Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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– Nada, mamá -replicó Petit Jean-. Marie se ha escapado, ya sabes. Ha vuelto al Tarn para reunirse con el demonio. Eso fue lo que dijo.

– No -Isabelle se puso en pie-. No te creo. ¡Eso no es cierto!

Las abrazaderas se soltaron dos veces mas, pero a la cuarta resistieron. Lucien avanzó con la furgoneta despacio y con un ritmo uniforme; hacía un ruido espantoso pero mantuvo la tracción. Yo iluminaba el aparejo cuando oí el ruido, un sonido de succión, como cuando se saca un pie del barro. Moví la linterna y vi la piedra del hogar separándose a regañadientes de la tierra, alzándose dos centímetros, cinco, ocho, sin detenerse. Seguí mirando, incapaz de moverme. La viga empezó a gemir. Abandoné la ventana, me agaché junto a la piedra e iluminé la grieta. El estruendo era ya terrible y tanto la viga como el aparejo se quejaban, la furgoneta fuera tiraba y el corazón me estallaba en el pecho. Miré el espacio oscuro bajo el hogar.

Oyeron el enorme golpe sordo del granito al caer sobre el suelo y se inmovilizaron. Hasta el caballo se quedó quieto.

Isabelle y Petit Jean se dirigieron hacia la puerta; Jacob se levantó para seguirlos. Cuando intentaban abrirla, descorrieron el cerrojo por dentro y apareció Etienne, el rostro encendido y sudoroso. Sonrió a su mujer.

– Entra, Isabelle.

Le sobresaltó oír su nombre, pero siguió adelante. Hannah estaba de rodillas junto al hogar recién instalado, los ojos cerrados, velas colocadas sobre la piedra. Gaspard se mantenía más atrás, la cabeza inclinada. No levantó la vista para mirar a los recién llegados. He visto a Hannah así en otra ocasión, pensó Isabelle. Rezando ante el hogar.

Vi un destello de azul, un pedacito de azul en la oscuridad de aquel agujero. Luego la piedra se alzó diez centímetros y miré y seguí mirando sin entender, y luego ya eran dos o tres centímetros más y entonces vi los dientes y comprendí. Comprendí y empecé a chillar y al mismo tiempo introduje la mano en la tumba y toqué un hueso diminuto.

– ¡Es el brazo de un niño! -grité-. Es…

Metí más la mano, sujeté el azul entre los dedos y saqué un hilo muy largo que daba vueltas en torno a un cabello. El hilo tenía el color azul de la Virgen y el cabello era rojo como el mío; en aquel momento empecé a llorar.

Isabelle miró fijamente el hogar, colocado de manera tan extraña.

Etienne no podía esperar, pensó. No podía esperar a que vinieran otros a ayudarle y ha dejado caer la piedra como ha podido.

Era un bloque enorme y estaba demasiado cerca de la entrada. Se apretujaban entre el granito y la puerta, Etienne y ella y Petit Jean y Jacob. Se apartó y empezó a caminar alrededor del hogar.

Entonces vio el destello de azul en el suelo. Cayó de rodillas, lo cogió y tiró. Era un trozo de hilo azul y salía de debajo de la piedra. Isabelle tiró y tiró hasta que la hebra se rompió. Lo acercó a una vela para que lo vieran.

Oí el chasquido y un chisporroteo de la cuerda en el aire. Luego, con un enorme golpe sordo, la piedra volvió a ocupar su sitio y las abrazaderas se estrellaron contra la viga. Y supe que había oído antes aquel golpe sordo.

– ¡No! -gritó Isabelle arrojándose sobre el hogar, sollozando y golpeándose la cabeza contra la piedra. Apretó la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empezó a recitar-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.

Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.

– ¡No! -grité arrojándome sobre el hogar, sollozando y golpeándome la cabeza contra la piedra. Apreté la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empecé a recitar-: J’ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.

Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.

