama cansaba aún más que trabajar en el campo. No podía moverse siquiera. Así que al atardecer la llevaba a cuestas a dar un paseo por el pueblo. Al verla, todo el mundo se interesaba por ella con mucho cariño. Así, ella se sentía mucho más tranquila.

– No se burlarán de nosotros, ¿verdad? -me preguntaba al oído.

– ¿Qué tiene de gracioso que lleve a mi mujer? -decía yo.

A Jiazhen empezó a gustarle recordar cosas del pasado. Llegábamos a un sitio, y ella se ponía a hablar de cosas que hacían Fengxia y Youqing, y al contarlas se echaba a reír. Un día, llegando a la entrada del pueblo, Jiazhen se puso a hablar del día en que volví a casa. Ella estaba trabajando en el campo y, al oír que alguien llamaba a voces a Fengxia y Youqing, levantó la cabeza y me vio. Al principio, no se atrevía a creer lo que estaba viendo. Al llegar a este punto de la historia, su risa se volvió llanto, y sus lágrimas fueron cayendo en mi nuca.

– Una vez que volviste, todo fue bien.

Según la costumbre, Fengxia tenía que venir a vernos al cabo de un mes, y nosotros teníamos que esperar otro mes más para poder ir a visitarla. Quién iba a pensar que volvió a casa apenas diez días después de la boda. Anochecía, y acabábamos de cenar.

– ¡Fugui! -gritó alguien fuera-. ¡Ve a la entrada del pueblo, que creo que viene tu yerno cabiztuerto!

Yo no me lo creía. En el pueblo todo el mundo sabía que Jiazhen y yo echábamos muchísimo de menos a Fengxia, y pensé que nos estaban tomando el pelo.

– No puede ser -dije a Jiazhen-, sólo han pasado diez días.

– Corre a ver -dijo Jiazhen impaciente.

Corrí hasta la entrada del pueblo y sí, era Erxi, que venía levantando el hombro, llevando un pastel. Fengxia iba a su lado. Venían los dos de la mano, muy sonrientes. La gente del pueblo, al verlos, se echó a reír, porque en aquella época no se veían hombres y mujeres cogidos de la mano.

– Erxi es de la ciudad -les dije-, allí están occidentalizados.

Al venir Fengxia y Erxi, Jiazhen se llevó una alegría enorme. Apenas se sentó Fengxia al borde de la cama, Jiazhen le cogió la mano y estuvo acariciándosela sin parar, diciendo una y otra vez que Fengxia había engordado. En realidad, ya me dirás las carnes que se pueden criar en diez días.

– No pensé que vendríais -dije a Erxi-, no he preparado nada.

Erxi se rió. Dijo que él tampoco sabía que vendrían, que fue Fengxia la que lo trajo, y que él se dejó llevar sin enterarse de nada.

Al habernos visitado Fengxia diez días después de la boda, ya mandamos a paseo la vieja costumbre, y yo iba a verla a la ciudad cada dos por tres. Ahora que lo pienso, era más bien Jiazhen la que me pedía que fuera, pero a mí también me apetecía ir a verlos a menudo. Iba a la ciudad tan dispuesto como cuando iba de joven, sólo que no al mismo sitio.

Cuando iba, pasaba primero por el huerto y cogía unas cuantas verduras, las metía en la cesta y las llevaba, calzado con los zapatos nuevos que me había hecho Jiazhen. En el huerto se me manchaban de barro. Jiazhen me llamaba justo cuando iba a salir y me decía que me los cepillara.

– Ya soy viejo, ¿qué más da que lleve barro en los zapatos?

– No digas eso -contestaba ella-. Por viejo que seas, sigues siendo un hombre, y un hombre tiene que ir limpio.

Y no le faltaba razón. Ella llevaba tantos años enferma, en cama y sin poder levantarse, y aun así se peinaba con esmero todas las mañanas, así que yo salía relimpio del pueblo.

– ¿Qué? -decía la gente al verme con la cesta de verdura-. ¿Otra vez a ver a Fengxia?

– Sí -contestaba yo.

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