Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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– ¿No se llenaba la casa de humo? ¿No estaba sucia?

Jacob rió entre dientes.

– Es lo más probable. Hay una granja en el mismo Grand Val sin chimenea. He entrado allí y el hogar y el techo encima del fuego están completamente negros de hollín. Pero la granja de los Tournier, si es cierto que era de los Tournier, no es así. Tiene una especie de chimenea.

– ¿Cuándo se construyó?

– Siglo XVII, creo. Quizá a finales del XVI. La chimenea, quiero decir. El resto de la granja ha sido reconstruido varias veces, pero la chimenea se ha conservado. De hecho, la sociedad histórica local compró la granja hace unos años.

– ¿De manera que ahora está vacía? ¿Podemos ir a verla?

– Por supuesto. Mañana, si hace buen tiempo. No tengo clases hasta última hora de la tarde. Veamos, ¿dónde están esos números de teléfono?

Le expliqué lo que quería, y luego le dejé que llamara mientras yo salía a dar un paseo. No quedaba mucho que ver en Moutier porque Jacob me lo había enseñado casi todo, pero era agradable pasear sin que nadie me mirase como si fuese un bicho raro. Al cabo de tres días la gente me saludaba incluso antes de que lo hiciera yo, algo que aún no me había pasado en Lisle-sur-Tarn después de vivir allí tres meses. Parecían personas más corteses y menos desconfiadas que los franceses.

Mientras zigzagueaba por las calles del pueblo encontré por fin algo que no había visto aún: una placa para conmemorar que Goethe había dormido en la posada Le Cheval Blanc una noche de octubre de 1779. El célebre autor había mencionado Moutier en una carta, describiendo las formaciones rocosas que rodeaban el pueblo, en particular una garganta espectacular justo al este del núcleo urbano. Era una exageración colocar una placa para conmemorar una noche pasada allí, y venía a subrayar que en Moutier nunca sucedía nada.

Al darme la vuelta después de leer la inscripción, vi a Lucien que se dirigía hacia mí con dos latas de pintura. Tuve la sensación de que me había estado vigilando y de que sólo ahora había cogido las latas y se había puesto en movimiento.

– Bonjour -dije. Lucien se detuvo y dejó las latas en el suelo.

– Bonjour -replicó.

– Ça va?

– Oui, ça va.

Enmudecimos los dos. Me resultaba difícil mirarle a los ojos porque él me miraba con demasiada intensidad, buscando algo en los míos. Su evidente interés era una cosa que no necesitaba en aquel momento. Tal vez fuera ésa la razón de que se sintiera atraído. Desde luego le fascinaba mi psoriasis. Incluso ahora seguía mirándola de reojo.

– Lucien, es psoriasis -le dije con brusquedad, secretamente complacida de poder avergonzarlo-. Se lo dije el otro día. ¿Por qué la sigue mirando?

– Lo siento -apartó la vista-. Es sólo que… también a mí me pasa algunas veces. En el mismo sitio de los brazos. Siempre he pensado que era una reacción alérgica a la pintura.

– Perdone -ahora me sentía culpable yo, aunque siguiera irritada con él, lo que aumentaba mi desasosiego. Un círculo vicioso-. ¿Por qué no ha ido al médico? -le pregunté un poco más amablemente-. Le diría lo que es y le recetaría algo. Hay una pomada…, me la he dejado en Francia, de lo contrario la estaría usando ahora.

– No me gustan los médicos -explicó Lucien- Hacen que me sienta… inadaptado.

Me eché a reír.

– Le entiendo perfectamente. Y aquí…, en Francia, quiero decir…, ¡recetan tantas cosas! Demasiadas.

– ¿Qué es lo que se la causa? Me refiero a la psoriasis.

– El estrés, dicen. Pero la pomada no está mal. Podía preguntarle al médico que…

– Ella, ¿tomaría una copa conmigo una de estas noches?

Tardé un poco en contestar. Quería cortar aquello antes de que fuese a más: no estaba interesada y era inoportuno, sobre todo en aquel momento. Pero siempre me ha costado decir que no. No hubiera podido soportar su expresión de desconsuelo.

