Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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El azul de la Virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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Me senté en el muro donde daba el sol, como ya había hecho en otra ocasión en Le Pont de Montvert. Empezaba a hacer calor y me quité la chaqueta. Descubrí que me habían aparecido nuevos brotes de psoriasis en los brazos. «Maldita sea», murmuré. Los doblé sobre el pecho, luego los extendí y los alcé para que les diera el sol. El movimiento de extensión hizo que una mancha del brazo se llenara de sangre.

En aquel momento un labrador negro saltó hacia mí, se subió a medias en el muro y me empujó el costado con la cabeza. Me eché a reír y lo acaricié.

– Llegas muy a tiempo, perro -dije-. No permitas que sienta pena de mí misma.

Lucien apareció cruzando el verde. Al acercarse lo pude ver mejor que la noche anterior, el rostro de niño, el pelo oscuro e hirsuto, los ojos grandes de color avellana. Debía de tener unos treinta años, pero parecía que ni las preocupaciones ni la tragedia lo habían tocado nunca. Un inocente suizo. Miré hacia abajo, exponiendo a sabiendas mi psoriasis. Advertí otra mancha en el tobillo y me maldije por haber olvidado en Francia la pomada de cortisona.

Salut , Ella -dijo, y siguió de pie, sin saber muy bien qué hacer, hasta que lo invité a sentarse. Llevaba unos viejos pantalones cortos y una camiseta, las dos prendas cubiertas de manchas de pintura. El labrador nos miró, jadeante, moviendo el rabo; cuando se convenció de que no íbamos a ningún sitio, empezó a olfatear los árboles de los alrededores.

– ¿Es usted pintor? -dije para romper el silencio, al tiempo que me preguntaba si habría oído hablar de Nicolas Tournier.

– Sí -contestó-. Trabajo allí en lo alto -señaló un lugar colina arriba, detrás de nosotros-. ¿Ve la escalera?

– Ah, sí -pintor de brocha gorda. Aquello no debería ser un impedimento. Pero me quedé sin preguntas; no supe qué decir.

– También construyo casas. Arreglo cosas -Lucien miraba hacia el pueblo, pero me daba cuenta de que, subrepticiamente, me examinaba los brazos.

– ¿Dónde vive? -pregunté.

Señaló otra casa, colina arriba y volvió a mirarme los brazos.

– Es psoriasis -dije con brusquedad.

Movió una vez la cabeza; no era una persona habladora. Me fijé en que su pelo tenía manchas de pintura blanca y que sus antebrazos estaban cubiertos con una profusión de motitas del mismo color, consecuencia de utilizar un rodillo. Me acordé de las mudanzas con Rick: lo primero que hacíamos cuando estrenábamos un sitio era pintar de blanco todas las habitaciones. Rick decía que así veía mejor sus dimensiones; para mí era como limpiarlas de fantasmas. Sólo después de que hubiéramos vivido el, un sitio una temporada, cuando la personalidad del lugar se hacía evidente y nos sentíamos cómodos viviendo allí, empezábamos a pintar las habitaciones de distintos colores. Nuestra casa de Lisle todavía era blanca.

La llamada telefónica llegó un día después. No sé por qué me pilló desprevenida: sabía que mi otra vida se inmiscuiría a la larga, pero no había hecho nada para prepararme.

Estábamos comiendo fondue. A Susanne le había divertido saber que, después de las navajas multiuso del ejército, los relojes de cuco y el chocolate, la fondue era la cuarta cosa que los americanos asocian con Suiza, e insistió en prepararla para mí. «Con una antigua receta familiar, bien sûr » bromeó. Jacob y ella habían invitado a otras personas: estaba Jan, por supuesto, así como un matrimonio de suizos alemanes que resultaron ser los vecinos con los postigos de color azul eléctrico, y Lucien, que se sentó a mi lado y examinaba mi perfil de cuando en cuando mientras comíamos. Al menos me había cubierto los brazos para que no pudiera mirarme la psoriasis.