10. El regreso

Estuve mucho tiempo en el umbral sin atreverme a llamar. Dejé el bolso de viaje en el suelo, el de gimnasia a su lado, y examiné la puerta. Era anodina, contrachapado barato con una mirilla a la altura de los ojos. Contemplé los alrededores: estaba en una urbanización, pequeña y nueva, con hierba pero sin árboles, a excepción de unos cuantos palitroques que se esforzaban por crecer. No era muy diferente de algunos barrios residenciales nuevos de Estados Unidos.

Ensayé una vez más lo que iba a decir y luego toqué el timbre. Mientras esperaba, el estómago empezó a agitárseme y se me humedecieron las manos. Me las froté en los pantalones y tragué saliva. Oí pasos fuertes en el interior que se acercaban; luego la puerta se abrió y apareció en el umbral una niñita rubia. Un gato blanco y negro se abrió paso entre sus piernas y llegó a los escalones, momento en el que renunció a escabullirse, pegó la nariz al bolso de gimnasia y lo estuvo olfateando y olfateando hasta que lo aparté suavemente con el pie.

La niñita llevaba pantalones cortos de color amarillo brillante y una camiseta con zumo derramado en el delantero. Se colgó del tirador, manteniendo el equilibrio con un solo pie, y me miró con fijeza.

– Bonjour, Sylvie. ¿Te acuerdas de mí?

Siguió mirándome fijamente.

– ¿Por qué tienes un moratón en la cabeza?

Me toqué la frente.

– Me di un golpe.

– Tienes que ponerte una tirita.

– ¿Me la querrás poner tú?

Asintió con la cabeza. Desde dentro llamó una voz:

– Sylvie, ¿quién está ahí?

– Es la señora de la Biblia. Se ha hecho daño en la cabeza.

– Dile que se vaya. ¡Ya sabe que no se la voy a comprar!

– ¡No, no! -gritó Sylvie-. ¡La otra señora de la Biblia!

Se oyó un clic-clic-clic por el pasillo y enseguida apareció Mathilde detrás de Sylvie, con unos exiguos pantalones cortos de color rosa, una blusa blanca con la espalda descubierta y un pomelo a medio pelar en una mano.

– Mon Dieu! -exclamó-. Ella, quelle surprise! -le pasó el pomelo a Sylvie, me abrazó y me besó en las dos mejillas-. ¡Deberías haberme dicho que venías! Pasa, pasa.

No me moví. Me temblaban los hombros, bajé la cabeza y empecé a llorar.

Sin decir una palabra, Mathilde me pasó un brazo por la cintura y recogió el bolso de viaje. Cuando Sylvie hizo lo mismo con el bolso de gimnasia, casi exclamé: «¡No lo toques!». Pero dejé que lo cogiera y también que me diera la mano. Entre las dos me llevaron al interior del apartamento.

No me sentía con fuerzas para subirme a un avión. No quería estar encerrada, pero, todavía mas, no quería volver a casa demasiado pronto. Necesitaba mas tiempo para hacer la transición del que me proporcionaría un vuelo. Jacob me acompañó en tren hasta Ginebra y me dejó en el autobús para el aeropuerto, pero tres manzanas más allá de la gare de Cornavin me levanté y le pedí al conductor que me dejara apearme. Me senté en un bar y empleé media hora en tomarme una taza de café, para tener la seguridad de que Jacob estaba ya en el tren de vuelta a Moutier. Después volví a la estación y compré un billete para Toulouse.

Había sido duro despedirme de Jacob: no porque quisiera quedarme, sino porque resultaba demasiado evidente que quería marcharme lo antes posible.

– Siento mucho, Ella -murmuró mientras nos despedíamos-, que tu visita a Moutier haya sido tan traumática. La idea era ayudarte, pero sólo hemos conseguido hacerte la vida más difícil -lanzó una ojeada al chichón en la frente, al bolso de gimnasia. No quería que me lo llevara, pero yo había insistido, pese al temor de que pudieran surgir problemas en el aeropuerto con algún perro rastreador: otra razón para tomar el tren.

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