– De acuerdo -dije finalmente-. Dentro de un par de días, ¿le parece? Pero…

Lo vi tan contento que no pude seguir.

– Nada. Alguna noche de esta semana, entonces.

Cuando volví a casa Jacob estaba tocando otra vez. Dejó el piano y me enseñó un trozo de papel.

– Malas noticias, mucho me temo -dijo-. Los registros de Berna sólo se remontan a 1750. En Porrentruy el bibliotecario me ha dicho que los libros parroquia les de los siglos XVI y principios del XVII se perdieron en un incendio. Aunque hay algunas listas militares que podrías consultar. Creo que fue ahí donde mi abuelo consiguió su información.

– Probablemente tu abuelo encontró todos los datos disponibles. Pero gracias por hacer las llamadas -las listas militares no me servían: me interesaban las mujeres. Pero eso no se lo dije.

– Jacob, ¿te suena un pintor llamado Nicolas Tournier? -le pregunté.

Negó con la cabeza. Fui a mi habitación, busqué la postal y volví con ella.

– ¿Ves? Procedía de Montbéliard -le expliqué, pasándole la postal-. Se me había ocurrido que podía ser un antepasado nuestro. Una parte de la familia que se mudó a Montbéliard, quizá.

Jacob miró el cuadro y negó con la cabeza.

– No he oído nunca que hubiera un pintor en la familia. Los Tournier siempre han tendido a las profesiones de tipo práctico. ¡Excepto en mi caso! -rió, pero luego recuperó la seriedad-. Ella, Rick llamó mientras estabas fuera.

Jacob parecía incómodo.

– Me pidió que te dijera que te quiere.

– Gracias -bajé los ojos.

– Ya sabes que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que te apetezca. Todo el tiempo que te haga falta.

– Sí. Gracias. Hemos…, existen algunos problemas, ya sabes.

No dijo nada, sólo se quedó mirándome y, por un momento, me acordé de la pareja del tren. Jacob era suizo, después de todo.

– En cualquier caso, estoy segura de que todo se arreglará pronto.

Asintió con la cabeza.

– Hasta entonces te quedas con tu familia.

– Sí.

Ahora que le había contado a Jacob algo sobre mis problemas matrimoniales, me pareció que ya no necesitaba justificar mi presencia en Moutier. Llovió al día siguiente, de manera que aplazamos el viaje a la granja, y me sentí muy cómoda sin hacer otra cosa durante todo el día que leer y escuchar cómo tocaban Susanne y Jacob. Aquella noche cenamos en la pizzería que había sido en otro tiempo posada de los Tournier pero que ahora parecía decididamente italiana.

A la mañana siguiente fuimos todos a ver la granja. Susanne nunca había estado, pese a haber pasado en Moutier la mayor parte de su vida. En el extremo oriental del pueblo tomamos un sendero claramente indicado mediante un cartel amarillo que lo declaraba «Tourisme pédestre» y nos decía que tardaríamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Grand Val. Sólo en Suiza dicen el tiempo que se necesita para ir a un sitio, en lugar de la distancia. A nuestra izquierda se hallaba el comienzo de la garganta de piedra caliza sobre la que Goethe había escrito: un muro espectacular de roca amarilla y gris que se extendía hasta las montañas a ambos lados y que se hendía en el centro para permitir el paso del Birse. Resultaba impresionante con el brillo del sol y me recordó a una catedral.

El valle que seguimos era más suave, con un arroyo innominado y una vía de tren al fondo, campos en la parte más baja de las laderas, pinos a continuación y luego una pendiente mucho más abrupta hasta las rocas, muy altas por encima de nosotros. Caballos y vacas pastaban en los campos; a intervalos regulares aparecían granjas. Todo ordenado, con líneas nítidas y luz brillante y contrastada.

Los hombres caminaban juntos a buen paso; Susanne y yo íbamos detrás. Mi prima llevaba una blusa sin mangas de color azul verdoso y unos amplios pantalones blancos que se le hinchaban alrededor de las delgadas piernas. Estaba pálida y parecía cansada, su alegría fingida. Me daba cuenta por la manera en que se mantenía a cierta distancia de Jan y por el aire de culpabilidad con que me miraba que no le había dicho nada.

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