Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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– Buscaré una ventana más grande por la parte de atrás -dijo-. ¿Te importa esperar aquí?

Tuve que hacer un esfuerzo para asentir con la cabeza. Lucien salió del devant-huis y desapareció por la esquina de la casa. Me apoyé contra el umbral, rodeándome el pecho con los brazos para reprimir los escalofríos y escuché. Al principio sólo oía la lluvia; al cabo de un rato empezaron a incorporarse otros sonidos -tráfico en la carretera principal debajo de nosotros, el silbido de un tren- y me consoló un poco sentir tan cerca el mundo de todos los días.

Luego oí algo que sonaba como un alarido en el interior de la casa y di un salto. «Es sólo Lucien», me dije, pero salí al patio de todos modos, a pesar de la lluvia. Cuando la luz brilló a través de la ventana junto a la puerta y apareció una cara, ahogué un grito.

Lucien me hizo señas para que me acercase y me pasó la linterna a través del cristal roto.

– Te espero en la ventana de atrás -desapareció antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien.

Di la vuelta a la casa como Lucien había hecho unos minutos antes. No resultaba fácil doblar la esquina: el lateral y la parte de atrás del edificio eran territorio privado, la zona oculta a la inspección pública. Al dar la vuelta a la casa invadía un mundo desconocido.

La parte de atrás estaba embarrada; tuve que caminar con cuidado entre los charcos para encontrar sitios más secos y más firmes. Cuando vi la ventana abierta y la oscura silueta de Lucien en el interior, avancé demasiado deprisa y caí de rodillas.

Lucien se asomó.

– ¿Te ha pasado algo? -preguntó.

Me levanté como pude, la luz de la linterna oscilando desmesuradamente. Las rodillas de los pantalones se me habían empapado, creando dos círculos de barro.

– Nada. Estoy bien -murmuré, agitando las perneras del pantalón para desprender la mayor cantidad de barro posible. Le pasé la linterna, que mantuvo enfocada al alféizar de la ventana mientras yo trepaba como podía.

Dentro hacía frío; más frío, daba la sensación, que fuera. Me aparté el pelo mojado de los ojos y miré alrededor. Estábamos en una habitación diminuta de la parte trasera, dormitorio o almacén, vacía a excepción de un montón de leña y un par de sillas rotas. Olía a moho y a humedad y cuando Lucien dirigió el haz de luz a los rincones del techo vimos jirones de telarañas flotando en la corriente creada por la ventana abierta. Lucien la empujó para cerrarla; el marco emitió un ruido semejante al alarido que había oído pocos minutos antes. Estuve a punto de pedirle que la volviera a abrir, para dejar expedito el camino de huida, pero me contuve. No había nada de lo que huir, me dije con firmeza, mientras el corazón se me salía del pecho.

Lucien fue delante hasta la estancia principal, se detuvo junto al hogar e iluminó la chimenea con la linterna. La miramos durante mucho tiempo en silencio.

– Impresionante, ¿verdad? -dije.

– Sí. He vivido toda mi vida en Moutier y he oído hablar de esta chimenea, pero nunca la había visto.

– A mí, ayer, me sorprendió su fealdad.

– Sí. Como esas ruches que se ven en televisión. En América del Sur.

– ¿Ruches? ¿Qué es una ruche?

– La casa de las abejas. Ya sabes, donde hacen la miel

– Ah, una colmena. Sí, ya sé lo que quieres decir -en algún lugar, probablemente en un ejemplar de Na tional Geographic, había visto las colmenas altas, llenas de bultos, de las que hablaba Lucien, recubiertas de un cemento grisáceo que escondía un habitáculo con protuberancias, como un capullo antes de que salga la mariposa, poco elegante pero funcional. Una imagen de una de las granjas en ruinas de las Cevenas cruzó un instante por mi cabeza: el granito perfectamente colocado, la línea elegante de la chimenea. No; aquello no se parecía nada; lo habían hecho unas personas desesperadas que querían una chimenea como fuera y estaban dispuestas a conformarse con cualquier cosa.

– Es extraño, ¿sabes? -dijo Lucien, contemplando el hogar y la chimenea-. Mira cómo la han situado en relación con el resto del espacio. No es ahí donde se tendría que poner. No distribuye la habitación de la manera lógica. Lo hace todo extraño. Incómodo.

