Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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Susanne asintió con la cabeza.

– Se pasará pronto. Jan ha ido a llamar a una ambulancia para que venga y te lleve al hospital.

– Ella, la culpa la tengo yo -susurró.

– No. No es culpa tuya. Por supuesto que no es culpa tuya.

– Pero yo no lo quería, y quizá si hubiese sido al contrario no habría sucedido esto.

– Susanne, no es culpa tuya. Las mujeres tienen abortos espontáneos todo el tiempo. No has hecho nada malo. Es algo que no controlamos.

No parecía convencida. Jacob nos miraba a las dos como si hablásemos en suahili.

– Te lo aseguro. No es culpa tuya. Créeme. ¿De acuerdo?

Finalmente mi prima asintió.

– Ahora necesito examinarte. ¿Vas a dejarme que te mire?

Susanne me apretó la mano con fuerza y las lágrimas empezaron a caerle por el lado de la cara.

– Sí, duele, lo sé, y no quieres que mire, pero tengo que hacerlo, para asegurarme de que estás bien. No voy a hacerte daño. Sabes que no te voy a hacer daño.

Sus ojos se posaron un instante en Jacob, luego otra vez en mí; entendí lo que me decía.

– Jacob, cógele la mano a Susanne -le ordené, pasándole la delicada mano de su hija-. Ayúdala a ponerse boca arriba y siéntate a su lado -lo coloqué frente a ella, donde no veía lo que yo estaba haciendo.

»Ahora habla con Susanne Jacob me miró, impotente, y tuve que pensar un momento-. Me contaste que tenías un buen alumno de piano, ¿te acuerdas? ¿El que toca a Bach? ¿Qué interpretará en su próximo concierto? ¿Y por qué? Háblale a Susanne de él.

Durante un segundo Jacob pareció perdido; luego su rostro se relajó. Se volvió hacia Susanne y empezó a hablar. Al cabo de un momento también ella se tranquilizó. Procurando moverla lo menos posible, conseguí bajarle los pantalones y las bragas lo bastante para mirar, y le limpié la sangre con la camisa de Jean-Paul. Luego le subí otra vez los pantalones, sin cerrarle la cremallera. Jacob dejó de hablar. Los dos me miraron.

– Has perdido algo de sangre, pero la hemorragia ha cesado ya. Te pondrás bien.

– Tengo sed -dijo Susanne en voz baja.

– Buscaré un poco de agua -me levanté, contenta al ver que los dos estaban tranquilos. Di una vuelta alrededor de la granja, buscando un grifo en el exterior. No había ninguno; tendría que volver a entrar.

Me deslicé hasta el devant-huis y me detuve en el umbral de la casa. Un delgado rayo de sol caía sobre la piedra del hogar. En el rayo de sol flotaba un polvo espeso, provocado por nuestra visita. Miré alrededor en busca de una fuente de agua. El silencio era grande; no se oía nada, ningún sonido tranquilizador, como la voz de Jacob o el viento en los pinos por encima de nosotros, o el resonar de los cencerros, o el traqueteo de un tren lejano. Sólo silencio y la lámina de luz sobre el bloque de piedra que tenía delante. Era una piedra enorme; se habrían necesitado varios hombres para colocarla en su sitio. La miré desde más cerca. Incluso descolorida por el hollín era evidente que no se trataba de una piedra de la zona.

En una esquina, frente a la puerta, había un fregadero antiguo con un grifo. Parecía poco probable que funcionara, pero tenía que intentarlo por Susanne. Di la vuelta alrededor del hogar, el corazón desbocado, las manos sudorosas. Cuando llegué al fregadero me peleé con el grifo un larguísimo minuto antes de conseguir abrirlo. Durante unos instantes no sucedió nada; luego se oyó un borboteo y el grifo empezó a estremecerse con violencia. Di un paso atrás. Un gran chorro de un líquido oscuro cayó de repente en el fregadero y yo salté, golpeándome la nuca contra la arista de uno de los pilares que sostenían la chimenea. Lancé un grito muy agudo y giré en redondo, las estrellas cruzándose por delante de mis ojos. Caí de rodillas junto al hogar y bajé la cabeza. Tenía algo húmedo y pegajoso en la nuca. Respiré hondo varias veces. Cuando desaparecieron las estrellas, levanté la cabeza y bajé los brazos. Gotas de sangre abandonaron las manchas de psoriasis en los pliegues de los codos y se me deslizaron por los brazos para reunirse con la sangre de las manos. Miré los regueros de sangre.