Sólo había probado una vez la fondue, cuando era joven y la hacía mi abuela. No me acordaba apenas de cómo era. La de Susanne resultó maravillosa y extraordinariamente alcohólica. Además, habíamos estado bebiendo vino sin parar y cada vez hablábamos más alto y decíamos más tonterías. Hubo un momento en el que al meter un trozo de pan en el queso, mi tenedor salió vacío. Todo el mundo se echó a reír y aplaudió.

– Un momento, ¿qué está pasando aquí? -luego recordé la tradición que mi abuela me había enseñado quienquiera que pierde el pan en la fondue nunca se casa-. ¡Oh, no, ahora no me casaré nunca! Pero, esperad, ¡ya estoy casada!

Mas risas.

– No, no, Ella -exclamó Susanne-. Si eres la primera que pierde el pan, eso significa que te casarás, ¡y pronto!

– No, en nuestra familia significa que no te casas.

– Pero ésta es tu familia -dijo Jacob- y la tradición es que te casarás.

– Entonces en algún momento debemos de habernos equivocado. Estoy segura de que mi abuela dijo…

– Sí, os equivocasteis como lo hicisteis también con el apellido -afirmó Jacob-. «Tuur-neer» -pronunció de forma plañidera, arrastrando las dos sílabas-¿Dónde están las vocales para levantarlo y hacer que suene maravillosamente, como Tour-ni-er? Pero no importa, ma cousine, sabes perfectamente cuál es tu verdadero apellido. ¿Os he dicho -continuó, volviéndose hacia el matrimonio amigo- que mi prima es comadrona?

– Ah, una buena profesión -replicó el marido maquinalmente. Sentí los ojos de Susanne fijos en mí; al mirarla yo, bajó la vista. Su copa de vino aún estaba llena y no había comido mucho.

Cuando sonó el teléfono, Jan se levantó para responder; luego miró por toda la mesa y sus ojos acabaron posándose en mí. Acto seguido me tendió el teléfono.

– Es para ti, Ella -dijo.

– ¿Para mí? Pero… -no le había dado el número a nadie. Me levanté y cogí el teléfono, los ojos de todos fijos en mí.

– ¿Sí? -dije, insegura.

– ¿Ella? ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

– Rick -me volví de espaldas a la mesa, tratando de crear cierto grado de intimidad.

– Pareces sorprendida de que te llame -nunca había notado tanta amargura en su voz.

– No, es sólo que… No dejé el número de teléfono.

– No, no lo hiciste. Pero no es muy difícil conseguir el teléfono de Jacob Tournier de Moutier. Sólo hay dos en la guía; cuando llamé al otro me dijo que estabas ahí.

– ¿Sabía que estaba aquí? ¿Otro Jacob Tournier? -repetí tontamente, sorprendida de que Rick se acordara de verdad del nombre de mi primo.

– Eso es.

– Bueno, es una ciudad pequeña -miré a mi alrededor. Todos comían y procuraban dar la sensación de que no me escuchaban, pero no era verdad, a excepción de Susanne, que se levantó bruscamente y fue hasta el fregadero, donde respiró hondo junto a la ventana abierta. Todos están al tanto de mis problemas, pensé. Hasta un Tournier que vive en el otro extremo del pueblo.

– Ella, ¿por qué te has ido? ¿Qué es lo que pasa?

– Rick, no… Escucha, ¿podemos hablar más tarde? Ahora no es el mejor momento.

– Supongo que dejaste tu alianza en el suelo del dormitorio como una especie de declaración.

Extendí la mano izquierda y me quedé mirándola, horrorizada por no haberme dado ni siquiera cuenta de que había desaparecido. Debía de habérseme caído del vestido amarillo cuando me cambié de ropa.

– ¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo?

– Nada, sólo que… Escucha, Rick…, no has hecho nada, sólo quería conocer a mi familia de aquí, eso es todo.

– Entonces, ¿por qué irte corriendo de esa manera? Ni siquiera me dejaste una nota. Siempre me dejas una nota. ¿Te das cuenta de lo preocupado que estaba? ¿Y de lo humillante que ha sido enterarme por mi secretaria?

No dije nada.

– ¿Quién ha contestado al teléfono ahora mismo?

– ¿Cómo? Ah, el novio de mi prima. Es holandés -añadí como si le diera una información muy útil.

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