Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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El azul de la Virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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Nos fuimos distanciando cada vez más de los hombres, como si nos dispusiéramos a decirnos algo en privado. Empecé a tiritar, aunque el día era tibio y soleado, y me envolví en la camisa azul de Jean-Paul, que olía a humo y a él

Jacob y Jan se detuvieron en el lugar donde el sendero se bifurcaba y, al alcanzarlos, Jacob señaló una casa un poco por encima de nosotros, cerca del nivel donde terminaban los campos y los árboles empezaban a trepar montaña arriba.

– Ésa es la granja -dijo.

No quiero ir, pensé. ¿Por qué? Lancé una ojeada a Susanne, vi que me estaba mirando y supe que pensaba lo mismo que yo. Los hombres iniciaron la subida, mientras ella y yo nos quedábamos viéndolos.

– Vamos -le dije con un gesto a Susanne y me volví para seguir a los hombres. Mi prima acabó por imitarme.

La granja era una estructura alargada y baja: el lado izquierdo una casa de piedra, el derecho un granero de madera. Un largo tejado casi plano cobijaba los dos lados, que compartían una amplia entrada, terminada en una zona semejante a un porche oscuro, de la que Jacob dijo que recibía el nombre de devant-huis. Parecido a un porche, el lugar estaba alfombrado con paja, trozos de madera y cubos viejos. Yo tenía la esperanza de que la sociedad histórica hubiera hecho algo para conservar la casa, pero todo se desmoronaba lentamente: los postigos estaban torcidos, las ventanas, rotas y en el tejado crecía el musgo.

Mientras Jacob y Jan contemplaban admirativamente la granja, Susanne y yo no nos atrevíamos a levantarla vista.

– ¿Veis la chimenea? Jacob señaló una extraña formación desigual que sobresalía del tejado: nada parecido a la recta línea de piedra por encima de uno de los muros, que era lo que yo esperaba-. Está hecha de piedra caliza, ¿entiendes? -explicó Jacob-. Piedra blanda, de manera que utilizaban una especie de cemento para darle forma y endurecerla. La mayor parte de la chimenea está dentro más que encima de la casa. En el interior veréis el resto.

– ¿Se puede entrar? -pregunté de mala gana, con la esperanza de que hubiera un candado en la puerta, o un cartel que dijera «Propriété privée».

– Sí, claro. Ya he estado aquí antes. Sé dónde esconden la llave.

Maldición, pensé. No era capaz de explicar por qué no quería entrar; después de todo, aquella excursión era en beneficio mío. Sentía que Susanne me miraba, impotente, como si me correspondiera a mí detenerlo todo en el momento en que una fría lógica masculina de la que no podíamos defendernos nos arrastraba al interior de la granja. Le tendí la mano.

– Ven -le dije.

Me la dio: tenía la frialdad del hielo.

– Tienes la mano fría -dijo.

– Tú también -nos sonreímos tristemente. Mientras entrábamos juntas en la casa tuve la sensación de que éramos dos niñitas en un cuento de hadas.

Estaba oscuro dentro, sin otra luz que la de la puerta y de dos ventanas muy estrechas. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir más trastos viejos y algunas sillas rotas tumbadas sobre el suelo de tierra prensada. Nada más atravesar el umbral nos tropezamos con un hogar ennegrecido, que se prolongaba a lo largo de la habitación en lugar de correr paralelo al muro. En las esquinas del hogar se alzaban pilares cuadrados de piedra de unos dos metros de altura, que sostenían arcos también de piedra. Sobre los arcos se alzaba la misma construcción desigual que en el exterior, una pirámide fea pero práctica para encauzar el humo hacia afuera.

Solté la mano de Susanne y me metí en el hogar para poder mirar dentro de la chimenea. Estaba negra por encima de mí; incluso cuando me puse de puntillas, sujetándome en uno de los pilares y estiré el cuello, no pude ver ninguna abertura.

– Debe de estar cegada -murmuré. De repente me sentí mareada, perdí el equilibrio y caí con violencia sobre la tierra.

Jacob estaba a mi lado en un segundo, dándome la mano y limpiándome.