– Es éste el sitio, ¿verdad que sí? -exclamé-. Je suis arrivée chez moi, n'est pas?

Detrás de mí el agua dejó de manar.

9. La chimenea

Isabelle se detuvo en el devant-huis. Oía al caballo moviéndose en el establo; de la casa le llegaba el ruido de alguien que cavaba.

– ¿Marie? -llamó, casi en un susurro, temerosa de quién pudiera oírla. El caballo relinchó al sonido de su voz y después dejó de moverse. El ruido de cavar continuaba. Isabelle vaciló, pero terminó por empujar la puerta para abrirla.

Etienne trabajaba en un agujero largo que, cercano al bloque de granito, se extendía desde su base hacia el interior de la habitación. No cavaba junto a la pared más distante, donde anteriormente había decidido que iría el hogar, sino cerca de la puerta. El suelo estaba muy bien apisonado y tenía que hacer un gran esfuerzo con la laya para penetrar en la tierra.

Cuando la luz procedente de la puerta cayó sobre él, alzó los ojos y empezó a decir:

– ¿Está…? -luego cortó la frase al reconocer a Isabelle y se irguió por completo.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿Dónde está Marie?

– Deberías avergonzarte, La Rousse. Y arrodillarte a rezar para pedir clemencia a Dios.

– ¿Por qué cavas en un día festivo?

Etienne hizo caso omiso de la pregunta.

– Tu hija se ha escapado -dijo, alzando mucho la voz-. Petit Jean ha salido en su busca. Creía que era él, para decirme que está sana y salva. ¿No te preocupa esa hija tuya tan desvergonzada, La Rousse? También tú deberías buscarla.

– Marie es lo único que me preocupa. ¿Dónde ha ido?

– Por detrás de la casa, monte arriba -Etienne se volvió hacia el hoyo y reanudó el trabajo. Isabelle se lo quedó mirando.

– ¿Por qué cavas ahí y no junto a la pared del fondo; donde dijiste que iría el hogar?

Su marido se enderezó de nuevo y alzó la laya por encima de la cabeza. Isabelle saltó rápidamente hacia atrás y Etienne se echó a reír.

– No hagas preguntas estúpidas. Ve y encuentra a mi hija.

Isabelle salió de la casa de espaldas y cerró la puerta. Se quedó unos instantes en el devant-huis. Etienne no había vuelto a cavar y el silencio era total, un silencio lleno de secretos.

No estoy sola con Etienne, pensó. Marie está aquí. En algún sitio muy cercano.

– ¡Marie! -empezó a llamar-. ¡Marie! ¡Marie! -salió al patio, llamando aún. Su hija no aparecía; sólo vio a Hannah, que subía trabajosamente por el sendero. Isabelle no la había esperado al salir de la ermita; la dejó con Jacob y corrió por el sendero hacia la granja hasta tener la seguridad de que su suegra no podría alcanzarla. Ahora, al ver a Isabelle, la anciana se detuvo, apoyada en el bastón y respirando con dificultad. Luego bajó la cabeza y pasó a toda prisa junto a su nuera hasta entrar en la casa dando un portazo.

No era fácil emborrachar a Lucien. Me miraba desde el otro lado de la mesa y se tomaba la cerveza tan despacio que tuve que fingir que bebía para conseguir que me alcanzara. Éramos los últimos clientes en un bar del centro del pueblo. Los altavoces lanzaban al aire música country. La camarera leía un periódico detrás del mostrador. Moutier un jueves lluvioso de principios de julio estaba tan tranquilo como un cementerio.

Yo llevaba una linterna en el bolso, pero confiaba en que Lucien tuviera herramientas por si las necesitábamos. No se lo había explicado aún; por el momento mi amigo pintor de brocha gorda dibujaba composiciones con los círculos húmedos que dejaban las jarras sobre la mesa, y parecía incómodo. Aún me esperaba un largo camino para conseguir que hiciera lo que yo quería. E iba a tener que recurrir a medidas desesperadas.

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