Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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Me detuve. Las dos nos quedamos calladas.

Luego Susanne dijo:

– También yo he tenido ese sueño.

– Lo tuve sólo una vez, hace unas seis semanas, en Amsterdam. Me desperté aterrorizada y llorando. Creí que me ahogaban en azul, el azul que describes. Era extraño porque me sentía feliz y triste al mismo tiempo. Jan me explicó que además decía algo, que recitaba un fragmento de la Biblia. No pude dormir después. Tuve que levantarme y tocar, como esta noche.

– ¿Tienes whisky? -pregunté.

Fue a la librería, abrió el armario de la parte inferior y sacó una botella mediada y dos vasitos. Volvió a sentarse en la esquina del sofá y nos sirvió a las dos. Pensé en la conveniencia de decirle algo sobre las bebidas alcohólicas en su estado; pero no hizo falta: después de pasarme uno de los vasitos, olió el otro e hizo una mueca; luego destapó la botella y restituyó el whisky.

El mío me lo bebí de un trago. El licor se impuso a todo: la fondue, el vino, mi angustia por Rick y Jean-Paul. Y me dio lo que necesitaba para hacer preguntas incómodas.

– ¿Cuánto llevas de embarazo?

– No estoy segura -puso una mano en cada manga del quimono y se frotó los brazos.

– ¿Cuándo te faltó el…, el…? -traté de expresarme por señas.

– Hace cuatro semanas.

– ¿Cómo es que te has quedado embarazada? ¿No usabas nada? Lo siento, pero es importante.

Bajó la vista.

– Me olvidé un día de tomar la píldora. De ordinario la tomo antes de acostarme, pero me olvidé. No creí que tuviera importancia.

Empecé a decir algo pero Susanne me interrumpió.

– No pienses que soy estúpida o irresponsable. Es sólo que… -se tapó la boca con la mano-. A veces es difícil creer que existe un vínculo entre una pildorita y quedarse embarazada. Es como magia, dos cosas sin ninguna relación, que no deberían tener nada que ver la una con la otra, es absurdo. Intelectualmente lo entiendo, pero no con el corazón.

Asentí.

– Con frecuencia las mujeres embarazadas no establecen la conexión entre sus hijos y las relaciones sexuales. Tampoco los varones. Las dos cosas son tan diferentes, es como magia.

No dijimos nada durante un minuto.

– ¿Cuándo te olvidaste de tomar la píldora? -pregunté.

– No recuerdo.

Me incliné hacia adelante.

– Inténtalo. ¿Fue más o menos cuando tuviste el sueño?

– Creo que no. No, espera un momento, ya me acuerdo. Jan estaba en un concierto en Bruselas la noche que me olvidé de la píldora. Volvió al día siguiente y esa noche tuve el sueño. Eso es.

– Y Jan y tú, ¿hicisteis… el amor aquella noche?

– Sí -parecía violenta.

Me disculpé.

– Es que en mi caso sólo he tenido el sueño después de que Rick y yo hiciéramos el amor -expliqué-. Igual que tú. Pero el sueño cesó cuando empezamos a utilizar anticonceptivos; y en tu caso cuando quedaste embarazada.

Nos miramos.

– Eso es muy extraño -dijo Susanne en voz muy baja.

– Sí, es extraño

Susanne se alisó el quimono sobre el estómago y suspiró

– Se lo debes contar a Jan -dije-. Es lo primero que tienes que hacer.

– Sí, lo sé. Y tú decirle lo tuyo a Rick.

– Parece que ya lo sabe.

Al día siguiente fui a consultar los registros del ayuntamiento. Aunque el abuelo de Jacob había hecho un trabajo concienzudo con el árbol genealógico, quería tener las fuentes en mis manos. Había conseguido que me gustara aquel trabajo. Estuve toda la tarde en una mesa de la sala de reuniones, repasando listas cuidadosamente anotadas de nacimientos, defunciones y matrimonios en los siglos XVIII y XIX. No me había percatado de lo enraizada que estaba en Moutier la familia Tournier: tenía allí cientos y cientos de antepasados.