Tenía razón.

– Está demasiado cerca de la puerta -dije.

– Y tanto. Casi te tropiezas con el hogar al entrar. Eso es muy poco práctico; se escapa mucho calor cada vez que alguien abre la puerta. Y la corriente que se crea hace que el fuego arda deprisa y sea difícil de controlar. Peligroso, quizá. Lo lógico sería colocarlo allí, junto a la pared del fondo -señaló el lugar-. Es extraño que la gente haya vivido aquí cientos de años resignándose con esa mala colocación.

Rick, pensé de repente. Rick podría explicarlo. Estamos en su territorio, los espacios interiores.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -Lucien parecía desconcertado. Lo que me había parecido sencillo al imaginarlo era infinitamente más absurdo en la realidad, rodeados por la oscuridad y la humedad.

Le pedí la linterna y empecé a examinar la chimenea metódicamente, los cuatro pilares cuadrados en las esquinas del hogar, los cuatro arcos que, entre los pilares, sostenían la chimenea.

Lucien lo intentó de nuevo.

– ¿Qué quieres encontrar?

Me encogí de hombros.

– Algo…, viejo -repliqué, de pie sobre la piedra del hogar y alzando los ojos hacia el agujero que se estrechaba progresivamente. Veía restos de nidos de pájaros sobre repisas formadas por piedras que sobresalían-. Quizá algo… azul.

– ¿Algo azul?

– Sí -me bajé de la piedra-. Vamos a ver, Lucien, tú eres constructor. Si fueses a esconder algo en una chimenea, ¿dónde lo pondrías?

– ¿Una cosa azul?

No respondí; me limité a mirarlo fijamente. Lucien contempló la chimenea.

– Bueno -dijo al cabo de un momento-, la mayor parte de los sitios posibles se calentarían demasiado y las cosas podrían arder. Quizá muy arriba. O… -se arrodilló y colocó la mano sobre la piedra del hogar. La frotó e hizo un gesto de confirmación-. Granito. No sé de dónde lo sacaron; no es de esta zona.

– Granito -repetí-. Como en las Cevenas.

– ¿Dónde?

– Una zona de Francia, en el sur. Pero ¿por qué granito?

– Bueno; es más duro que la caliza. Difunde el calor de manera más uniforme. Pero este bloque es muy grueso, de manera que la parte de abajo no se calentaría tanto. Podrías esconder algo debajo, imagino.

– Sí -asentí, frotándome el chichón de la frente. Parecía razonable-. Levantemos el granito.

– Pesa demasiado. ¡Necesitaríamos cuatro hombres para eso!

– Cuatro hombres -repetí. Rick, Jean-Paul, Jacob y Lucien. Y una mujer. Miré alrededor-. ¿Tienes un, un…, no conozco la palabra francesa, aparejo de poleas?

Parecía completamente perdido. Saqué papel y pluma del bolso y dibujé un esbozo muy rudimentario.

– ¡Ah, un palan! -exclamó-. Sí, tengo uno. Aquí, en la furgoneta. Pero incluso así, necesitaríamos más personas para levantarlo.

Pensé un momento.

– ¿Y la furgoneta? -pregunté-. Podríamos enganchar le palan aquí, luego a la furgoneta y utilizar la fuerza del motor para levantar la piedra.

Me miró sorprendido, como si nunca hubiera considerado que su vehículo pudiera utilizarse para cometidos más nobles que el transporte. Estuvo mucho tiempo callado, viendo la posición de todo, midiendo con los ojos. Yo escuchaba el repiqueteo de la lluvia en el exterior.

– Sí -dijo por fin-. Quizá podamos hacerlo.

– Lo vamos a hacer.

Cuando llegó a la granja, Isabelle intentó, en silencio, abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada por dentro. Oía a Etienne y a Gaspard que gruñían y se esforzaban, para luego detenerse y discutir. No los llamó. Fue en cambio al establo, donde Petit Jean estaba almohazando al caballo. Apenas le llegaba a la cruz, pero lo manejaba confiado. Miró a Isabelle y luego siguió con su tarea. Su madre notó que tragaba saliva de nuevo.

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