– ¿Estás bien? -me preguntó, con preocupación en la voz.

– Sí -repliqué no muy segura-. Perdí…, perdí el equilibrio, creo. Quizá la piedra no está nivelada. Miré a mi alrededor buscando a Susanne; se había marchado.

– ¿Dónde…? -empecé a decir antes de que un dolor agudo me atravesara el estómago, lanzándome más allá de Jacob, al exterior de la casa.

Susanne estaba en el patio, muy encogida, los brazos cruzados sobre el abdomen. Jan se encontraba a su lado, mudo y con los ojos muy abiertos. Al pasarle yo el brazo sobre los hombros, mi prima lanzó un grito ahogado y una brillante flor roja apareció en la parte interior de sus pantalones a la altura del muslo, extendiéndose rápidamente pierna abajo.

Durante unos segundos me dominó el pánico. Virgen santa, pensé, ¿qué hago? Luego tuve una sensación que no experimentaba desde hacía meses: mi cerebro cambió al piloto automático, una situación familiar en la que sabía exactamente quién era y qué tenía que hacer. Rodeé con los dos brazos a Susanne y le dije en voz baja:

– Te tienes que tumbar.

Mi prima asintió, dobló las rodillas y se dejó caer cuidadosamente para colocarla de costado y luego miré a Jan, que seguía inmóvil en el mismo sitio.

– Jan, dame tu chaqueta -le ordené.

Me miró fijamente hasta que se lo repetí en voz más alta. Entonces me pasó su chaqueta marrón de algodón, la clase de prenda que yo asociaba con ancianos jugando al tejo. La coloqué debajo de la cabeza de Susanne, luego me quité la camisa de Jean-Paul y se la extendí por encima como si fuera una manta, cubriendo el bajo vientre ensangrentado. Una mancha roja empezó a filtrarse hacia el exterior por la espalda de la camisa. Durante unos segundos me fascinaron los dos colores, más hermosos por el contraste entre ambos.

Moví la cabeza, apreté la mano de Susanne y me incliné hacia ella.

– No te preocupes, estás perfectamente. Todo saldrá bien.

– Ella, ¿qué sucede? -Jacob estaba sobre nosotras, el rostro casi irreconocible por la preocupación. Miré a Jan, todavía paralizado, y tomé rápidamente una decisión.

– Susanne ha tenido un…

¡Qué momento para que me fallara el francés! Madame Sentier nunca me había preparado para utilizar palabras como aborto espontáneo.

– Susanne, se lo tienes que decir tú. No sé la palabra francesa. ¿Puedes?

Me miró, los ojos llenos de lágrimas.

– Sólo tienes que decirlo. Nada más. Del resto me encargo yo.

– Une fausse couche -murmuró. Los dos hombres la miraron, desconcertados.

– El paso siguiente -dije sin alterarme en lo más mínimo-. Jan, ¿ves aquella casa, allí abajo? -señalé la granja más cercana, a cosa de medio kilómetro pendiente abajo. Jan no respondió hasta que repetí su nombre, con voz más decidida. Esta vez asintió.

– Bien. Ve allí corriendo, lo más deprisa que puedas, y usa su teléfono para llamar al hospital. ¿Estás en condiciones de hacerlo?

Finalmente cambió de actitud.

– Sí, Ella, llegaré cuanto antes a la granja y telefonearé al hospital -dijo.

– Perfecto. Y pregunta a las personas que viven allí si querrán ayudarnos con su coche, en el caso de que la ambulancia no pueda llegar hasta aquí. ¡Ahora, vete! -la última palabra fue como el sonido de un látigo. Jan se agachó, tocó el suelo con una mano y echó a correr como si participara en una competición deportiva. Susanne tiene que librarse de este tipo, pensé.

Jacob se había arrodillado junto a su hija y le había puesto una mano en la cabeza.

– ¿Se recuperará? -preguntó, tratando de ocultar su desesperación.

Contesté dirigiéndome a Susanne.

– Por supuesto que sí. Probablemente te duele un poco ahora, ¿no es cierto?

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