Aquellos escuetos registros me contaron muchas cosas: el tamaño de las familias, la edad a la que se casaban -de ordinario no mucho después de los veinte años-, las ocupaciones de los varones: granjero, maestro, posadero, grabador de relojes. Muchos de los recién nacidos morían. Encontré una Susanne Tournier que había tenido ocho hijos entre 1751 y 1765, cinco de los cuales habían fallecido antes de cumplir el mes. Y la madre murió de parto. A mí, como comadrona, nunca se me habían muerto ni madres ni recién nacidos. Había tenido suerte.

Pero me llevé más sorpresas. Muchos casos de ilegitimidad e incesto se registraban sin tapujos. Caramba con los principios calvinistas, pensé, aunque, pese a mi cinismo, me escandalizó que cuando Judith Tournier dio a luz a un hijo de su padre, Jean, el parto se recogiera en el registro oficial. Otros registros explicaban sin rodeos que los recién nacidos eran ilegítimos.

Era extraño ver los nombres de entonces y comprobar que se seguían utilizando. Entre todos ellos -muchos del Antiguo Testamento, preferidos por los hugonotes, como Daniel, Abraham e incluso un Noé- advertí que abundaban las Hannah y las Susanne, y más adelante Ruth y Anne y Judith, pero nunca Isabelle ni Marie.

Cuando pregunté por registros anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII, la encargada me dijo que tendría que consultar los libros parroquiales que se conservaban en Berna y Porrentruy, y me aconsejó que llamase antes. Apunté nombres y números de teléfono y le di las gracias, sonriendo para mis adentros: le habría horrorizado mi viaje a las Cevenas sin la menor preparación, así como mi éxito a pesar de todo. Estaba en un país donde no se contaba con la suerte; los resultados eran consecuencia del trabajo concienzudo y de la planificación cuidadosa.

Fui a un café cercano para meditar sobre el paso siguiente. Llegó el café, presentado sobre un paño, con la cucharilla, los terrones de azúcar y una tableta de chocolate distribuidos por el platillo. Estudié la composición: me recordó los registros que acababa de consultar, eventos anotados con toda precisión en letra muy clara. Aunque eran más fáciles de descifrar, les faltaba el encanto y las irregularidades de los registros galos, semejantes a los franceses mismos: irritantes porque eran menos acomodaticios con los extranjeros, pero también más interesantes a la larga. Había que trabajar más, pero los resultados eran más satisfactorios.

Cuando regresé, Jacob interpretaba al piano algo lento y triste. Me tumbé en el sofá y cerré los ojos. La música consistía en notas claras, en sencillas líneas melódicas, con un sonido de extraordinaria delicadeza. Me hizo pensar en Jean-Paul.

Empezaba a adormilarme cuando Jacob terminó de tocar. Abrí los ojos y me encontré con su mirada por encima del piano.

– Schubert -dijo.

– Muy hermoso.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

– Más bien no. ¿Podrías hacer algunas llamadas telefónicas por mí?

– Bien sûr, ma cousine. También he pensado en qué cosas te gustaría ver. Cosas de la familia. Te puedo enseñar el sitio donde se alzaba un molino que pertenecía a los Tournier. Y un restaurante, ahora pizzería, regentada por italianos, que fue, en el siglo XIX, una posada propiedad de un Tournier. Así como una granja a un kilómetro de Moutier, hacia Grand Val. No estamos totalmente seguros de que fuese de los Tournier, pero la tradición familiar dice que sí. Es un sitio interesante en cualquier caso, porque tiene una chimenea muy antigua. Al parecer fue una de las primeras casas del valle que la tuvo.

– ¿No tienen chimenea todas las casas?

– Ahora sí, pero hace mucho tiempo no era lo habitual. Ninguna de las granjas de esta región tenía chimenea.

– ¿Qué pasaba con el humo?

– Había un falso techo y el humo se acumulaba entre ese falso techo y el tejado. Los granjeros colgaban la carne allí arriba para que se secara.

Sonaba atroz.

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